domingo, 31 de mayo de 2009

La risa de los músicos


Gustavo Fernández Walker, en su blog comenta el comentario que, en el suyo, Pablo Gianera hace acerca de lo publicado por Tom Service sobre el humor de Haydn. Si faltara alguna prueba en relación con el concepto alternativo de lo risible que campea entre los músicos en general y entre los germánicos y austrohúngaros en particular, alcanzaría con el chiste que hacía desternillar de risa a Ernesto Epstein. Todos los perros de la plaza ladran: "Arff", "Arff", "Arff". Menos uno que se empeña con "Orff", "Orff". Ese perro fue al Collegium Musicum. Bueno, está bien, lo confieso, me lo acabo de inventar.

Redondeces







Leos Janacek; hoy se cumplen 80 años, 8 meses y 19 días de su muerte




“Veo señora que es usted devota del sistema decimal”, replicó Borges cuando alguien se lamentó ante él de que Leonor Acevedo, la madre del escritor, hubiera muerto tan poco antes de cumplir 100 años. Y el mercado musical ha demostrado, sobre todo a partir de 1991 y el bicentenario de la muerte de Mozart, una devoción semejante. Cada año es el aniversario redondo de algo y la escasez de imaginación ha convertido tales conmemoraciones en fuente (a veces única) de ediciones discográficas, comentarios periodísticos y hasta, como en el caso actual de la Filarmónica de Buenos Aires, en excluyente criterio de programación. Hoy es, ya se sabe, el bicentenario de la muerte de Franz-Joseph Haydn, alguien de quien vale la pena volver a escuchar, entre muchas otras composiciones, los Cuartetos Op. 77, el wagneriano “Caos” que abre su genial oratorio La creación, las Sinfonías del período Sturm und Drang, su oratorio fisiocrático Las estaciones, las misas y, como ejemplo de lo que era capaz de hacer con las acentuaciones, el Trío del Minuet de la Sinfonía No 88. Pero resulta más interesante seguir al siempre vanguardista gobierno de Macri, que anuncia orondo, en gigantescos carteles con el amarillo tono de la bilis, “los 103 años de San Telmo”, y tener en cuenta otros aniversarios.
Hoy se cumplen ochenta años, ocho meses y diecinueve días de la muerte en Ostrava de Leos Janacek, trecientos setenta y seis años, diez meses y veintisiete días del fallecimiento de William Byrd, seis años y cuatro días de la muerte de Luciano Berio y treinta y nueve años, siete meses y veintisiete días de la de Janis Joplin. También hoy, 31 de mayo de 2009, Ludwig van Beethoven cumpliría doscientos treinta y nueve años, cinco meses y quince días.

viernes, 29 de mayo de 2009

La profesión del padre de Jaimito








Guillermo Bazzola me hace acordar, en un comentario a la entrada anterior, un chiste que había olvidado. Por si alguien lee ese comentario y se queda con las ganas, aquí lo cuento completo.

–Niños, hoy vamos a hablar sobre los oficios. A ver, Carlitos, ¿de qué trabaja tu padre?
–Es portero, señorita
–¿Y tu papá, Mariela?
–Es médico
–Jaimito, ¿y el tuyo?
–Toca el piano en un prostíbulo
–¡Ohhh!...
La maestra, ante esa respuesta, decide citar a la madre (el chiste es de una época en que los padres trabajaban y las madres eran citadas por las maestras; no me hago cargo del machismo implícito)
–Señora, disculpe que la haya llamado –dice la docente– pero es que me preocupan las influencias que pueda tener Jaimito. El nos ha contado que su padre trabaja en un prostíbulo.
–Ah, pero no se preocupe, no es cierto. Lo que pasa es que le da vergüenza decir que es crítico de música.

jueves, 28 de mayo de 2009

Premios

Como bien escribió Federico Monjeau, los premios que cuentan son los que otorgan dinero o los que son concedidos por entidades prestigiosas (Universidad de Cambridge, por ejemplo). Otros, más allá de que nos tentemos, a veces, con la posibilidad de ser premiados –y también de premiar– no son otra cosa que un bien pensado recurso para colocar al premiador en el centro de la escena. Reclamar justicia en estos premios (Konex, Clarín, Gardel) en que los propios mecanismos están viciados, ya que no es un jurado de especialistas en cada área el que los determina sino un variopinto conglomerado de "celebridades" y gente del negocio, es como pedirle peras a un olmo sordo. Aún así, a veces, los premios pueden recaer en gente un poco mejor, o más merecedora, que en otros. En la Edición 2007 del Konex, por ejemplo, la parte buena fue que entre los premiados en la categoría Crítico de Música Popular estaba Jorge Andrés. Y la mala, que el Konex de Platino (es decir el que galardonaba al primus inter pares) fue para Bobby Flores. Aquí, un soneto en su momento dedicado a Andrés que, tal vez, brinde alegría a algunas almas (sin premio):


Trepidan con redobles los tambores.
Ovsejevich entrega el pergamino.
El torvo Konex sigue su camino
surcado por oscuros sinsabores.


Inútil como lanza ante un molino,
el talento retira sus actores;
son Sirvén, La Nación y sus amores
los que avalan este hábito cochino.


Es que van y no vienen los honores
mancillados por manos de un cretino,
trocados por los hados en horrores

y es muy triste del crítico el destino
cuando al verse medido contra Flores
se queda con papel y no platino.

miércoles, 27 de mayo de 2009

Apostilla a la reconstrucción del Quinteto Piazzolla+Gary Burton










Ultimo tema. "Adiós Nonino". En el hall de entrada del Gran Rex, una de las adolescentes contratadas por la producción para entregar alguna cosa. escucha el comienzo del tema, luego de la introducción del piano, y le dice a otra: "Ah, esta es la del aviso"

Mona Lisa sin bigotes


Reunión del Quinteto de Piazzolla.
Volver a pintar la Mona Lisa y lograr que quede casi, casi, como el original. Y sin siquiera el bigotito de Duchamp.
Hay una trampa. Hacerlo distinto no se puede. Hacerlo igual no tiene sentido.El único ex músico de Piazzolla que logró darle una vuelta de tuerca a ese dilema de hierro fue, con sus versiones/deconstrucciones de tangos clásicos, Gerardo Gandini, el único, también, que había tenido y tuvo después una vida musical propia.

lunes, 25 de mayo de 2009

El muro















Día tras día no hacemos otra cosa que mirar el muro. Esperamos y miramos hacia allí.
Las moscas anidan en nuestras llagas. El hambre y las enfermedades; el dolor y el olor de las carnes podridas, todos apiñados en las barracas, hacen que perdamos la cuenta y que los días no se diferencien unos de otros. Soñamos, tan sólo, con escapar de este infierno.
Noche tras noche medimos la frecuencia del barrido de los reflectores, el tiempo que tardan los cambios de guardia, los recorridos de los vigilantes.
Conseguimos unos cuchillos que usaremos como armas y con los que, en la oscuridad, excavamos por debajo del muro en el único lugar que los reflectores iluminan de manera insuficiente (siempre se cometen errores).
Es el momento y logramos pasar del otro lado.
Corremos. Y detrás vienen otros que pasan por la misma brecha.
Somos miles y se oye el grito: –Los grandes a los grandes y los chicos a los chicos. Nadie mete nada en las bolsas hasta que no estén todos muertos.
Ya estamos todos adentro del country.

sábado, 23 de mayo de 2009

La cultura es salud

Foto tomada en la Consulta de Pediatría del Nuevo Hospital Dr. Mengele.







–Por favor, ustedes entren desde la izquierda. No, queremos otra expresión. Menos consternada, a ver si pueden conseguir una mirada de esperanza– dice la asistente de régie María Armanini a la fila de ex combatientes que llegan a rehabilitarse al hospital Rocca. Mientras, en otro sector del citado nosocomio, la preparadora interna Andrea Mijailovsky trabaja por secciones la afinación y entonación correcta de las quejas y reclamos, aunque con cierta dificultad, ya que su coro está integrado por los hipoacúsicos aspirantes a rehabilitación. Otra asistente de régie, Angela Boveri, quien trabajó junto a Alfredo Arias en las puestas de Bomarzo y Muerte en Venecia presentadas en el ex Teatro Colón, cuida entretanto que los teléfonos y escritorios de la Secretaría de Recursos Humanos del Ministerio de Salud estén alineados en una perfecta diagonal, de manera que la amarga iluminación de la oficina dé el adecuado toque de irrealidad. “Ayer se presentó, ante una nutrida concurrencia, el nuevo médico de guardia del Hospital Fernández. Con dominio técnico y un adecuado control del estilo, el Dr Roccatagliata llevó a buen término su consulta, siendo saludado por una calurosa ovación por parte de numerosos aquejados de gastroenteritis, impétigo e, incluso, un simpático joven afectado por gonorrea”, escribió la gacetilla informativa Luciano Marra de la Fuente, Licenciado en Artes con especialidad en Música, antes miembro de la ex eficaz oficina de prensa del ex teatro y colaborador de su ex revista y actualmente empleado en la Oficina de Prensa del Ministerio de Salud. Todos ellos, y también Luján Francos, licenciada en Comunicación Social, que trabajaba en Prensa del Colón y fue trasladada al Hospital Rivadavia, Alfonso Bravo, estudiante avanzado en la licenciatura de composición en el IUNA, que se desempeñaba en Publicaciones y fue movido al Laboratorio de Endocrinología del Hospital Durand, y Diego Cosín, egresado de la carrera de régie del Instituto Superior de Arte del Teatro Colón, actor, director teatral y productor televisivo durante varios años en el antiguo VCC para las señales Cable Platea y Bravo, y luego en Canal (à), que trabajaba como productor del programa de TV Al Colón desde 2006, que irá a parar a ese mismo hospital, han pasado, por orden del Gobierno de Macri, a enriquecer con sus saberes la nómina del Ministerio de Salud de la Ciudad. El conjunto de traslados se presenta como parte de la "racionalización" de la planta laboral del Colón. Resulta difícil imaginarse cómo sería la irracionalización.

Qué adoquines


Keynesiano de la primera hora, el Macró de Buenos Aires hace sacar los adoquines para volver a ponerlos. Enamorado del arte performático y de la idea de la intervención, sabe que una obra revisitada ya no es la misma obra (cf. Pulcinella de Stravinsky) y, entonces, los pone mal

viernes, 22 de mayo de 2009

[(2 x 4) x 6] x 2





Uno se fundó en 1968 y el otro cinco años después. El primero estaba formado por estrellas: Osvaldo Ruggiero y Víctor Lavallén en bandoneones, Emilio Balcarce y Oscar Herrero en violines, Julián Plaza en piano y Alcides Rossi en contrabajo. Los seis provenían de la orquesta de Osvaldo Pugliese y la mitología del género remarca que la formación del Sexteto Tango respondía a una vieja idea del maestro y que había contado con su bendición. Y cuatro de ellos –Ruggiero, Lavallén, Plaza y Balcarce– eran compositores y arregladores. Los dos últimos, por otra parte, están entre los mejores de toda la historia. El otro grupo, bautizado Sexteto Mayor, no tenía luminarias de ese calibre. Lo integraban José Libertella y Luis Stazo en bandoneones, Reynaldo Nichele y Fernando Suárez Paz en violines, Armando Cupo en piano y Omar Murtagh en contrabajo. En 1974, Mario Abramovich y Mauricio Mise reemplazaron a los dos violinistas originales y un año después Juan Mazzado entró en el lugar de Cupo y Kicho Díaz en el de Murtagh. Ambos sextetos tomaban la conformación instrumental a la que Julio De Caro había recurrido en 1924 y los dos proyectos respondían más a necesidades laborales que artísticas. Seis eran más fáciles de contratar que una orquesta y, sobre todo, podían viajar a Japón con menos problemas. Pero en los dos casos, el sonido, la calidad de los arreglos y –nuevamente– la relación entre escritura e interpretación, hicieron que se tratara de mucho más que eso. El Sexteto Tango grabó frecuentemente con cantantes: tuvo a Jorge Maciel como integrante estable, en sus comienzos, y en 1983 registró junto a Roberto Goyeneche Encuentro de maestros, reeditado en CD como Esquinas porteñas (el cambio de nombre es resposabilidad, como toda la fallida colección, al igual que el desaguisado Troilo, del periodista Víctor Pintos). Para algunos, el Sexteto Tango fue menos que la suma de sus partes y el Sexteto Mayor lo contrario lo cual, por supuesto, es discutible. Ninguno de los dos creó un lenguaje nuevo, en todo caso, pero los dos llevaron los viejos arcanos del tango a un altísimo nivel. Y ambos son víctimas, hoy, de la estulticia del los sellos grabadores. Del Sexteto Tango sólo puede conseguirse Presentación, su notable primer disco, editado en la colección La resistencia del tango, de Sony-BMG, y el mencionado Esquinas porteñas, además de una recopilación de lo que grabaron junto a Maciel. El resto son antologías bastante infames, unidas por la falta de información y el descuido en el sonido del pasaje a CD. Del Sexteto Mayor –que aún existe, como las orquestas de Ellington o Benny Goodman, pero más como una marca que otra cosa– sólo hay algunos discos de las últimas décadas, con formaciones diversas, y recopilaciones varias. EMI no ha editado ninguno de sus notables discos de los setenta con el formato original. Ninguno de los dos grandes sextetos que, como el brillo de esas estrellas explotadas en pedazos hace millones de siglos, iluminaron al tango agonizante de hace tres décadas, merecen tamaño olvido.

La muerte de Nicholas Maw


Las vanguardias no lo tuvieron muy en cuenta. Si Inglaterra diseñó una genealogía y una estética propias, basadas más en la valoración de Sibelius que en la de Webern, Nicholas Maw, autor de la sinfonía Odissey, en que el primer tema del primer movimiento dura lo que toda una sinfonía del siglo anterior, tal vez haya sido uno de los exponentes más claros de esa insularidad. A partir del "descubrimiento" de Sir Simon Rattle (cuando todavía no era Sir y conducía la Sinfónica de Birmingham), que dirigió su Odissey, del Concierto para violín que grabó Joshua Bell con dirección de Roger Norrington, y del encargo de la ópera Sophie's Choice por parte de la BBC y la Royal Opera House –también conducida por Rattle–, tuvo su momento de gloria. Nacido en Grantham, Lincolnshire, el 5 de noviembre de 1935 y alumno de Lennox Berkeley en la Royal Academy y de Nadia Boulanger en París, algunas de sus mejores obras se encuentran en el impensable ámbito de las miniaturas y la música de cámara, por ejemplo sus canciones sobre La Vita Nuova de Dante y sus Ghost Dances. Neobrahmsiano a destiempo, el posmodernismo hizo posible su modernidad. El martes 19 de mayo murió a los 73 años.

miércoles, 20 de mayo de 2009

¿Que es la musicología?





Por Nicholas Cook
(Traducción: Julián Delgado)





No necesitás saber sobre música para disfrutarla. Y es tentador concluir a partir de esto que tampoco necesitás saber sobre música para entenderla. (Después de todo, si podés disfrutarla, ¿para que necesitás entenderla?) En tal caso, preguntarás, ¿que razón puede haber para agregar “ología” a la palabra “música”?
Como musicólogo, podrías esperar que trate de persuadirte acerca del valor de entender música en vez de tan solo disfrutarla. Y ciertamente puedo argumentar que si sabés sobre música (sabés sobre cómo está escrita, sabés sobre su contexto histórico) entonces esto va a aumentar tu disfrute -no en el sentido de reemplazar el placer original del sonido, sino agregándole capas o dimensiones de sentido adicionales. Pero es la primera oración, la idea de que no necesitas saber sobre música para entenderla, la que realmente quiero cuestionar. Por supuesto, si te referís al conocimiento formal, “de libro”, entonces es cierto; en ese sentido tampoco necesitás saber sobre música para tocar o componer. Pero es obvio que cualquiera que toque o componga música verdaderamente sabe mucho, aunque no sea un conocimiento de libro. Y de la misma manera vos sabes mucho sobre música y usas este conocimiento cada vez que la escuchás -solo que debés haber adquirido este conocimiento sin saber que lo estabas adquiriendo, de la misma forma en que aprendiste tu lengua sin darte cuenta. Pensá en algún tipo de música que realmente no te guste. ¿Realmente entendés la música y realmente te disgusta? ¿O es que no tenés el mismo conocimiento inconsciente sobre ella que tenés acerca de tu música favorita y que, por eso, no la entendés y no te gusta? Aún si tu respuesta a la última pregunta fue “no”, ¿no hay alguna música para la cual sería cierto?
La musicología (etimológicamente “palabras sobre música”) trata sobre el conocimiento que produce el disfrute de la música. Cuando estudias música de otros tiempos y lugares necesitás reconstruir el conocimiento que sus compositores, intérpretes y oyentes originales tenían: cómo estaba hecho, qué tipo de estructuras sociales lo sostenían, qué significaba. En ese sentido, toda música implica su propia musicología, ya que no hay música que no involucre conocimiento; eso es lo que Guido Adler (quien diagramó, en la Viena del cambio de siglo, las primeras líneas sistemáticas de la musicología) intentaba decir cuando escribió que “toda las personas de las cuales puede decirse que poseen un arte musical, también poseen una ciencia musical”. Pero el sentido en que esta ciencia musical se ha desarrollado le debe tanto a las instituciones que la han sostenido como a la música en si misma. Porque estas instituciones (conservatorios y, particularmente, universidades) son parte de la industria del conocimiento, dedicada a mantener y desarrollar el conocimiento básico del que la sociedad depende. Y como lo sabemos hoy en día, la musicología se remonta solo hasta la incorporación de la música en las instituciones de aprendizaje.

Música e industria del conocimiento

En Gran Bretaña, la educación e investigación musical esta esparcida entre los conservatorios y las universidades, pero en la práctica ese esparcimiento no es tan grande como parece. Los conservatorios han estado enseñando práctica musical por un largo tiempo, pero durante aproximadamente la última década han incrementado el componente académico de sus cursos. Y los programas de grado de la universidad (la mayoría de los cuales se remonta a la gran expansión educacional de los sesenta) incorporan una gran cantidad de práctica musical; si no lo hicieran, entonces pocos de ellos atraerían estudiantes.
Pero la imagen en el resto del mundo es muy distinta. En Europa continental hay mucho más que un simple espacio entre los conservatorios y las universidades: ningún tipo de práctica se incluye dentro de las segundas. En Estados Unidos, la mayor parte de la educación práctica de música ocurre por fuera de las universidades pero, paradójicamente, de forma usual parece haber muros más altos entre sus divisiones práctica y académica que entre las universidades y los conservatorios británicos. Y los muros no se detienen allí. En la universidad británica los departamentos de música usualmente simplemente buscan licenciados y profesores en “música”, a veces (no siempre) estipulando qué área en particular pretenden. En Estados Unidos, por contraste, se ven avisos para musicólogos, teóricos, etnomusicólogos (asi como para compositores y profesores de instrumento, por supuesto). Cada uno de ellos representa no solo una especialidad diferente, sino un tipo de carrera diferente, con su propia sociedad profesional y sus propios journals.
En Gran Bretaña cualquier académico que escribe sobre música es un musicólogo, mientras que en Estados Unidos el término significa específicamente historiador de la música: gente que escribe acerca de la música del pasado. Algunos historiadores de la música se focalizan en la música en si misma (hablaremos más acerca de esto luego), y aquí el trabajo del musicólogo se extiende por sobre el del editor, quien se ocupa de establecer un texto confiable y hacerlo accesible a los músicos actuales. Otros enfatizan la relación entre la música del pasado y su contexto socio-cultural original, tanto para obtener un más profundo entendimiento sobre la música como para usar la música como una fuente para reconstruir una historia social o cultural más ampliada (en este punto los historiadores de la música en los departamentos de música se fusionan con los más extraños historiadores de la música en los departamentos de historia.) En grandes números los historiadores de la música son el grupo más grande dentro de la musicología. O, como lo pensarías en Estados Unidos, los musicólogos son el grupo más grande dentro de la academia de la música, y consecuentemente la Sociedad Americana de Musicología (American Musicological Society) es la sociedad profesional dominante.
De hecho, las otras especialidades a las cuales me he referido se separaron absolutamente de la musicología en el momento en que se esparcieron por fuera de la AMS y formaron sus propias asociaciones. Primero, en 1955, fue fundada la Sociedad de Etnomusicología, juntando scholars de música más que de la tradición “artística” occidental. (Esa formulación, incidentalmente, te dice de dónde vengo; la etnomusicología se ve a si misma como el estudio de toda la música.) Y entonces, en 1977, vino la fundación de la Sociedad para la Teoría Musical, dando una identidad disciplinaria a aquellos que deseaban entender la música en sus propios términos, antes que en los términos de la sociedad dentro de la que había sido originada o dentro de la cual es recibida. Aquí, incidentalmente, hay otra distinción transatlántica para hacer, ya que en Gran Bretaña serían llamados analistas antes que teóricos, reflejando lo que queremos ver como un énfasis característicamente británico en la aplicación práctica de la teoría.

Una disciplina cambiante

Todas estas subdivisiones son -cada vez más- problemáticas, y como resultado existe un cierto “orgullo” entre los musicólogos británicos por poder cruzar más facilmente las barreras entre ellos que sus contrapartes americanos. Para ver por qué, es útil considerar la influyente crítica de la disciplina contenida en el libro de Joseph Kerman Musicología, de 1985. (Ese fue el titulo británico; hubiera significado algo equivocado en Estados Unidos donde, de cualquier modo, salió bajo el título de Contemplando la música.)
Kerman habló cuidadosamente alrededor de la etnomusicología, en la cual tenía poca maestría, aún cuando notó que el deseo de la etnomusicología por estudiar la música en la sociedad era compartido por muchos de los que trabajaban en la tradición del “arte” occidental. Pero acometió un ataque frontal contra la historia de la música (viniendo de Berkeley, el la llamó musicología) y la teoría, acusando a ambas de “positivismo”. Con esto quiso decir que cada una había degenerado en una mayor o menor acumulación sin importancia de datos y hechos. Pero el punto de los datos y los hechos, dijo, era sostener mejores interpretaciones y mejorar el entendimiento personal tanto de la música como del contexto social. Y adecuadamente llamó a realizar un acercamiento “crítico” que uniría acercamientos contextuales y analíticos para la interpretación de tradiciones o repertorios específicos.
Había algunas razones firmemente establecidas para los problemas que Kerman diagnosticó. La musicología actual construye sobre tradiciones instituidas primeramente en Alemania y Austria durante la primera parte del siglo; como la industria nuclear, el desarrollo acelerado de la musicología de posguerra fue, sobre todo, el resultado de una diáspora de habla alemana. Y al formular su nueva disciplina, los pioneros musicológicos como Adler la modelaron como las más prestigiosas disciplinas de su época, particularmente la filología clásica: el estudio de textos antiguos, que usualmente debían ser reconstruidos a partir de una variedad de fuentes fragmentarias y contradictorias. Fueron los métodos de la filología los que dieron nacimiento a la edición crítica o Urtext (texto originario), el pináculo de la musicología del cambio de siglo. Y los métodos por los cuales los musicólogos buscaron entender la música fueron igualmente modelados por aquellos apropiados para los textos literarios. La música, en pocas palabras, llegó a ser vista como un tipo de literatura. Lo que se perdió en el proceso fue el sentido de la música siendo un arte performático. Sería probablemente justo decir que el cambio de paradigma que ocurrió con los estudios acerca de Shakespeare hace unos treinta años, a partir del cual las obras se comenzaron a ver como los trazos de eventos performáticos más que como textos literarios, todavía no cae con toda su fuerza sobre la musicología.
El positivismo que Kerman detectó resultaba, entonces, de la aplicación de un marco interpretativo básico constreñido de forma inapropiada. Los musicólogos trabajaron en conseguir los textos correctamente; los teóricos explicaron por qué una nota debía (o no debía) seguir a otra. Era el traspaso del texto a la interpretación, de lo visual a la huella de la experiencia vivida, lo que no era hecho de forma frecuente. Y si la musicología debe aún tomar todas las ramificaciones del status musical como un arte performático, los desarrollos que siguieron a la publicación del libro de Kerman representaron un esfuerzo consciente por escapar a las limitaciones del texto. La propia idea de que la música podía ser estudiada “en sus propios términos” fue cuestionada. La música era leída, en cambio, por su contenido ideológico, con las representaciones de género a la cabeza del campo; la “Nueva” musicología, como este acercamiento fue llamado, ganó su mayor notoriedad con el trabajo de Susan McClary, quien vinculó la forma en que la música de Beethoven conduce de climax a climax con las formas de experiencia específicamente masculinas. La música, sostuvo, naturalizó estas formas de experiencia, mostrándolas “tal como las cosas son”; en este sentido (y en muchos otros) sirvió al programa hegemónico masculino. Y al insistir en que estaban interesados solo en la “música en si misma”, los musicólogos ayudaron a perpetuar el acuerdo ideológico sobre el cual el status quo se asentaba. Lo que McClary reclamaba sin embargo era una musicología que mostrara como la música nunca era “sólo” música, sino que siempre servía a los fines de alguien a expensas de otro.

Volviendo a poner la música en la musicología

En si misma, esta ecuación sobre la música de Beethoven y el sexo puede sonar simple (aunque el argumento de McClary era en realidad mucho más sofisticado que lo que sus detractores sostuvieron). Pero lo que era crucial era la forma en que, a través del trabajo de McClary y otros, la agenda tradicional de la musicología era expandida.
Los “Nuevos” musicólogos no sostenían meramente que la música podía ser leída por sus significados sexuales o ideológicos. Sostenían que la música trae siempre incorporados tales significados y que, al no hacerlos confrontar, la musicología tradicional había marginado tanto la música como el estudio de la misma. Y paradójicamente, la mejor demostración de que la acusación era cierta era la propia escala de la oposición que el trabajo de los “Nuevos” musicólogos encontró de parte de sus colegas más tradicionalmente formados. Aquellos que reaccionaron contra esto lo hicieron porque sintieron que los valores estaban profundamente involucrados, valores que de otra manera podrían haber sido inconscientes. Y en este sentido demostraron el punto de los “Nuevos musicólogos”: la música toca creencias ideológicas, el sentido o la identidad cultural de la gente, aún en su concepción acerca de quienes son. Eso, seguramente, es por lo que la música importa.
Un término como “Nueva” musicología tiene garantizada una corta vida y éste en particular probablemente haya pasado su fecha de vencimiento. No porque la comunidad musicológica haya rechazado el mensaje de la “Nueva” musicología: mas bien porque su extendido programa ha sido absorbido dentro del mainstream musicológico. Y de alguna manera esto representa solo una reorientación disciplinaria en la dirección del criticismo por el que Kerman ha reclamado. Pero al mismo tiempo, no fue exactamente lo que Kerman tenía en mente. Como dijo, estaba buscando un compromiso informado y critico con la música en sí misma. Al problematizar la propia idea de “música en sí misma” los “Nuevos” musicólogos por momentos se acercaron a un cambio de sujeto, ya no más hablando de música sino más bien a través de la música y sobre el género, la identidad cultural o la ideología. Pero su trabajo, y el de todos los musicólogos influenciados por su acercamiento, es crítico en otro sentido, cercano al de la teoría critica. Involucra constantemente preguntarse a los intereses de quién sirve la música, inclusive a los intereses de quién sirven los acercamientos particulares a la música. Involucra cuestionar tu propio rol como el interpretador o guardián de la tradición musical. Involucra aprender más sobre música, para estar seguro, pero en el conocimiento total que hacés estás aprendiendo más acerca de la sociedad y acerca de vos mismo. Entendida de esta manera, la musicología no es solamente crítica sino auto-crítica.
¿A dónde irá la musicología en el futuro? Las predicciones son siempre arriesgadas y usualmente están equivocadas. Y se exponen a la distorsión; asi como las historias de la música tienden a sobre-enfatizar la innovación a expensas de mucho músicos que trabajan dentro de estilos establecidos, es fácil visualizar una musicología que consista nada más que (por asi decirlo) en las líneas vanguardistas. En realidad habrá siempre trabajo musicológico básico por hacer: descubrir e interpretar nuevas fuentes, nueva investigación en los estilos interpretativos del período, nuevas miradas históricas sobre la relación entre la música y la sociedad. La razón por la que siempre hay trabajo para hacer no es tan solo que descubrimos nuevos documentos, nuevos hechos, sino que estamos constantemente viendo viejos hechos de nuevas maneras, reconstruyendo nuestra propia imagen del pasado. Como las grabaciones de sonido han existido únicamente por cien años, hay una extraordinaria fragilidad en el corazón de la musicología: los documentos escritos son mudos, y es sólo a través de la interpretación que podemos hacerlos resonar una vez más. Lo que escuchamos como la música del pasado es, en ese sentido, un reflejo del entendimiento de nuestro propio tiempo sobre ella.
Pero así como siempre habrá trabajo musicológico básico, también habrá vanguardias, así que ¿dónde estarán? Cualquier respuesta necesariamente será personal, y quizás embarazosa. Yo veo la explotación de ese repertorio grabado de cien años como una de las áreas de crecimiento para la musicología; nuestros archivos de sonido están llenos de textos primarios que aún yacen en el margen más que en el centro de la musicología (ponerlos en el centro de la musicología también significa poner intérpretes ahí, junto con compositores; quizás la idea de una “historia de la música” que demuestre no ser más que una “historia de la composición” pueda sonar algún día ridículamente fuera de lugar en relación al rol de la música en nuestra sociedad, y en las formas en que la disfrutamos y la valoramos.) Y tenemos que desarrollar musicologías del sonido antes que de textos escritos si buscamos construir puentes entre el estudio de la música “artística” y los otros repertorios que hoy en día la rodean: jazz, rock, pop, world, y el resto. Quizás la revolución multimedia, uniendo palabras, imágenes y sonidos en un solo texto, podrá ayudarnos en esto (¿podrá la propia idea de un libro sobre música sonar ridícula un dia?). Para mi, sin embargo, el asunto más importante se desprende de lo que dije sobre la “Nueva” musicología: la reconciliación de la extensa agenda actual con las tradicionales prácticas disciplinarias de cerrada lectura textual. En otras palabras, necesitamos encontrar formas de hablar sobre música y sobre su significado social o ideológico al mismo tiempo, sin cambiar el sujeto. Necesitamos satisfacer nuestra urgencia de hablar sobre la “música en si misma” (y la urgencia de hablar sobre música es un poco como la urgencia de chismear, o de decir un secreto), siendo aún conscientes de todo el bagaje cultural que viene con la idea de “música en si misma”. Necesitamos, en pocas palabras, volver a poner la música en la musicología.

Inspiración





"Inspiración" fue compuesto en 1928 por Peregrino Paulos (h) y Luis Rubinstein. En 1943 lo grabó la orquesta de Aníbal Troilo por primera vez –volvería a hacerlo en 1951 (para el sello TK) y en 1957 (para Odeón)– y el dato inaugura una mitología: fue la primera vez que ese conjunto registró un arreglo firmado por Piazzolla, quien, por otra parte, grabaría su propia versión al frente de su orquesta, en 1947. Esas diferentes miradas sobre un mismo objeto ya alcanzarían para poner en entredicho la naturaleza del "arreglo" en las músicas de tradición popular; eso que ya desde su denominación hace pensar en lo externo: en el embellecimento superficial de algo ya completo en su esencia. La mona aunque se vista de seda mona queda, se dice, y es que arreglarse, a lo sumo, sirve para disimular defectos y ensalzar virtudes pero, jamás, para trocar los unos por las otras. Pero es una tercera orquestación, la que grabó Osvaldo Pugliese en 1962 y se incluyó en el disco A mis amigos, de 1965, la que termina volando la palabra "arreglo" en pedazos. Las tensiones entre una melodía lírica y el terremoto que se insinúa por debajo –el mismo concepto de tensión, en realidad–, la sofisticación de los matices, la reexposición del tema, donde las cuerdas quedan solas, los bandoneones usados en su registro grave y utilizados en una función asimilable a los "brass" de las big bands, la delicadeza y perfección de las pequeñas frases que Pugliese intercala, la compleja dialéctica entre composición e interpretación que aparece puesta en juego, construyen ni más ni menos que una nueva obra, donde nada es mera decoración (arreglo). El viejo tango de 1928, en todo caso, como fondo contra el que se recorta la figura de esa "versión" convertida en "obra". "Inspiración", por Pugliese –es decir por una orquesta que contaba en sus filas a Emilio Balcarce (casi seguramente el responsable de la re composición) Osvaldo Ruggiero, Víctor Lavallén y Julián Plaza, entre otros– es una de las cumbres del tango. Allí, todo aquello que no sólo forma parte sino que hace que el género sea lo que es, aparece llevado a un nivel de estilización asombroso. Y es una estilización que, gracias a la manera en que la orquesta toca, jamás pierde fuerza y naturalidad. A mis amigos formó parte de la reedición, por parte del sello Universal, de los discos de Pugliese para Philips, en los sesenta y comienzos de los setenta, con sus portadas originales (aunque con peor sonido que una versión anterior, llamada Antología aunque no lo era y también incluía todo). Esta nueva colección se publicó hace cuatro años e incluye, además de A mis amigos, Soy bien porteño (1963), El gran Osvaldo Pugliese (1965), El tango se llama Osvaldo Pugliese (1966), Caminito (1967), Tangueando (1968), La biandunga (1969), Sentimental y Canyengue (1970) y El maestro, inédito (2005). Pero hay un problema (siempre los hay): la serie ya fue descatalogada. Es decir que los discos están agotados (lo que significa que se vendieron) y no fueron fabricados nuevamente. Quedan, aquí y allá –sobre todo en distintas sucursales de Yenny-El Ateneo– algunos volúmenes y teniendo el tiempo, la paciencia y las monedas para el colectivo necesarias como para recorrer varias, se puede obtener toda la colección. Vale la pena

lunes, 18 de mayo de 2009

La mujer del piano
















Publicado originalmente en Revista Clásica (septiembre de 1999).

El azar
La voz de Annie, su segunda hija, anuncia en el contestador automático que se trata de “lo de Marthita”. El teléfono rara vez es respondido. Llamados que aseguran cuestiones personales e impostergables, agentes que ruegan la aceptación de fechas de conciertos, periodistas que solicitan entrevistas. Una suerte de muro invisible rodea a “Marthita”. Sin embargo, para los que conocen su casa en el sur de Bruselas, las puertas están abiertas. Pianistas jóvenes rusos, japoneses, cubanos o argentinos, amigos o amigos de los amigos, viven allí –o casi–. A la hora de la cena se reúne una multitud alrededor de la mesa repleta de ensaladas, sushi o un auténtico pastel de papas criollo. Y todo puede terminar con una babélica sesión de “charade”. Cada equipo piensa una palabra -mezclando el francés, el español, el ruso y el inglés- y el otro debe representarla con mímica. Martha Argerich, siempre recostada más que sentada, siempre descalza, sugiere la primera palabra: “antimusical”.
En Bruselas, propios y extraños adoran el mannekin pis, literalmente un muñequito de bronce que orina en una fuente y al que visten con casaca y sombrero diferentes cada semana. Cerca de allí, en la Grand Place, se ofrece una postal perfecta de la cultura europea del fin del siglo XX: dos músicos iraníes, vestidos de mexicanos, tocan tangos con violín y acordeón. La coincidencia aproximada entre una de las predicciones apocalípticas de Nostradamus y la fecha del eclipse total de sol –11 de agosto–, hace que belgas y franceses, como los galos de la aldea de Asterix, teman más que nunca que el cielo –o una estación espacial– caiga sobre sus cabezas. Martha Argerich sabe que, por las dudas, ese día no saldrá de su casa. No puede definir con precisión, en cambio, por qué vive en esa ciudad. “No la elegí. Fue por azar. Vivía en Ginebra, mi madre acababa de morir en París, estaba destrozada y vine a pasar unos días con unos amigos. Ellos intentaban convencerme de que comprara la casa de al lado y yo había prometido pensarlo. Cuando me llevaban al aeropuerto, tuvimos un accidente, perdí el avión y compré la casa vecina”.
Esa casa es el centro de operaciones al que vuelve después de cada actuación en cualquier parte del mundo. La muerte de su madre, como lo había sido su vida, fue determinante. Tal vez porque esa mujer fue quien le “consiguió los mejores maestros” y la que siempre la ayudó a sobrellevar las dudas frente a su carrera musical. Quizá porque con ella, simplemente, era con quien más hablaba.
Con su padre, que acaba de cumplir 90 años, la relación es hoy “lejana, pero muy calurosa cuando lo veo; me encanta”. Tuvo, cuenta, “mucha cercanía cuando era muy chiquita; en esa época era una relación bastante perfecta”. Pero el origen de todo, o, por lo menos, de que una de las más grandes pianistas de la historia haya llegado a serlo, fue un desafío. Marthita tenía dos años (“era muy precoz, hablaba hasta por los codos”) y un amigo mayor, que ya tenía más de cinco, la molestaba diciéndole lo que ella no podía hacer y él sí. Un día, el amigo aseguró que Martha no podía tocar el piano, porque era demasiado chiquita. Y ella fue hasta el piano del jardín de infantes y, con un dedo, tocó las canciones que cantaba la maestra. La maestra llamó a los padres. Los padres le compraron un instrumento y la llevaron a estudiar. “Eso de responder a desafíos –cuenta ahora, repantigada en un sillón– tiene su lado bueno y su lado malo. Porque sigo haciéndolo. De una manera mucho más maquillada pero sigo siendo así y, muchas veces, me obligo a aguantar y a sufrir cosas terribles con el único argumento de que puedo hacerlo. ¿Y cuál es el sentido? ¿Para qué hay que tolerar lo que nos hace mal?”


Maestros
La única intérprete capaz de imponerle condiciones al mercado, la que grabó siempre lo que quiso, cuando quiso y en el sello discográfico en el que quiso, la que no actúa cuando no tiene ganas de hacerlo, la pianista famosa por su temperamento y por la fuerza de sus interpretaciones, transmite fragilidad. Su voz pequeña, que muchas veces se convierte en susurro, los mohínes tímidos, contrastan con la explosión de sus carcajadas y con la actitud de su cuerpo cuando se sienta frente al teclado. El tono con el que habla, con un acento indefinible en el que se pierden las consonantes, se asemeja al de la confesión íntima, aunque hable de cosas tan públicas como la cancelación de un concierto (“es que no puedo vivir así, no me dejan descansar”) o de su fascinación por el fraseo de Friedrich Gulda cuando lo escuchó por primera vez (“lo que me encantó era que tenía un rigor rítmico extraordinario”). También, claro, cuando vuelve a hablar de su madre: “Ella me sacó de mi crisis cuando había dejado de tocar, en la época en que fui a Estados Unidos y estaba esperando a mi primera hija. Mamá quería que me presentara al concurso de Bruselas y yo me di cuenta de que no podía. No me presenté. Recuerdo que esa noche pensé ‘bueno, fui una pianista pero no lo soy más. Ahora tengo una hija, conozco algunos idiomas y puedo conseguir trabajo como secretaria’. Y a mi mamá se le ocurrió llamar al señor Stephan Askenaze para quien yo había tocado en Argentina, cuando era chiquita. Y fueron ellos, él y su mujer, Annie (que por ella se llama así mi hija) los que me hicieron volver a tocar. Porque yo había dejado casi completamente. Había estado un año y medio con Benedetti Michelangeli y no había pasado nada. Ellos me dieron un poco de seguridad. Fue en el mes de mayo y en septiembre, creo, ya toqué un concierto. Me sacaron a flote pero fue, como siempre, una idea de mi madre”.
En Argentina, sus profesores habían sido Ernestina Kusrow, famosa porque enseñaba a los niños a tocar de oído, y el tan célebre como temible Vicente Scaramuzza, capaz de hacer cambiar todas las digitaciones de una obra minutos antes de un concierto. Pero ella reconoció siempre como su guía principal a Gulda, con quien estudió en el Conservatorio de Viena. Y lo reconoció en un momento en que hacerlo era poco menos que subversivo.
Ese pianista que no anunciaba los programas de sus conciertos, que tocaba lo que decidía en el momento y que alternaba sonatas de Beethoven con obras propias, inspiradas en el jazz, no era lo que el establishment de la música clásica hubiera podido considerar un buen modelo para una niña prodigio. “El era un revolucionario, pero eso a mí me iba muy bien. A mí me atraían, además, los pianistas que, como él, hacían repertorio clásico. Es extraño porque, aparentemente, después me volqué del otro lado, más hacia los románticos”. La técnica de enseñanza y la instrumental, por otra parte, según Martha Argerich no tienen nada que ver una con la otra. “Scaramuzza nunca tocaba el piano. Nunca tocó ni una nota. Nunca”, se acerca a la indignación. “En primer lugar, Gulda era un músico extraordinario. Lograba una máxima expresión sin hacer ningún cambio de tempo, ni siquiera entre primer y segundo tema. El era tan inmaculado y, al mismo tiempo, tenía un sonido tan especial. No tenía nada que ver con lo que me decía Scaramuzza, que siempre hablaba del ‘canto’, de la ‘expresión’. Esta cuestión rítmica me fascinó totalmente en Gulda. Además, Scaramuzza ponía el énfasis en el sonido redondo y Gulda a veces lograba un sonido que podía, incluso, ser desagradable para la gente. Y eso me encantaba”. Cuando Martha Argerich dice ciertas cosas (“me fascinó”, “me encantaba”), alarga las palabras en un silbido, las pronuncia casi en secreto, y se sonríe. Mientras, con la misma pasión, come helado de dulce de leche, mango y chocolate belga.

El General y la niña
Argerich recuerda: “tenía un poco más de 12 años, había tocado en el Colón y Perón me había dado una cita en la residencia presidencial. Mamá preguntó si podía acompañarme y le dijeron que sí, por supuesto. Yo no era muy peronista; me acuerdo que siempre estaba pegando por todos lados papelitos que decían ‘Balbín-Frondizi’. El nos recibió y me preguntó ‘¿Y adónde querés ir, ñatita?’ Y yo quería ir a Viena, para estudiar con Gulda. A él le gustó que no quisiera ir a Estados Unidos. Lo más cómico fue que mi mamá, para congraciarse, le dijo que a mí me encantaría tocar un concierto en la UES. Y parece que yo debo haber puesto una cara bastante reveladora de que la idea no me gustaba porque Perón le empezó a seguir la corriente a mamá, diciéndole ‘por supuesto señora, vamos a organizarlo’, mientras me guiñaba un ojo y, por debajo de la mesa, me hacía con un dedo que no. El la estaba cargando a mamá y a mí me tranquilizaba. Se dio cuenta de que yo no quería. Fantástico, ¿no? Y le dio un trabajo a mi papá. Lo nombró Agregado Económico en Viena. Y a mamá le dijo que le parecía que ella también era muy inteligente, emprendedora y capaz y le consiguió otro puesto en la Embajada”.
La política, en realidad, ya había tenido que ver bastante antes con el destino de la familia Argerich. “Papá y mamá se conocieron en la Facultad de Ciencias Económicas –cuenta Martha–. Ella era 11 años menor y era una de las tres o cuatro mujeres que estudiaban allí. Papá era presidente de su partido, el Radical, y mamá era la presidenta del suyo, el Socialista. Y así se encontraron y empezaron a pelearse y se enamoraron. Supongo que en el fondo, aunque mamá no era tan crítica con el peronismo como papá, porque estaba de acuerdo con algunas de las cosas que había hecho Perón, como la jubilación, el voto femenino o que los trabajadores del campo fueran tratados con mayor dignidad, a ninguno de los dos le hizo mucha gracia que yo pudiera ir a estudiar y que ellos consiguieran trabajo en el exterior gracias a Perón”.
Los primeros años en Europa fueron los de los premios en Bolzano (que había sido declarado desierto durante siete años consecutivos) y enseguida el de Ginebra. En 1965 fue Varsovia, donde se impuso nada menos que a la candidata polaca. Y su vuelta a esa ciudad, pocos meses después, cuando el público la despidió cantándole durante treinta minutos el “Slata Lat” (“que viva cien años”) que hasta ese momento sólo había merecido Artur Rubinstein. Ella tenía 24 años.

Volver
Martha Argerich que, según un dossier acerca de los pianistas más grandes del siglo publicado por la revista francesa Diapason, es la única posible equivalente actual de Clara Schumann, suele grabar en disco varias veces las mismas obras. No se trata, sin embargo, de algo demasiado meditado: “En la práctica, cada vez que toco algo lo hago de manera diferente a la anterior. Cuando vuelvo a retomar una obra, siempre veo cosas distintas. No es sólo cuando grabo sino también en los conciertos. Siempre busco otras cosas y sigo buscando hasta último momento. Rara vez escucho mis grabaciones viejas. Cuando tengo que volver a estudiar una obra que ya está registrada en disco, entonces sí. Los únicos discos propios que escucho son los de música de cámara, porque me gustan mucho. Sobre todo el disco con la Sonata de Bartók que hice con Gidon Kremer, que me encanta y lo pongo todo el tiempo. Pero, en realidad, no me reconozco en las grabaciones. Una vez un amigo me puso los Preludios de Chopin diciéndome que era Pollini. Yo lo escuché y dije: ‘qué bien que está tocado, me gusta mucho’. Y era yo. No me había dado cuenta.Una de las cosas interesantes desde el punto de vista pedagógico que hacía Gulda era tratar de desarrollar la escucha de uno mismo. Teníamos que oir juntos lo que había hecho y yo tenía que criticarme. Y después, claro, corregir. Cuando uno toca y después, cuando lo oye, la percepción es totalmente distinta. “
Uno de los motivos por los que Argerich viene a Buenos Aires es “dar apoyo a este concurso (el Concurso Martha Argerich, que se realizó gracias a la gestión de Cucucha Castro) y ayudar a los pianistas jóvenes. Las cosas no son iguales que cuando yo empecé. Hacer una carrera como intérprete, en este momento, es sumamente difícil. Y hay otros cambios que quizá no sean demasiado importantes pero que hay que tener en cuenta. Hay un problema muy actual, que yo he notado en los concursos, y es el tema de la memoria. Cuando era chica, pensábamos que eso era algo que pasaba con la edad, como le sucedía a Alfred Cortot, por ejemplo. Pero ahora se están viendo muchos chicos jóvenes con problemas en ese sentido. Tal vez sea, como me dijo una vez Alexis Weissenberg, por la televisión. Puede ser que los jóvenes no estén acostumbrados a fijar su atención visual durante mucho tiempo en una sola cosa. De todas maneras no es demasiado importante. Sviatoslav Richter, a partir de cierta edad, tocaba con la partitura. Y Gidon, que es joven, toca siempre con la música delante. La cuestión de tocar de memoria empezó con Liszt. Pero él tocaba diez o doce obras importantes y el intérprete actual, en cambio, tiene un repertorio mucho más amplio; entonces, no se puede perder tanto tiempo en memorizar”.

El piano
“Nunca tuve la sensación de que el público se fascinara conmigo. Todavía no la tengo. Pasan tantas cosas juntas cuando uno toca. La primera, obviamente, es el interés que me produce lo que estoy tocando. La música. Después, cuando se toca con otras personas, hay un registro muy preciso de lo que tocan ellos pero, también, de sus movimientos, de sus gestos. Aunque no los esté viendo, sé cuando cierran los ojos, cuándo sonríen. Hace ya mucho tomé la decisión de no tocar sola. Es un poco misterioso. Yo no sé bien por qué. Resulta que no me gusta mucho estar sola. Y no me gusta la soledad en el escenario”. A Martha Argerich tampoco le gusta estar sola en su casa. Y mucho menos en los hoteles y en las ciudades extranjeras.
Le interesan los tratados teóricos, “saber cómo se tocaba en cada época, conocer las descripciones que otros, como Liszt, hacían de la manera de tocar de Chopin. Eso me hubiera encantado: escuchar cómo tocaba Chopin. Tratar de saber cómo era la interpretación en su época es una cuestión de respeto por el compositor que creó esa música que uno ama. No es que vaya a intentar tocar así, pero esa puede ser una fuente de inspiración”. Su relación con el piano también tiene un grado de tensión. “Puede ser el instrumento más antimusical de todos. Con otros, por lo menos hay que respirar, o hay que hacer movimientos con el arco. En cambio el piano puede ser un instrumento totalmente mecánico. Y un pianista, entonces, puede ser muy antimusical. No hacer ningún relieve, ningún fraseo, y estar tocando el piano”.
En su repertorio es difícil encontrar una pauta común. Cabe tanto una Partita de Bach (nunca todas) como una sonata de Prokofiev. Parece rechazar el concepto de integralidad. Al fin y al cabo, otro duro golpe al mercado discográfico. Las compañías deben olvidar, cuando se trata de ella, la tendencia actual de las ediciones completas. “Odio las integrales –explica–. Además, soy muy perezosa, o por lo menos poco metódica, y me resultaría muy difícil. Por otra parte, si tengo que ir a un concierto, tampoco me gusta oírlas. Me aburren horrores. Para aprender, en cambio, eso es fantástico. Las únicas integrales que hice fueron las de las Sonatas para violín y piano, de Beethoven, con Gidon, y, en dos días, la de las Sonatas para cello y piano, con Mischa Maisky. Y eso me encantó. Fue una inmersión total en ese mundo. Lo que pasa es que me parece que a Bethoven lo entiendo más que a otros compositores”. No sabe con certeza, por otra parte, cómo elije el repertorio: “En general es algo que responde a varias cuestiones: lo que a uno le piden, lo que uno tiene ganas. Es más fácil saber qué es lo que se quiere evitar”. Al principio, Martha Argerich se resiste a decir qué es lo que ella evita. Se ríe, cambia de tema. “Las evito por miedo, no por odio”, concede. “Y al que le tengo miedo es a Mozart. La expresión, en su música, es muy ambigua. A pesar de que a mí me encanta la ambigüedad, pero con él, no sé. Con Mozart me da miedo el sonido del piano moderno. Me gustaría tocarlo con un fortepiano de época, para entender un poco qué tipo de sonido es el que requiere esa música. Es interesante ver qué es lo que necesitan esos instrumentos para sonar: otro tipo de toque, otro tipo de rubato, otra agógica”.

La vida
Sus dos gatos, Ginger –un macho marrón rojizo– y Tango –una hembra negra– se pasean entre sus piernas. Y Martha Argerich dice que “nunca” supo que iba a ser pianista. “Aún no lo sé. Por ahí es un poco infantil hablar de esa manera, pero yo soy un poco infantil. Un poco, porque si lo fuera del todo no lo diría. Pero no estoy muy a gusto con mi profesionalismo. Nunca lo estuve. Tal vez, para mi vida social y mi vida afectiva hubiera elegido otra cosa. Esta es una profesión bastante anacrónica. Esta vida impide estar donde uno querría y con quien uno querría. En ese momento, se está con el cuerpito en un avión, yendo a dar un concierto. Me hubiera gustado ser médica “.
Pero hoy el tema, para ella, es la enfermedad. “A veces me olvido de que tengo melanoma. De eso se murió Sergei Rachmaninov. Ahora estoy haciendo un tratamiento experimental. En ocasiones querría negarlo, hacer de cuenta que no tengo nada. Incluso muchas veces me sorprendo diciendo que tengo una salud de hierro. Porque salvo esto, efectivamente nunca me enfermo. Pero negarlo es imposible. Todo es un poco misterioso porque el cáncer me lo detectaron un año después de la muerte de mamá y unos meses después de la muerte de mi mejor amiga. También por cáncer. Cuando me apareció por primera vez fue horrible; sentí mucho miedo. Era como una pesadilla. Yo había pensado que quería compartir un poco del dolor de mi amiga, hasta me sentía culpable por estar sana cada vez que iba a verla. Vivía en el terror. Tenía miedo de dormir. Tenía miedo de mí misma. Después pude pensar: ‘Bueno Marthita, ¿querés vivir o querés morir? ¿Qué querés?’ Y así fue. Por el momento estoy bien. Sólo tengo que tener mucho cuidado con el stress, desde todo punto de vista. Emocional y psicológico. Lo que pasa es que hago demasiado. Los dos últimos años estuve como una loca. Además tuve mucho stress emocional, sobre todo con mi vida sentimental, que es un desastre. En ese sentido estoy muy mal. Mi vida sentimental es el desierto. Lo que pasa es que, en general, no me siento establecida en ningún aspecto. Es como si estuviera siempre construyéndome. Pero pienso que eso es la vida: hasta que nos morimos estamos siempre construyéndonos”.

No disparen sobre el pianista

Publicado originalmente en Revista Teatro Colón.









El fotógrafo estadounidense Paul Strand llegó a México en 1934. La idea era realizar un libro de imágenes acerca de las costumbres y los paisajes de ese país. En ese momento, el Director de Bellas Artes era el compositor Carlos Chávez y él, junto al Ministro de Educación, Narciso Bassols, convencieron a Strand para que extendiera su proyecto e hiciera un film documental sobre los pescadores mexicanos. El guión de la película, que originariamente se llamaría Pescados, fue escrito por Strand en colaboración con Agustín Velázquez pero el libro definitivo fue desarrollado por Emilio Gómez Muriel, Henwar Rodakiewicz y quien terminaría siendo el director del film, Fred Zimmermann. Rodada ese año, con Strand a cargo de la fotografía, la película fue estrenada en 1936, con el título Redes. Fue un fracaso absoluto. Pero, con el tiempo, se convirtió en un clásico del cine mexicano. Uno de los atractivos era la música, compuesta por Silvestre Revueltas y luego convertida por él, con la colaboración de Erich Kleiber, en una suite de concierto.
La inclusión en el proyecto de este compositor, entonces director de la Orquesta Sinfónica de México, había tenido que ver, igual que su designación en ese cargo, cinco años antes, con la recomendación de Chávez, su supuesto rival. No fue la única relación de Revueltas con el cine. Entre otras bandas sonoras escribiría, en 1939, la de La noche de los mayas, de Chano Urueta, y en ¡Vámonos con Pancho Villa!, dirigida por Fernando de Fuentes en 1935, además de componer la música aparecía brevemente como el pianista de un bar. Allí tocaba “La cucaracha” y, al empezar el tiroteo –un tópico indispensable en el cine mexicano– levantaba un cartel que decía: "Se suplica no tirarle al pianista". Nacido el último día del siglo XIX en un pueblo llamado Santiago Papasquiaro, en Durango, y formado en el Conservatorio Nacional de Música de la Ciudad de México, en la Universidad de St. Edward's en Austin, Texas y en el Chicago College of Music, su carrera había comenzado como violinista y, según se cuenta, la decisión de ser músico la tomó siendo niño, cuando escuchó en la calle una banda popular. "Sí, hay un pesado lastre en todo lo que nos encadena a ese deber estúpido de dar una clase miserable para comer. Tener mujer, hijos, ser pobre, sufrir privaciones, hacer antesalas para pedir empleos, no tener para medicinas cuando se enferma el hijo, etcétera. Todo eso es muy hermoso en poesía. Es el putrefacto aliciente de los creadores que ha inventado la burguesía", escribió en unas notas autobiográficas. Silvestre Revueltas no fue, en todo caso, un personaje cómodo ni previsible. Nunca citó textualmente al folklore de su país, jamás consideró que la música debiera ser "pintoresca" ni representar como una postal a un paisaje determinado. Y sin embargo, es difícil imaginar una música más mexicana que la de Revueltas. Su sonido no muestra, en todo caso, los rasgos más aparentes (ritmos, instrumentos, melodías) sino, como quizás el cine de Ripstein, algo que está detrás: un aliento a mezcal, el gesto hosco, el humor duro.
Muerto de alcoholismo en 1940, los pocos años de su vida le alcanzaron a Revueltas para dejar una de las obras más importantes de la música americana. Fueron años en los que, como pocas veces, biografía y creación marcharon al unísono. Voluntario en la Guerra Civil Española –en el medio de la lucha se las arregló para organizar conciertos con sus obras para soldados y obreros– y secretario general de la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios, la ideología política, en su obra, lejos de estar disociada de la creación o de ser un mero revestimiento, se imprimió en los propios materiales. En las estructuras armadas a partir de superposiciones, repeticiones, estridencias y aparentes faltas de estructura, en el rechazo al pintoresquismo y en una suerte de reivindicación esencial de la cultura del pueblo hay, eventualmente, una declaración tan rotunda como la de un manifiesto. Revueltas no compuso sinfonías, óperas ni conciertos. De las formas tradicionales de la música europea, la única que cultivó fue el cuarteto para cuerdas. En cambio, escribió para el cine y fue maestro de Alex North, uno de los autores de música para la imagen más importantes que dio la industria estadounidense, compuso para la radio (8 x radio) y para grupos atípicos. La orquesta, en sus manos, se parece bastante poco a la orquesta sinfónica europea (incluso a la orquesta de otros compositores latinoamericanos, como su compatriota Chávez o el argentino Alberto Ginastera). Más allá del confesado parentesco con la estética de Debussy, de la influencia stravinskiana y de una innegable cercanía con Edgar Varèse, su música representa una especie de margen radical. Como Charles Ives en Estados Unidos –pero más lejos aun de las tradiciones y del mercado internacional–, Revueltas está en las afueras, en el borde, de casi todo. De la música europea, desde ya, pero también de las distintas formas que tomó el nacionalismo en Latinoamérica.
En un dossier sobre Revueltas publicado en el segundo número de la recordada revista Lulu, el compositor y musicólogo uruguayo Coriún Aharonián enumeraba los motivos por los que, según él, su obra podía ser valorada:
“-su extraordinaria fuerza expresiva general, su particular capacidad de carga emotiva;
-su extraño poder de provocar a la vez llanto y alegría –pero ambos profundos– en una ética de la estética (y una filosofía de la vida) muy cercana a la de su pueblo y bastante lejana de la europea de los siglos recientes;
-su inteligencia para la opción de modelos estilísticos y formales y su sabiduría para deglutirlos y asimilarlos sin tener necesidad de exhibir el conocimiento de ellos;
-su originalidad estructural, emparentada de algún modo con las búsquedas de otros colegas latinoamericanos contemporáneos;
-su creatividad y fluencia tnto en lo horizontal (melódico) como en lo vertical (armónico-contrapuntístico, para nombrarlo de acuerdo con las categorías europeas –que no son necesariamente las suyas–;
-su vivencia hondísima y entrañable de las expresiones populares de su gente (no sólo de la patria chica, sino también la patria grande latinoamericana9, aun las consideradas como más vulgares (o grotescas), aun los gestos aparentemente menores o insignificantes, aun los detalles aparentemente secundarios (como los criterios de afinación disidentes del metro patrón temperado), y su inigualable capacidad para reflejarlas (o recogerlas en esencia) en sus composiciones;
-su capacidad de ser vanguardia sin poner cara de tal;
-su amor (¿cómo diablos de las arregla para comunicarlo?);
-su humor.”
En el mismo dossier, el argentino Julio Palacio citaba a Revueltas: “Me gusta toda clase de música. Incluso puedo a veces tolerar alguno de los clásicos y algunas de mis propias composiciones, pero prefiero la música de los ranchos y los pueblos de mi país”. Y reflexionaba: “La declaración es engañosa, pues si el aporte de Revueltas se limitara a una mera transposición documental, ‘música turística’, el compositor sería un sucesor candoroso de las obras de (Manuel) Ponce, un ‘salonnier’ sin salida como tantos otros nostálgicos creadores latinoamericanos”. El secreto de Silvestre Revueltas parece estar, más bien, en su manera de retratar un México esencial y profundo, sin asomo de complacencia. El lo explicaba de esta manera: “Dentro de mí existe una interpretación muy peculiar de la naturaleza. Todo es ritmo. El lenguaje del poeta es el lenguaje común. Todos lo entienden o lo sienten. El del pintor es el color, la forma, la plástica. Sólo el músico tiene que refinar su lenguaje propio. Para mí la música es todo aquello junto. Mis ritmos son pujantes, dinámicos, táctiles, visuales, pienso en imágenes que son acordes en líneas melódicas y se mueven dinámicamente. Por eso cuando se posesiona en mí la necesidad de dar forma objetiva, gráfica, a esos ritmos, sufro una conmoción biológica total. Es mayor que el esfuerzo del parto, no por la expulsión, sino por la manera de recoger el producto y llamarlo con algún nombre…”

domingo, 17 de mayo de 2009

Feliz cumpleaños, Laura











David Raskin cuenta que Otto Preminger había pensado en una cancion de Ellington. Y que por problemas de derechos se vio obligado a pedirle a él un tema nuevo. "Tenés un día para encontrar algo mejor", dice que le dijo. Raskin llevó una carta de su mujer, que estaba de viaje, hasta el atril del piano, rasgó el sobre y comenzó a leerla mientras jugaba sobre las teclas. En la carta, como ya todos habrán adivinado, la mujer le decía que lo dejaba. Y ese fue el comienzo de "Laura", el tema principal de la película donde la bellísima Gene Tierney encarnaba el personaje de Vera Caspary. El film es de 1944. En noviembre de 1947, Frank Sinatra grabó la canción, ya con letra de Johnny Mercer, por primera vez. La orquestación, una especie de poema sinfónico en miniatura, era de Alex Stordahl y el registro fue publicado por Columbia en su tercer disco solista, Frankly Sentimental, de 1949. Ocho años después Sinatra comenzó su deslumbrante serie de discos conceptuales para Capitol. El primero de ellos en stereo fue también el primero con Gordon Jenkins como arreglador. El disco se llamaba Where are You? y, como el anterior Close to you and More (con acompañamiento de cuarteto de cuerdas escrito por Nelson Riddle) incluía sólo baladas. Una de ellas era "Laura" y Jenkins debía hacer olvidar el trabajo de Stordahl. Lo logró hasta el punto de que su orquestación para ese tema se convirtió en una de las referencias obligadas en la materia.
El 17 de mayo de 1886 había nacido Erik Satie y el mismo día, en 1990, nació mi hija Laura, cuyo nombre guarda una relación nada casual con aquella canción de Raskin y Mercer. En su homenaje, una pequeña lista de las mejores "Laura" de la historia, empezando, claro, por las dos de Sinatra.
Por Frank Sinatra, en Frankly Sentimental y en Where are You?
Por Ella Fitzgerald, con arreglos de Nelson Riddle, en Sings the Johnny Mercer Songbook.
Por Cliford Brown, en Clifford Brown with Strings.
Por Dave Brubeck, en Dave Brubeck Complete Octet.
Por Don Byas, en Jazz in Paris: Laura.
Por Benny Carter, en Cosmopolite. The Verve Oscar Peterson Sessions
Por Buddy de Franco, en Buddy De Franco-Sonny Clark Quartet.
Por Eric Dolphy, en In Europe.
Por Duke Ellington, en Hot Summer Dance.
Por Bill Evans, en trío con Eddie Gomez y Shelley Manne, en A Simple Matter of Conviction.
Por Dexter Gordon, en Sophisticated Giant.
Por Daniel Humair, René Urtreger y Pierre Michelot (idem)
Por Stan Kenton, en Artistry in Rhythm.
Por Gerry Mulligan, en Pleyel Jazz Concert Vol. 2.
Por Charlie Parker, en Charlie Parker with Strings.
Por Oscar Pettiford, en Band Studio Recordings.
Por Pete Rugolo, en Introducing Pete Rugolo.

Y, como bonus track, la versión grabada en 1959 por Astor Piazzolla junto a su quinteto neoyorquino, incluida en Take me Dancing. El sinsabor de las congas no llega a eclipsar el fantástico solo del bandoneonista, tocando de una manera en que no volvería a hacerlo, improvisando sobre los acordes, como un músico de jazz.

jueves, 14 de mayo de 2009

Viajes

El Royal Pavillion de Brighton fue un malentendido, como cuenta con gozosa –y gozable– prosa Luis Chitarroni en "Los extranjeros definitivos", el segundo ensayo de Mil tazas de té (La Bestia Equilátera). La frase "los funcionarios tienen en general predilección por el error incorregible, que en nada se parece a la equivocación", referida al remedo, en un palacio inglés, de una India más o menos inventada –y más parecida, finalmente, a China– valdría por sí sola la lectura de ese libro tan breve como exquisito. Chitarroni habla de viajeros. Felix Mendelssohn realiza un dibujo en lápiz y tinta, el 7 de agosto de 1829 (11 años después de la finalización de las obras en Brighton) al que titula "Una vista de Las Hébridas", según relata Michael Steinberg en Escuchar la razón (Fondo de Cultura Económica). Mendelssohn dibujó un árbol, el Castillo de Dunillie y las siluetas de Morven y la Isla de Morn. Al día siguiente fue a visitar la gruta de Fingal (título alternativo de su Obertura Las Hébridas). No llego a verla, sin embargo, por culpa de un ataque de mareo. Escribe Steinberg: "Cualquier registro que habite en la música sobre esa célebre gruta es un registro de algo que no ha sido visto". No importa –no aquí– discutir acerca de las capacidades descriptivas de la música. Me interesa, en cambio, la idea del viaje y, mejor aun, la del viaje imaginario. Me atrae Salgari en su escritorio inventando la selva malaya y la astucia de los elefantes que dejan a los cocodrilos en las copas de los árboles mientras son observados por calculadoras arañas con miles de ojos. Me atrae El llibro de la jungla, las cinco obras que el inclasificable Charles Koechlin compuso fascinado por el texto de Kipling (hay una fantástica versión dirigida por David Zynman, al frente de la Radio-Symphonie-Orchester Berlín y editada por RCA en 1994). Me interesan la España de Bizet (tan francesa) y el Medio Oriente delirante de La infancia de Cristo, de Berlioz o Herodiade de Massenet. Y la India de Lakhmé, de Delibes, y de los Cuatro poemas hindúes de Maurice Delage (interpretación magistral de Anne Sofie von Otter). Y, desde ya, el Oriente de la Far East Suite, de Duke Ellington, a la que cualquier rastro de etnología hubiera destruido en el acto. Algo de eso hay en el Tango de John Cage (parte de la International Tango Collection encargada por Yvar Mishakoff e incluido por Haydée Schvartz en su disco Incitation to Desire), apenas un gesto evocando una sombra imaginaria y, por eso, más interesante que la declamada y tosca verosimilitud de tanto nuevo tango porteño.

martes, 12 de mayo de 2009

Los jardines circulares (acerca de Toru Takemitsu)


Publicado originalmente en la revista La Tempestad (México)





“Los jardines japoneses se miran girando; no es posible hacerlo siguiendo caminos rectos”, dice a la cámara, aunque sin mirar exactamente de frente, Toru Takemitsu. “Los jardines japoneses –continúa– son, tal vez, mi inspiración. Allí cada cosa forma parte de un todo pero, a la vez, es algo en sí misma; una piedra, el agua que corre, el movimiento de la carpa anaranjada deslizámdose cerca de la superficie son elementos de la estructura y son, también, una piedra, el agua y la carpa que nada. Tiene que ver con cierta sensibilidad japonesa”.
En el film documental se habla de música de cine. Se proyectan fragmentos de películas con música de Takemitsu. Hablan los grandes directores con quienes colaboró. Akira Kurosawa dice: “Siempre él trabaja con el film ya completo. Es como si se le agregara otra capa de significado que, a veces, incluso, contradice ¬–lo que resulta maravilloso– lo que ya estaba en la imagen”. Hiroshi Teshigahara es aún más explícito: “Cuando sabíamos que en determinado lugar debía ir música, que en ese momento todos la esperarían, Takemitsu la colocaba un poco después. En realidad su música es el silencio y, para demarcarlo, para hacerlo notar, él coloca sonidos en algunas partes. Hay un dicho japonés que dice que una página no está en blanco hasta que no hay un trazo en ella. Para que exista el vacío tiene que existir la posibilidad del no vacío. Takemitsu crea de esa manera”. El director de Mujer en las dunas, sin embargo, cuenta algo que parece contradecir a Kurosawa. “Takemitsu se sumerge en el film desde el mismo comienzo; visita las locaciones, está en el estudio mientras se filma. Su trabajo con el film es paralelo al del director”. La contradicción es, desde ya, aparente. Kurosawa gira, mira el jardín y compone desde mucho antes de estar componiendo. Desde 1956, en que escribió la música para Kurutta Kajitsu (Fruta alocada), de Ko Nakahira, hasta 1996, el año de su muerte, compuso la banda de sonido para 93 filmes. “La razón por la que amo el cine es porque lo experimento como si se tratara de música”, decía.
La utillización de instrumentos como la biwa o el shakuhachi junto a la cita a John Dowland o la referencia casi inevitable a Debussy, al igual que su fascinación con el cine mezclada con sus miradas elípticas, sus observaciones nunca rectilíneas, tan de jardín japonés, marcan una relación dialéctica entre las tradiciones musicales del Japón y de Europa que, en realidad, está presente desde una escena fundante que, verdadera o no, es la que Takemitsu eligió para contar su historia. “Eran los últimos años de la guerra, yo estaba en la escuela y esperaba, simplemente, que la guerra terminara antes de que me reclutaran. En esos años escolares nos llevaban a hacer trabajos en el campo, junto a soldados. Y un soldado me hizo escuchar una chanson francesa. Una chanson popular, de music hall, podría haber sido cualquier cantante de moda en ese momento. No había tenido un contacto anterior con la música y ese fue el momento en que decidí ser compositor. ¿Cómo aprendí a escribir partituras? No lo sé muy bien. Creo que soy bastante autodidacta”, aseguraba, girando.
Siempre que se hace referencia a un compositor nacido en algún país ajeno a la conformación del núcleo central del canon, la cuestión de la nacionalidad y de la particularidad cultural cobra relevancia. Nadie le reclamaría alemanidad a Beethoven o Brahms –tal vez porque se considera evidente– pero todo cambia si el músico es finlandés, húngaro o, por supuesto, japonés. La pregunta es cuánto de la supuesta japonesidad de Takemitsu –su interés por el momento sonoro en sí mismo más que por los desarrollos, por lo menos en sus composiciones de la década de 1960– se encuentra en compositores no japoneses –empezando por Anton Webern– y cuánto sería identificable como oriental si se desconociera el dato biográfico de que Takemitsu nació en Tokio. Hay, sin duda, algo que el llamado Occidente identifica como característico de aquello que se llama Oriente, y sobre todo de las maneras japonesas, y que tiene que ver con cierta ceremoniosidad y con la consideración de la frontalidad como una grosería. Parte del refinamiento japonés se basa en el arte de no decir las cosas directamente sino dando rodeos –girando como si se mirara un jardín japonés–. Incluso en una novela de tema absolutamente occidental –y hasta centroeuropeo– como The Inconsoled (Los inconsolables en la edición en castellano de Anagrama) de Kazuo Ishiguro, un japonés tan occidentalizado como para escribir de mayordomos ingleses (en The remains of the day, publicada por Anagrama como Los restos del día y llevada al cine por James Ivory), los personajes giran en un laberíntico pueblo alemán o austríaco, mientras hablan de música contemporánea y de sus propios destinos –unidos inextricablemente a ella– con modales que sólo podrían ser descritos como japoneses.
En ese sentido es interesante detenerse en la utilización que Takemitsu hace de instrumentos tradicionales del Japón. El paradigma europeo de análisis musical tendió, sobre todo entre el Romanticismo y mediados del siglo XX, a reducir una obra a su estructura formal y a su armonía y sus trabajos interválicos. El timbre, como las densidades, los ataques e, incluso, el ritmo, no serían, según esa concepción, otra cosa que agregados. Que la orquestación, en el mundo de las músicas de tradición popular, siga llamándose “arreglo” no es más que una prueba de hasta dónde el timbre, según cierto paradigma, no es mucho más que un afeite, una vestimenta exterior para una esencia que descansa en otros parámetros. Lo cierto es que la historia de la música artística de tradición escrita podría leerse, entre otras posibilidades, como la historia de la materialidad del timbre. Si en una sonata de Beethoven para violín y piano (hasta cierto punto) o, llegando aún más lejos, en una de sus sinfonías o cuartetos para cuerdas, la reducción al piano podía dar cuenta de lo que se consideraba “la esencia”, en la Fantástica de Berlioz comenzaba un derrotero por el cual el timbre se iría convirtiendo cada vez más en fundamental. En Ionisation de Edgar Varèse o en Atmosphères de György Ligeti, el color no es algo más; no se agrega a la esencia sino que la constituye. Las tres biwas de Voyage o el dúo de shakuhachi y biwa en Eclipse, de Takemitsu, se relacionan con esa idea. Están lejos, eventualmente, del pintoresquismo. No se trata aquí de dar un color local sino, más bien, de bucear en la naturaleza de esos instrumentos para encontrar en ellos una nueva música. Esa búsqueda del timbre aparece también en los trabajos que Takemitsu hizo con cintas magnetofónicas. Sus experiencias con música concreta, que no se prolongaron demasiado dentro de su actividad de compositor de música de concierto, ocuparon un lugar privilegiado, en cambio, en su música para cine. Pero la imaginación tímbrica de Takemitsu no se limitó a la electrónica o los instrumentos tradicionales japoneses sino que, también, en muchas de sus composiciones para un instrumental más corriente, las combinaciones fueron originales. Por empezar, Takemitsu eligió frecuentemente uno de los instrumentos menos tenidos en cuenta por la inteligentsia musical: la guitarra. Y no sólo la incluyó en grupos de cámara y escribió para ella obras solistas, como Folios, de 1974, sino que llegó a publicar transcripciones para guitarra de canciones de los Beatles.
Como Ligeti, Takemitsu se mantuvo alejado de las modas compositivas y su estilo tuvo una evolución notable que, más que reflejar los cambios estéticos del siglo XX, reflejó un camino propio, guiado por leyes particulares. Entre sus últimas composiciones, las reunidas en Quotation of Dream y I Hear The Water Dreaming, dos de los cinco volúmenes (todo un record) que le dedicó la serie XX/XXI de la Deutsche Grammophon, conforman un muestrario de belleza e intensidad poética poco comunes. En el primero, Oliver Knussen al frente de la London Sinfonietta, con Paul Crossley y Peter Serkin como solistas en piano, brindan interpretaciones magistrales de la pieza que da título al disco (para dos pianos y orquesta), How Slow the Wind, para orquesta de cámara, Twill by Twilight – In Memory of Morton Feldman, para orquesta, Archipiélago S., (en castellano en el original) para 21 intérpretes, Dream/Window, para orquesta y Day Signal –Signals from Heaven I– y Night Signal –Signals from Heaven II– para quinteto de vientos. En el segundo, el notable flautista Patrick Gallois, junto a la Orquesta de la BBC, conducida por Andrew Davis, toca maravillosamente I Hear The Water Dreaming, y con otros solistas de la talla del guitarrista Göran Söllscher, interpreta las tres versiones de la obra que escribió como contribución a Greenpeace, Toward the Sea (para flauta alto con guitarra, con arpa y con arpa y orquesta de cuerdas), Les fils des etoiles, para flauta y arpa, And Then I Knew ‘twas Wind, para flauta, viola y arpa y Air para flauta sola.
De las obras anteriores, Ring (anillo), de 1961, es una composición ejemplar. El título remite, desde ya, a un círculo, pero es también un acróstico con las iniciales de sus cuatro secciones, Retrograde, Inversion, Noise y General Theme. La partitura casi no especifica cuestiones de velocidad, dinámica ni articulaciones. Tampoco fija el orden en que estas secciones deben ser interpretadas. Y gran parte de los detalles del ritmo y de la coordinación grupal (la obra está instrumentada para flauta, guitarra y laúd) debe acordarse, precisamente, entre los intérpretes. Además, entre sección y sección se incluyen tres interludios improvisados, a partir de algunas reglas (registro predominante, duración, dinámica, afinaciones, timbre y tempo general) y las partituras de cada uno de los músicos –inevitablemente, podría pensarse– tienen un diseño circular, que ellos pueden leer en cualquier dirección. Otros títulos, como Escucho al agua soñando, Una bandada desciende en el jardín pentagonal, Lluvia de jardín, En un jardín otoñal, Caminos acuáticos, Olas, muestran, además de su pasión por los jardines, su interés por el agua. También allí, en todo caso, los caminos son circulares y se escriben, sobre todo, en la mirada del que mira.

lunes, 11 de mayo de 2009

viola d'umore



Hay chistes de cantantes, de bajistas y bateristas. Hay de directores de orquesta. Pero de lo que más hay es de violas y violistas. Aquí se transcriben unos pocos.


Suena el timbre y al abrir la puerta uno se encuentra con diez personas en el umbral ¿Cómo se sabe que se trata de la fila de violas de una orquesta? Respuesta: Porque ninguno sabe cuándo entrar.


En una gira de una orquesta, uno de los violistas, que estudia dirección, reemplaza al conductor, afectado por hepatitis. Dirige, con éxito, una decena de conciertos. Cuando retorna el titular, él vuelve a ocupar su lugar en la fila y su compañero de atril le pregunta: "¿Dónde estuviste todo este tiempo, que no te ví?

En el medio del desierto, se ve (y se oye) a la izquierda un violista desafinado y a la derecha uno afinado. Ambos están sentados al lado de heladeritas portátiles rebosantes de bebidas frescas. ¿Hacía dónde debe ir el sediento peregrino?
Respuesta: Hacia la izquierda, porque el violista afinado es un espejismo.

¿Qué diferencia existe entre un violista y un espermatozoide?
Respuesta: El espermatozoide tiene una remota posibilidad de convertirse en músico.



Un oscuro violista. último en su fila de la Orquesta Sinfónica Vocacional de Chivilcoy, encuentra una lámpara de aceite y al frotarla para sacarle el polvo aparece un genio dispuesto a concederle tres deseos. "Quiero ser mejor músico", dice exultante el afortunado y aparece tocando, último en la fila, entre las violas de la Filarmónica de Berlín. Entusiasmado le pide al genio: "Quiero ser mejor músico aún" y, al instante, ocupa el lugar de solista de viola de la Filarmónica de Berlín. Pide entonces al genio: "Deseo ser mejor músico aún" y de inmediato aparece ocupando el último lugar en la fila de los segundos violines de la Orquesta Sinfónica Vocacional de Chivilcoy.

domingo, 10 de mayo de 2009

Conlon Nancarrow. La música de la soledad

Publicado originalmente en la revista La Tempestad (México)




Glenn Gould pensó que el disco terminaría con los conciertos. Nick Hornby contó una historia a partir de listas de discos. Y es que muchas de las historias del siglo XX podrían narrarse de esa forma. La del mexicano nacido en Estados Unidos Conlon Nancarrow, también. En primer lugar porque la coprotagonista es una máquina llamada pianola, diseñada para re-producir música (y no para producirla) y cuya explosión de consumo, en los finales del siglo XIX y los comienzos del siguiente, anticipó en gran medida la de la industria discográfica. Pero, también, porque una serie de discos, grabada a finales de la década de 1970 por 1750 Arch, un pequeño sello independiente de Berkeley, California, y una carta enviada al sello a raíz de esa colección de 41 Estudios para pianola, hicieron que esta historia en particular fuera la que terminó siendo.
“El último verano encontré en una tienda de discos de París las grabaciones que ustedes hicieron con la música de Conlon Nancarrow. Escuché esa música e, inmediatamente, me ganó el entusiasmo. Esta música es el descubrimiento más grande desde Webern y Ives…Su obra es completamente original, disfrutable, constructiva y, al mismo tiempo emocional. Para mí, es la mejor música de cualquier compositor vivo”, decía la carta. Y quien la firmaba, ese fan tan parecido a los de High Fidelity, encontrando alguna clase de nueva verdad en una tienda de discos, era el compositor György Ligeti. El fue quien comenzó a difundir esa obra secreta, escrita por un ex combatiente de la Brigada Abraham Lincoln en la Guerra Civil Española que vivía con su tercera esposa en Las Aguilas, un suburbio del DF. Y él fue quien logró, en 1982, que se le concediera el MacArthur Genius Grant, un premio de 300.000 dólares por año mantenido durante un lustro. Samuel Conlon Nancarrow había nacido en 1912 en Texarkana, Arkansas, y murió en 1997. Durante su último año de vida, apenas podía conversar contestando con monosílabos. Su muerte pasó desapercibida para casi todos. Podría decirse que también así pasó su vida, y sobre todo esa extraña obra que, con discreción aparente, pone en tela de juicio varios de los presupuestos inconmovibles del arte a partir del Romanticismo –presupuestos que, en muchos casos, las vanguardias se ocuparon de mantener–.
Las caleidoscópicas construcciones sonoras de Nancarrow estuvieron rodeadas de silencio. Aun así, algunos, cada tanto, descubrieron la riqueza que había en ellas. Uno fue John Cage, que en 1960 convenció a su pareja, el coreógrafo Merce Cunningham, para que utilizara una composición de Nancarrow en una obra llamada Crises. Elliot Carter consiguió que New Music Editions publicara el Estudio N° 1 pero recién cinco años después de que Nancarrow se lo enviara. Y Harry Partch lo visitó en México, aunque sin que haya ningún testimonio de que en algún momento lo haya considerado seriamente como un compositor. Y eso fue todo. Después, en 1969, Columbia realizó un disco con algunos de los Estudios, pero la calidad sonora fue tan mala que obligó a que la grabación fuera retirada de catálogo inmediatamente. Y en 1976, el compositor envió al sello Nonesuch una cinta con algunas de sus composiciones para pianola recibiendo como respuesta apenas una pregunta: ¿Era necesario que le enviaran la cinta nuevamente o podían destruirla?
Que Cage se haya fijado en Nancarrow, en todo caso, resulta bastante significativo. Porque fue precisamente Nancarrow quien llevó a un punto extremo de radicalidad las críticas que John Cage había puesto en escena con sus obras. Porque si Cage había ideado composiciones que dejaban descolocado o convertían en inútil el modelo de arte romántico, el virtuosismo de los intérpretes, el modelo de circulación fijado por el concierto burgués y los criterios de valor corrientes en el campo de la música artística de tradición escrita, Nancarrow, directamente, había escrito piezas que prescindían por absoluto de todo ello. Composiciones sin intérpretes, sin conciertos y sin posibles nuevas versiones. El sociólogo Pierre Bourdieu analiza algunas de las costumbres ligadas al consumo de arte en relación con la acumulación de capital e introduce la noción de acumulación de capital cultural. El placer del arte está asociado, según Bourdieu, a cierta información –ese capital cultural acumulado– acerca de obras, artistas, épocas y escuelas. Saber acerca de las circunstancias de composición de una obra, o, en el caso de la música, de una determinada interpretación, no sólo contribuye al placer por la obra sino que, directamente, lo constituye. De hecho, la mayoría de las conversaciones que los melómanos sostienen alrededor de la música y de su valor, ponen en juego esos saberes altamente simbólicos: qué cantante interpretó antes –y mejor– esa aria, en qué año Toscanini dirigió esa sinfonía, e, incluso, los detalles de la vida privada de Sviatoslav Richter o Maria Callas que lo definen a él, al melómano, como alguien “que sabe”. Es decir, nada demasiado diferente de lo que sucede con los fans de algún artista pop. Ni unos ni otros se consideran oyentes comunes y ambos basan su distinción en aquello que saben sobre el artista. Es decir en aquello que sin ser la obra construye, sin embargo, la “buena escucha” de esa obra. Y la música de Nancarrow, esas breves piezas escritas directamente sobre rollos de pianola, excluye esa clase de acumulación de capital –aunque tal vez no otras, más ligadas al descubrimiento del artista de culto, de lo secreto o de lo excéntrico–.
Pero Nancarrow también pone en tela de juicio las estéticas dominantes en las academias a mediados del siglo XX. En parte por su utilización del ritmo, donde la complejidad, en lugar de a su disolución –como en el serialismo integral– conduce a su intensificación, y por un linaje que remite más a Fats Waller, Earl Hines y Art Tatum que a Anton Webern. Pero, sobre todo, por su reconocimiento (un reconocimiento compartido por los primeros compositores de música electrónica) de la imposibilidad del intérprete para habérselas con determinado grado de dificultad. El serialismo había arribado a un punto imposible, paradójico y sin retorno, donde cuanto más importante era, para el compositor, la precisión absoluta en matices y duraciones, menos fiable era la interpretación y en que, a mayores exigencias de la escritura, aparecían mayores incapacidades prácticas. ¿Cómo lograr que la duración de un sonido fuera exactamente doce veces menor que la del anterior y siete mayor que la del próximo y que simultáneamente se tocaran sonidos con intensidad diferente –y exactamente mensurada– y con modos de ataque también distintos? En el serialismo, mucha música pensable no era ni interpretable ni escuchable. Nancarrow, en cambio, partía de la base de que mucho de lo que podía ser pensado –y, en particular, escuchado– no era factible para personas pero sí podía serlo para un instrumento mecánico. El había comenzado como trompetista de jazz y sabía que la clase de complejidad rítmica que lograban pianistas como Hines y Tatum en la improvisación era imposible de reproducir mediante la codificación en una partitura y una posterior decodificación de un intérprete. La soledad de Nancarrow, eventualmente, estaba prefigurada en ese arduo trabajo de composición realizado literalmente sobre la materia, que implicaba más de un año de labor para lograr unos cinco minutos de música (aunque cinco minutos cargados con una densidad de información increíble).
La totalidad de sus estudios fue grabada por el sello alemán Wergo y editada en cinco Cds. Para hacerlo, se trasladaron equipos de grabación digitales a su estudio, donde Nancarrow tenía la vieja pianola Ampico de 1927, reformada por él mismo, para la que escribió la gran mayoría de su obra. El contrapunto –en un nivel de abstracción y, al mismo tiempo, de eficacia sonora sólo comparable a los de Bach o Händel–, el ritmo entendido como materia –y no como variable de la melodía o la armonía– y el efecto de multiplicación –de fractalidad, diría un matemático– convierten a esa música no sólo en una de las más trascendentes del siglo pasado sino en una de las más gratas, seductoras e interesantes. Algunas otras composiciones –tres cuartetos para cuerdas, un trío para clarinete, fagot y piano, unas pocas piezas para piano y dos obras para pequeña orquesta, escritas en 1943 y 1985– marcan su relación con el mundo de la interpretación humana. Pero, a partir de la década de 1990, un grupo de músicos dio una nueva vuelta de tuerca a su música mecánica al comenzar a tocar transcripciones de sus estudios para pianola. En ese sentido, el pianista Yvar Mikhashoff, que realizó la mayoría de esas transcripciones, y el Ensemble Modern, que las registró con la conducción de Ingo Metzmacher, señalaron un nuevo standard para la práctica musical al volver posibles esas piezas que habían partido de la idea de la imposibilidad. Su música humana, por otra parte, nunca tuvo demasiada suerte. El compositor mexicano Julio Estrada recuerda, por ejemplo, la frase del clarinetista Anastasio Flores ante la partitura del Trío: “Van a pensar que estamos borrachos si tocamos esto”. Estrada es, precisamente, uno de los que ubica al compositor en un lugar de privilegio y lo compara con Silvestre Revueltas “si se entiende a ambos bajo el signo del genio musical y la combatividad política y que comienzan a ser hoy unánimemente distinguidos fuera y dentro del país como nuestros grandes músicos del siglo”. La similitud, en realidad, va más allá. Ambos fueron mexicanos en un sentido esencial y alejado de cualquier pintoresquismo de postal. Uno, Silvestre Revueltas, tuvo, en todo caso, la astringencia del tequila. El otro, Conlon Nancarrow, militante comunista en Estados Unidos y compositor sobre rollos de pianola en Las Aguilas, tuvo esa clase de distancia con los lugares comunes de su época que sólo podía lograrse en los márgenes. Márgenes que, en este caso, él mismo trazó, por fuera del mercado y de las academias. La música de Nancarrow es, en muchos aspectos, la música de la soledad y, como imaginó Malcolm Lowry, tal vez no haya mejor lugar que México para la soledad de los nacidos en otras tierras.