viernes, 30 de octubre de 2009

El mundo en una sinfonía


Hoy a la noche, a las 20.30 y en el Teatro San Martín, la Sinfónica Nacional junto a un coro francés y con la dirección de Alejo Pérez, hará la Sinfonía de Luciano Berio. Escrita entre 1968 y 1969 es, tal vez, una de las explicitaciones más poderosas de cómo una obra es, por lo menos, dos obras a la vez: la que fue en su tiempo y la que la historia construyó con ella. Debe haber pocas composiciones más "de época" que esta sinfonía que incluye en su interior a Levi-Strauss, a Joyce y a Beckett, a un movimiento completo de la Sinfonía No. 2 de Mahler, y al sonido de los Swingle Singers, ese octeto vocal que hacía versiones semijazzísticas de obras de Johann Sebastian Bach y al que imitaban desde Burt Bacharach (en la música de Butch Cassidy and the Sundance Kid) hasta la argentinísima propaganda de la F-100. Y pocas composiciones como ella han resistido al tiempo y, como la "Revolution" que en esos mismos años cantaron los Beatles, pueden seguir siendo actuales. El programa se completa con Atmósferas, de György Ligeti, y Four Sections, de Steve Reich, y es la apertura de la décimotercera edición consecutiva del Ciclo de música contemporánea del Teatro San Martín. La fragilidad que la escena nacional depara a los emprendimientos que se alejan, aunque sea mínimamente, de las corrientes centrales del mercado, ha hecho que este ciclo, que efectivamente hace unos años el eterno director del San Martín estuvo a punto de suspender y fue "salvado" por el apoyo de los medios y de su público, con algunos conciertos memorables pero, también, con sus obvias repeticiones, sus arbitrariedades y nepotismos explícitos, sus omisiones flagrantes y su insistencia sobre estéticas cuya modernidad exhibe desde hace años la fecha de vencimiento, fuera mucho menos discutido de lo que hubiera debido serlo. Como si las únicas posibilidades fueran su aceptación en bloque o la descalificación absoluta, y como si cualquier observación que pudiera hacerse pusiera en peligro la propia existencia de un espacio indudablemente valioso. Los diarios no son un buen lugar para los matices y hay que dar gracias, apenas, a que en la Argentina, mal que mal, se dedique en ellos un lugar significativo a la cultura y los espectáculos no masivos (lo que no sucede en la mayoría de los países latinoamericanos). Creo que este blog, en cambio, es un ámbito posible para esa discusión pendiente.

sábado, 24 de octubre de 2009

El Nuevo testamento











Publicado originalmente en Revista Teatro Colón.


András Schiff dialoga con Martin Meyer. La última pregunta se refiere a cómo deben ser interpretados los glissandi de octava en el final de la Sonata Op. 53, dedicada al conde Ferdinand von Waldstein. La respuesta de Schiff, en el folleto del quinto de los volúmenes de la extraordinaria integral de las Sonatas para piano de Beethoven editada por el sello ECM, condensa algunos de los elementos que la convierten en uno de los mayores acontecimientos en la historia de la interpretación de esta “obra de obras” que el director Hans von Büllow definió como “El Nuevo Testamento”, cuando aún no había transcurrido medio siglo desde la muerte del compositor. “Exactamente como Beethoven lo escribió”, dice Schiff y aclara: “Y en el caso de la Op. 53 su manuscrito ha sobrevivido. Es verdad que no es fácil, y que era un poco más confortable en un fortepiano de la época de Beethoven, pero el efecto buscado sólo puede obtenerse de esa manera. Y para la apoteosis en trinos, en la coda, naturalmente se necesita un sonido todo lo mágicoy brillante que sea posible. En suma, estoy absolutamente de acuerdo con György Ligeti: la Sonata “Waldstein” es un punto de llegada en la historia musical y, al mismo tiempo, un punto de partida que abre nuevos e imaginativos mundos sonoros”.

En ese texto se tienden líneas en tres direcciones: el filologismo –el manuscrito original como fuente–, las prácticas historicistas –el conocimiento acerca de cómo sonaría la obra en un instrumento de época y las posibilidades de aplicarlo a un piano actual– y la mirada contemporánea –la idea, compartida con Ligeti, acerca de la proyección de la obra hacia el presente. Y es que, en efecto, esas preocupaciones aparecen en las versiones de Schiff, donde el detalle y la rigurosidad más extrema condicen con una fuerza y una claridad interpretativa que abreva tanto en las grandes tradiciones del siglo XIX como en las más nuevas, aportadas por pianistas como Robert Levin o Andreas Staier. Y parte de su detallismo en relación con el sonido puede deducirse del hecho de que haya decidido no usar un mismo instrumento para todas las obras: para las sonatas más virtuosísticas, Schiff utiliza un piano Steinway y para aquellas que requieren una sonoridad más densa, un Bosendorfer.

“Las obras de Bach y Mozart todavía me parecen un territorio virgen. Con las Sonatas de Beethoven siento que me confronto con una fuerte tradición interpretativa que se remonta hasta Liszt”, dice. Su lectura, en la que resulta fundamental la idea de gran relato dentro del cual cada sonata es apenas un paso, es, tal vez, la única que se anima a incorporar las enseñanzas del historicismo y a explorar poéticamente el inmenso campo interpretativo que se abre a partir de la literalidad más radical. El resultado implica una especie de paradoja. Schiff concibe el ciclo de las 32 sonatas como un cuerpo integrado y, sin embargo, nadie como él diferencia tanto cada una de ellas. Hay características que ya estaban en sus formidables versiones de la música para piano de Leos Janacek o, junto al genial cellista Miklos Perenyi, de las Sonatas para cello y piano de Beethoven (también publicados por ECM), en sus interpretaciones de la obra pianística de Bartók (para el sello Philips), en su memorable Schubert (Decca) o en aquellos discos donde, muy joven, acompañaba con sutileza y complicidad al tenor Peter Schreier en los ciclos de canciones de Schubert. Ni el fraseo extraordinariamente puntilloso, ni el respeto por las voces internas, ni el detalle de cada trino y apoyatura son nuevos en él. Lo nuevo, en todo caso, es esa sensación de narración que Schiff consigue establecer a lo largo de las sonatas. Las ya publicadas cubren el territorio que va desde las juveniles, con su particular tensión entre la frescura y, en ocasiones, el gesto de virtuosismo altanero, con el anticipo de los duelos con la forma y con la materia musical –incluso con el instrumento– de las composiciones tardías, hasta las del llamado “período heroico” –concepto que, por otra parte, Schiff se ocupa de discutir.

En un campo que incluye, como referencia obligada, al pionero Arthur Schnabel –a pesar de la precariedad de las grabaciones, realizadas en los años treinta–, a Claudio Arrau, Alfred Brendel y Maurizio Pollini, la edición de ECM, que comenzó a publicarse en 2005, involucra ocho volúmenes con las 32 Sonatas para piano más los movimientos alternativos –como el Andante favori, que ocupa su lugar junto a la “Waldstein”–. Los registros fueron realizados íntegramente en vivo, y la distribución de las obras responde de manera estricta al orden de composición. El ordenamiento, por otra parte, da preeminencia a la coherencia interna por sobre cualquier lógica comercial. El primer volumen, por ejemplo, incluye un segundo CD de sólo 30 minutos, para incluir allí la Op. 7 y reforzar la idea de unidad estilística entre las primeras cuatro sonatas. Y en la quinta entrega, lo mismo sucede con la “Waldstein” y el Andante favori, ubicados en un CD extra de 38 minutos para no romper su ligazón con las tres sonatas del Op. 31. Cada uno de los volúmenes cuenta con un folleto en el que el pianista dialoga acerca de las obras incluidas. Esos textos son, en realidad, verdaderos ensayos en que la profundidad del análisis se ve enriquecida por la perspectiva práctica, corporal, del intérprete. Las ilustraciones de las tapas, reproducciones de la serie Pinturas cartográficas, del artista checo Jan Jedička –variaciones sobre un tema dado, podría pensarse–, dan una idea, por otra parte, de la concepción de esta integral en que la unidad del todo resulta tan importante como la diferenciación de las partes. Schiff, un pianista nacido y educado en Budapest, es alguien que no se presentó en concursos, que no actuó en el Carnegie Hall antes de cumplir 20 años y que, posiblemente, no está entre quienes electrizan con su gestualidad. No lo necesita. Es, simplemente, un pianista perfecto.

viernes, 23 de octubre de 2009

Errores de contenido


Franz Schubert, autor de la Misa, la sinfonía y el cuarteto










El artículo fue publicado ayer en La Nación y se titulaba "Para redescubrir el clasicismo vienés". Allí, el periódico entrevistaba a Martin Haselböck, quien dirigió, anoche, a la Orquesta Wiener Akademie y al Coro Sine Nomine, en un concierto para el Mozarteum Argentino, que se repetirá hoy, en el que se incluyen el Stabat Mater de Franz-Joseph Haydn y la Misa No. 2 de Franz Schubert. Una de las preguntas (o más bien afirmaciones) del artículo era: "Se complementará el programa con la Misa de Schubert". Y la respuesta, según la traslación de quien escribió la nota, era "Es otra gran obra maestra". Es posible que el error haya nacido en un problema de edición, que el número de la misa se haya saltado en algún punto entre la escritura y la publicación. Y también es posible que no. Que la periodista del caso no supiera que hablar de "la Misa de Schubert" es como nombrar a la Sinfonía de Beethoven, a la Cantata de Bach o al Concierto de Mozart. Si así fuera, sería imperdonable. Porque aun cuando se admita que quien escribe sobre algo (economía, fútbol, música o literatura) no necesita algún conocimiento específico en la materia, existe Internet. Y, a esta altura del partido, habiendo las posibilidades que hay de chequear casi cualquier dato, los errores de contenido no se deben simplemente a falta de conocimientos sino a desidia.

jueves, 22 de octubre de 2009

Musicólogo que paraliza


Un musicólogo italiano sembró el pánico: "Para Elisa" no sería de Beethoven. El nombre del catedrático ya es de por sí significativo: Luca Chiantore. Y si quien lo sabe canta, Chiantore no se sabe muy bien qué canta porque su argumentación descansa en que no existe un manuscrito completo de la bagatela firmado por Beethoven. El señor Ludwig Nohl, que fue quien la editó, habría falseado la autoría atribuyéndola a su tocayo cuando en realidad lo único que tenía entre manos era un borrador. Pero resulta que no hay uno sino dos borradores de "Para Elisa" y uno de ellos, más allá de las desprolijidades a veces indescifrables de su ilustre autor, es la partitura de la obra tal como se la conoce (o desconoce).

miércoles, 21 de octubre de 2009

Habitar (Morton Feldman)










Publicado originalmente en La Tempestad (México)


Dicen, los que piensan en el espacio, que el tiempo no le es ajeno. Decía, Morton Feldman, que durante un período corto se podía pensar en la forma de una obra musical pero, después de una hora y media, la cuestión era la escala. Y tanto la forma como la (su) escala remiten al espacio. Dijo, Martin Heidegger, en Darmstadt –una ciudad que devino meca de la creación musical– y en 1951, “al habitar llegamos, así parece, solamente por medio del construir; éste, el construir, tiene a aquél, el habitar, como meta”, y reflexiona acerca de las diferencias entre la antigua palabra  sajona “wuon” –permanecer, residir– y el gótico “wunian”, que expresa de un modo más claro la idea de permanencia al relacionarla con el estar satisfecho y en paz. Se construye para habitar, y cuando, como en el caso de Morton Feldman, se construye en el tiempo, con el tiempo como materia, lo que se produce, mucho más que música para ser escuchada –¿cómo podría escucharse un cuarteto de cuerdas que dura cinco horas y media y cuya dinámica no excede jamás el mezzopiano?–, es música para ser habitada. Para llegar a ella. Para transitar por sus meandros, para ir y venir, para esconderse, recostarse, abrir los postigos o cerrarlos, osurecerla o iluminarla, mirarla o tantearla a ojos cerrados; para inundarse con ella o para jugar, por momentos, a ignorarla. Incluso las partituras de Feldman hablan del espacio y sus transformaciones; del construir para habitar.

  El compositor, en uno de sus textos reunidos en Essays (Begginer Press, 1985) dice del Schubert tardío, que en él “la transición de una idea musical a otra no es sólo evidente, sino demasiado evidente” y agrega que “como un mal jugador de póker, Schubert siempre muestra las cartas. Pero la falla misma, el fracaso mismo es su virtud. En el fracaso vemos toda la ingenuidad, todo el genio del artista”. La mención explicita, en realidad, algo que Feldman hace en su propia música: dar  a las transformaciones una entidad en sí misma. Para él (como se insinúa en algunas de las últimas obras de Schubert, el Quinteto en Do, el Cuarteto en Sol, la Sonata D 960) las transiciones no son tales: se convierten en objetos. Un pequeño motivo de tres notas va cambiando lentamente, se va convirtiendo en otra cosa, pero como en la travesía de Moisés, lo importante es, más que llegar a la tierra prometida, el ir hacia allí.

  Suele emparentarse a Feldman con John Cage y en un punto –la reflexión sobre el tiempo y el espacio, en particular– tal relación podría tomarse como cierta. Sin embargo, la obra de Cage es capaz de independizarse de su sonido. El concepto, en muchos casos, permanece presente aun cuando la obra no tenga lugar. De hecho, algunas de sus composiciones, cuyo efecto dependía de la irrepetibilidad, pueden contarse e, incluso, contadas es como mejor sobre viven. Toda nueva “ejecución” de 4’33” resulta, por ejemplo, bastante patética, con sus reverentes cageianos en éxtasis, mientras que, en cambio, su relato es, todavía, eficaz a la hora de dar cuenta de la obra. Se puede discutir durante horas acerca del concepto de temporalidad y de medida en Cage sin haber estado presente en ninguna interpretación pública de 4’33” (las privadas suelen ser involuntarias) mientras que tal cosa es imposible en el caso del Segundo Cuarteto para cuerdas o de Rothko Chapell. No es que no sean obras conceptuales sino que esos conceptos anidan –habitan– en la experiencia sonora.

  Como Giacinto Scelsi, Feldman comenzó a ser más tenido en cuenta a partir de su muerte. La falta de algo que los ideologizados cincuentas pudieran identificar con la ideología lo relegó a una suerte de segunda fila, detrás, por ejemplo, de Cage, para quien el no tener ideología fue siempre una ideología evidente. Pero en los 70, cuando la fe en las grandes causas –y en el Gran Arte– cayó en pedazos, la figura de este autor emergió como la de un gigante dormido; alguien que había estado componiendo silenciosamente y guiado por algo que las ideologían blandas no tendrían mucho problema en idealizar: la intuición. Cabe señalar, no obstante, una excepción. En la Argentina, y en gran parte por la divulgación un tanto mimética realizada por el compositor Mariano Etkin, Feldman fue siempre un compositor influyente. Lo que, claro, no resultó demasiado bueno teniendo en cuenta las características tumorales de su estética: es casi imposible ser feldmaniano sin convertirse en una copia, obviamente desmejorada, del modelo. Más interesado en los sonidos que en quienes los producen, Feldman renegó explícitamente de la exhibición virtuosa. Cultivó, asimismo, las partituras gráficas –y el amor por el grafismo– y, en obras como Durations Series para diversos grupos y en Between Categories, para dos cuartetos conformados, cada uno de ellos, por campanas tubulares, piano, violín y cello, cada uno de los intérpretes debe tomar decisiones  musicales independientemente de los otros, por lo que el resultado es aleatorio.  Los otros rasgos en común de su obra son la lentitud y la condición cercana al silencio. En propias palabras del compositor: “La música debe parecer que flota; que no tiene ninguna dirección, uno no debe saber cómo está hecha; debe parecer que carece de cualquier clase de dialéctica. Los oyentes no deben ser condicionados acerca de cómo deben oír. Ese es el problema. Mucha música escucha por su público”. En los setenta comenzó a escribir más música orquestal, en parte porque a comienzos de la década residió en Berlín y muchas orquestas europeas le comisionaron composiciones. Pero, sobre todo, en esa época, sus obras se hicieron desmesuradas: el primer Cuarteto, con una hora y media de duración, el mencionado Segundo Cuarteto, de cinco horas y media, For Philip Guston, de cuatro horas.

  En un ensayo en que habla, sobre todo, de pintura, Morton Feldman dice: “Nos enseñan a pensar en la música como en un lenguaje abstracto –olvidamos cuán funcional es, cuán vinculada se halla a ese otro espíritu, sea literario o una metáfora literaria de la técnica. ¿Puede decirse que la gran música coral del Renacimiento es abstracta? Por cierto que no. Josquin, que poseía el genio de envolver una coloración musical espléndida en torno a la palabra devota, usa la música para transmitir una idea religiosa. Boulez la usa para impresionar y asombrar al intelecto representando las que parecen ser las cumbres de la lógica humana. Se da por sentado que la Gran Fuga de Beethoven está integrada por componentes abstractos que forman un todo musical también magníficamente abstracto. Hace muy poco que he comenzado a escucharlo como lo que de verdad es, un himno tormentoso y muy literario –una marcha dedicada a Dios. ¡La música no puede ser tan abstracta si sirve para tan diferentes y a la vez precisas funciones!”. En ese texto, el compositor reflexiona acerca de la emoción ante la “experiencia abstracta”. Allí dice, además, que “completar una obra de arte no es hacer un paquete, ‘expresar los propios sentimientos’, ‘decir una verdad’. La obra completa es simplemente la eterna muerte del artista. ¿No es acaso cualquier obra maestra una escena de muerte? ¿No es por eso que queremos recordarla, porque el artista está mirando hacia atrás cuando ya es tarde, cuando ya todo pasó, cuando se la ve finalmente como algo perdido?”. Tal vez por eso, como Rothko, Feldman no acaba las obras. Más bien las deja.

   “Hay una clase de quietud que se experimenta cuando nada pasa, pero hay otra clase de quietud que tiene lugar cuando algo –algo enorme– sucede”, escribe el musicólogo Paul Griffiths en sus notas para el disco con la versión que Marek Konstantynowicz realizó de The Viola in My Life para el sello ECM. Los cataclismos llevan, también –e incluso obligan– a la quietud. Cuando Feldman compuso esta serie de cuatro obras, entre agosto de 1970 y marzo del año siguiente, llevaba dos décadas trabajando con diferentes clases de notación indeterminada. En estas piezas, en cambio, todo está pautado: las notas, sus duraciones y velocidades. Los tempi apenas cambian entre pieza y pieza e indicaciones como la que Feldman escribe en la segunda, “extremadamente silencioso; todos los ataques al mínimo, sin sensación de  golpe”, son claras del paisaje que el autor construye.  Las cuatro piezas están escritas para viola en diversas combinaciones instrumentales. Con flauta, violín, cello y percusión en la primera; junto a flauta, clarinete, celesta, percusión, violín y cello la segunda; con piano en la tercera y, en la cuarta, con orquesta. En The Viola in My Life hay algo de doméstico, de hogareño, ya desde el título –un instrumento en la vida de alguien, en lo cotidiano, podría pensarse– y desde las circunstancias extramusicales de su dedicatoria a Karen Philips, su pareja en ese entonces, hasta la propia leyenda de la viola, subsumida por los violines por un lado y el cello por otro a un lugar de virtual anonimato o, mejor, de privacidad. Si Rothko Chapell, para coro, cantantes solistas e instrumentos, habita una capilla o, tal vez, se convierte en el sagrario que el oído habitaría, The Viola in My Life es la música espacial por antonomasia, no porque se refiera a ningún espacio en particular ni porque haya sido pensada como ambientación de lugar alguno sino porque dibuja un espacio en sí misma. No hay nada aquí de la música escultórica o de las obras mobiliarias de Erik Satie. Mucho menos de los inanes neomuzaks de Brian Eno. En esta obra cuyas cuatro piezas funcionan como tenues movimientos hacia una elegante elusión final, hay una especie de pequeño temblor, de balanceo. No es el espacio el que cambia sino nuestra forma de mirarlo, de percibirlo, de habitarlo. Feldman define, a su manera: “Las situaciones se repiten a sí mismas con cambios sutiles más que con desarrollos. Hay un hiato entre la expectativa y la realización. Como en los sueños, no hay liberación hasta que no despertamos. Y eso no es porque el sueño haya terminado”.

 

jueves, 15 de octubre de 2009

El sentido




Wilhelm Heinrich Wackenroder






En la Edad Media, la música se pensaba como un arte menor –aunque al mismo tiempo irresistible–, por su carencia de sentido propio (es decir de palabra). En el Renacimiento, bella paradoja, desde ese mismo paradigma e intentando imitar la palabra con la música, surgieron los géneros instrumentales escritos y autónomos (es decir especulativos en su forma). El Romanticismo invirtió la ecuación medieval –o llegó a formular esa inversión que venía fraguando desde el siglo XVIII–. No porque no creyera en el sentido de las palabras sino porque veía que la música, lejos de quedarse corta frente a él, iba aún más allá. Enrico Fubini, en una conferencia sobre "La música instrumental en el pensamiento romántico", brindada en el marco de la maestría de Estética y Creatividad Musical, del Institut Universitari de Creativitat i Innovacions Educatives de la Universitat de Valencia (las conferencias fueron editadas en forma de libro por la propia Universidad, en 1999), cita un texto del escritor Wilhelm Heinrich Wackenroder (1773-1798). "De acuerdo con una poética ampliamente compartida por buena parte de los románticos –dice Fubini– el escritor teoriza con absoluta claridad la superioridad de la música instrumental sobre la vocal". La cita de Wackenroder pertenece a La particularidad y profunda esencia de la música y es ésta: 
"Cuando todos los movimientos más íntimos de nuestro corazón rompen, con su solo grito, los envoltorios de las palabras, como si éstas fuesen la tumba de la profunda pasión del corazón, en ese preciso momento aquéllos resurgen, bajo otros cielos, en las vibraciones de cuerdas suaves de arpa, como una vida del más allá, llena de belleza transfigurada, y celebran su resurrección como formas de ángeles [...] Un río que fluye delante de mí puede servir de comparación. Ningún arte humano puede representar con palabras ante nuestros ojos el fluir de una masa de agua agitada de manera variada por sus miles de olas, ya planas, ya onduladas, impetuosas y espumosas; la palabra puede sólo contar y denominar visiblemente las variaciones, pero no pueden representar visiblemente las transiciones y las transformaciones de una gota en otra. Y lo mismo ocurre con la misteriosa corriente que fluye en la profundidad del alma humana: la palabra enumera, denomina y describe las transformaciones de esta corriente, sirviéndose de un material ajeno a ella; la música, por el contrario, nos hace fluir ante los ojos la propia corriente. Audazmente, la música toca su misteriosa arpa y traza en este oscuro mundo, pero con orden preciso, signos mágicos, precisos y oscuros, y las cuerdas de nuestro corazón resuenan y comprendemos su resonancia."

miércoles, 14 de octubre de 2009

Progreso y reacción




Richard Strauss









Se ha hablado aquí de reacción y progreso, esos términos que, como civilización y barbarie, nos enseñaron a dividir el mundo en dos. Como siempre en música, es mejor escuchar que otra cosa. Y entre el sábado y el lunes habrá ocasiones para hacerlo; para tomar posiciones o no pero, sobre todo, para disfrutar (creo). Los próximos 17 (a las 20.30) y 18 (a las 17), en el Centro de Experimentación y Creación del Teatro Argentino de La Plata (TACEC) se presentará Fábula, una obra subtitulada "ópera de bolsillo", con música de Oscar Strasnoy y dramaturgia de Alejandro Tantanián basado en un texto de Italo Calvino, en la que participarán el contratenor Daniel Gloger y el violista Garth Knox. Y el lunes 19, dos intérpretes extraordinarias, la soprano Carla Filipcic-Holm y la pianista Haydée Schvartz, dedicarán un concierto a los estertores del Romanticismo Alemán. El recital será a las 20.30 en el Templo de la Comunidad Amijai, contará con el auspicio de la Fundación Szterenfeld y allí convivirán quienes llevaron el romanticismo hacia su propio abismo, como Gustav Mahler, de quien se escucharán tres canciones basadas en poemas de Friedrich Rückert, quienes partieron desde el romanticismo hacia otros rumbos, como Alban Berg (Siete Canciones tempranas) y quienes se asomaron tempranamente a otros rumbos pero eligieron, finalmente, el romanticismo (un romanticismo fuera de todo tiempo y medida) como Richard Strauss, de quien se interpretarán las geniales Cuatro últimas canciones.

sábado, 10 de octubre de 2009

Thriller











El estreno en la Metropolitan Opera House, el pasado 21 de septiembre, fue bastante controvertido. Hoy, en casi todo el mundo (Buenos Aires quedó afuera por una interna y un ajuste de cuentas entre funcionarios de cultura del des-Gobierno de la Ciudad pero se verá en Mar del Plata), se transmitirá una función en alta definición y en pantalla cinematográfica. La obra es una de las piezas de mayor eficacia dramático-musical del repertorio, Tosca, de Puccini. Y el director de esta puesta, Luc Bondy, dice a Le Monde: "Tosca no es un mito; es un thriller".

jueves, 8 de octubre de 2009

(el volar es) para los pájaros



Publicado originalmente en La Tempestad (México).




Podría imaginarse un gran movimiento cósmico. Una de esas figuras en la que dos órbitas se acercan progresivamente, sin llegar a tocarse y, de golpe, comienzan a alejarse. Y, si se tratara de una novela de Stephen King, de uno de esos gigantescos enfrentamientos entre el bien y el mal fermentados durante siglos, el lugar señalado habría sido Woodstock. Allí, en 1969, las órbitas casi chocaron. El mercado y las rupturas estéticas, ese motor que venía funcionando en tensión con él desde hacía por lo menos cuatro siglos, se reconocieron entre sí, compartieron espacios y llegaron, incluso, a marchar casi juntos durante un tiempo. Jimi Hendrix y su explosión del timbre y de las leyes narrativas del blues era vivado por una multitud de adolescentes. Estaba en las radios. Era popular.

  El terremoto, como siempre, había tenido antecedentes, tendría ecos y posteriores remezones. Un año antes, Jerry Goldsmith había compuesto una banda de sonido enteramente atonal, desde el comienzo hasta el fin, para una pelicula de entretenimiento, insospechable de vanguardismo, llamada The planet of the apes. Y los Beatles, ya en 1967, habían colocado a Stockhausen no sólo en la tapa de un disco –Sgt. Pepper– sino en el horizonte de las operaciones musicales posibles dentro de una supuesta canción pop. Pero había sido el propio Woodstock, un pequeño pueblo en el estado de Nueva York, donde la música artística de tradición escrita había llegado a su punto de no retorno. El 29 de agosto de 1952, en el Maverick Concert Hall, David Tudor había estrenado una nueva composición de John Cage. El concierto había contado con el patrocinio de la Benefit Artists Welfare Fund y el público era una audiencia interesada y familiarizada con el arte de vanguardia. Aun así, 4’33” había sido un escándalo. “La gente empezó a susurrarse cosas y algunos se pararon para irse. Ninguno se rió. Más bien se irritaron cuando se dieron cuenta de que no iba a pasar nada. Aún hoy no lo han olvidado”, comentaba Cage, casi tres décadas después.

  Cuatro treinta y tres no es necesariamente una composición para piano. En realidad puede ser interpretada por cualquier instrumentista o cualquier grupo de instrumentistas siempre y cuando se cumplan ciertas condiciones: su división  en tres movimientos –que suman los cuatro minutos con treinta y tres segundos del título–, separados por la señal de un reloj; la utilización de una partitura (en el estreno fueron varias hojas manuscritas por Cage, con música efectivamente escrita para la ocasión) cuyas páginas son dadas vuelta cada vez que comienza un movimiento; y, sobre todo, que el ínterprete o grupo de intérpretes no toquen ningún sonido en sus instrumentos durante la obra. Cuatro minutos treinta y tres es una obra silenciosa. O todo lo contrario: una obra cargada con la imposibilidad del silencio. El día del estreno, en el primer movimiento sonó el viento entre las hojas y, en el segundo, algunas gotas de lluvia que comenzaron a caer. Y, claro, el mismo público. Un compositor que se oponía a la idea de composición había compuesto una obra que no estaba compuesta. Como estaba en contra de la idea de repertorio había diseñado algo que no podía entrar en el repertorio y como polemizaba con los intérpretes pergeñó una música que no podía ser interpretada. John Cage discutía también el tiempo y esa obra tenía una duración totalmente arbitraria (más adelante Cage dijo, en un reportaje, que en ese momento ya ni siquiera indicaría un tiempo preciso). Cuestionaba la idea del sonido reglamentado y lo omitía, rechazaba la repetición y esa era una obra que no podía (o no debía) repetirse –, ponía en tela de juicio el rito del concierto burgués y esa era una “composición” que jamás podría congeniar con ese rito.

  Cage (”jaula”, en inglés) solía jugar con el sentido de su apellido. “A un periodista en Illinois que me pidió que condensara toda mi filosofía en una fórmula, le contesté que cualquiera fuera la jaula de la que saliera se encontraría dentro de ella (es decir, dentro de Cage)”, contaba, por ejemplo. Y sus históricas conversaciones con Daniel Charles en el Museo de Arte Moderno de París, el 27 de octubre de 1970, y otras posteriores, realizadas entre fines de ese año y comienzos del siguiente, fueron publicadas en forma de libro con el título Cage. For the Birds (existe traducción castellana, publicada por Monte Avila, como Para los pájaros). Allí, Cage afirma: “Varèse contribuyó mucho a aclimatarme a la idea de un universo sonoro ilimitado. Por refinados que sean los timbres de un Schönberg, nunca nos alejan de la cifra ‘doce’…En tanto que con Varèse, y cualesquiera que hayan sido sus veleidades ‘organizadoras’, se siente que todo es posible. Lo cual no impide que, en su obra, se advierta con frecuencia la decisión de dominar los sonidos o los ruidos; de doblegarlos a su voluntad, a su imaginación […] Lo que yo buscaba era, en un sentido, más humilde: sonidos, sin más. Sonidos puros y simples”, decía Cage.  En esa frase aparecen con claridad sus filiaciones y sus diferencias. Fue alumno de Schönberg –quien afirmó de él que tenía “más inventiva que genio”– y compuso, al comienzo de su carrera, con series de doce sonidos –aunque subdividiéndolas en pequeños grupos estáticos de manera de enmascararlas por completo–. Y fue, desde ya, un aplicado estudioso de Varèse –sobre todo de su Ionisation–. Pero ellos intentaban “doblegar” los sonidos y Cage no. Cage iba, en todo caso, mucho más lejos.

  Tal vez era por eso que 4’33” producía (produce) tanto enojo. No proponía una nueva concepción de la organización rítmica (como La consagración de la primavera), ni de la armonía (como el atonalismo), ni de la tímbrica (como Varèse), ni de la estructura (como el serialismo). No rompía explícitamente con ninguna de las maneras tradicionales de hacer música sino que, simplemente, las combatía a todas al mismo tiempo. Se enfrentaba directamente con la idea de lo que es la música y, sobre todo, con la única vaca sagrada vigente desde la Edad Media. Con el monstruo que las vanguardias europeas, lejos de atacar, habían convertido en un dios totalitario y prepotente: el compositor. Este demiurgo era capaz de someter a intérpretes y oyentes a los desafíos más inusitados, se atrevía a pautar hasta el límite de lo realizable (y también más allá) sus deseos y llegaba al extremo con la música electrónica, en la que ya no era necesario ningún intérprete en absoluto. Cage, en cambio, rompía la idea del autor. Lo que John Cage diseñaba no era sólo un nuevo arte sonoro, plasmado más en el espacio que en el tiempo, sino una nueva manera de componer: para él, crear podía ser proponer un espacio y una situación determinados, de modo que el compositor (el que organizara ese material que sonaba así, todo junto, ahí mismo, por primera vez) fuera el oyente. Pero además, si las vanguardias habían necesitado de sistemas para discutir sistemas, también en ese sentido la revolución de Cage era inédita. Porque discutía la institución del concierto con una obra que no podía tocarse en concierto; se enfrentaba con los hábitos de los melómanos con una composición cuya interpretación no podía ser discutida, ni comparada, ni coleccionada; problematizaba los medios masivos de comunicación con cuatro minutos y treinta y tres segundos imposibles de difundir. Y por último, pero no menos importante, componía, por primera vez, algo por lo que era imposible cobrar derechos de autor.

  Pero 4’33”, es, también, otra cosa. Es la creación de un continente para que la audición, como creadora, pueda ser puesta en primer plano. Es cada uno,  con su oído, quien compone la pieza. No sucede algo demasiado distinto en las obras en las que se combinan distintas radios sintonizadas al azar y situadas en un recorrido determinado de manera que lo que suene –además de irrepetible, distinto para cada oyente– dependa de las elecciones de quien escucha (es decir quien se desplaza por ese recorrido a la velocidad que quiere, deteniéndose si lo desea, acercándose o no a las fuentes emisoras de sonido). Cage es, en muchos aspectos, un perfecto conglomerado de rasgos de época: el orientalismo, cierto rechazo a la intelectualidad “occidental” construido con severo intelectualismo, la relectura de la historia invirtiendo jerarquías (Satie por encima de Beethoven, por ejemplo), el culto a la indeterminación y el azar. Es, también, el inventor de esas maravillosas pequeñas orquestas de percusión contenidas en el piano preparado (y de obras maestras como las Sonatas e interludios para ese novedoso instrumento) y el productor de ocasiones sonoras casi mágicas, como sus piezas para piano de juguete. Pero, sobre todo, y quizás a su pesar, se ha convertido en uno de esos nombres que, con su sola mención, alcanzan para reoresentar toda una idea. Actuó en un momento y un lugar en particular en que órbitas divergentes estuvieron tan cerca (en que el yin y el yang casi se tocaron, podría haber pensado el orientalista Cage) que todo podría haber explotado. Fue, en algún sentido, el creador de una nueva categoría musical, la de las obras para ser contadas. Es, como muchos de los iconos del siglo XX, alguien mucho más nombrado que conocido. Pero la paradoja tal vez estuviera ya contemplada en su obra. Una obra cuyos efectos revulsivos –e inevitables– son en gran medida independientes de su audición. “En música, deberíamos contentarnos con abrir los oídos”, decía Cage. “En un oído abierto a todos los sonidos, ¡todo puede entrar musicalmente! No sólo las músicas que juzgamos hermosas, sino la música hecha por la vida misma. Gracias a la música, la vida tendrá cada vez más sentido. Pero para que así suceda, en cierto modo hay que renunciar a la música. O, por lo menos, a lo que llamamos música. Con la política sucede lo mismo. Y entonces bien puedo hablar de la ‘no política’, tal como al hablar de mí se habla de ‘no música’. ¡Es el mismo problema! Si nos aviniéramos a dejar de lado todo lo que se intitula ‘música’, ¡la vida entera se transformaría en música!”. Es cierto; nada volvió a ser como en Woodstock. Pero, curiosamente, nada podría ser, nunca más, como antes de Woodstock. 

martes, 6 de octubre de 2009

El progreso de la reacción



Tan Dun, o la inversión de un escándalo famoso.








En varios de los comentarios a la entrada "Mes de revoluciones" y, también, en algunos de los que surgieron a partir de "Descendamos y confundamos sus lenguas", y en particular en la crítica del libro The Rest is Noise, de Alex Ross, publicada por El Periódico de Catalunya, donde Félix de Azúa legitima en ese libro su disgusto con mucha de la música del siglo XX y con lo que llama, igual que Duteurtre, autor de Requiem pour une avant-garde, las "vanguardias institucionales", circulan algunos temas que, por otra parte, también rescata recientemente Gustavo Fernández Walker en Las vacas de Wisconsin van al matadero, hasta ahora la última entrada de su excelente blog. Aquí transcribo un artículo, publicado originalmente en la revista Otra Parte, que ronda los mismos tópicos.

EL PROGRESO DE LA REACCIÓN
Por Diego Fischerman

El miércoles 30 de enero de 2002 hubo en París un pequeño escándalo. En la apertura del Festival Présences, organizado por Radio France, se estrenó “Tigre y dragón”, una pieza para violoncello, video y orquesta del compositor chino Tan Dun. La obra era la adaptación de la música de la película Crouching Tiger, Hidden Dragon, de Ang Lee, con la que el año anterior había ganado el Oscar a la mejor banda sonora original. Y parte de los asistentes reaccionó con violencia.  El festival había sido, hasta ese momento, territorio indiscutido del IRCAM –Institut de Recherche et Coordination Acoustique/Musique–,fundado por Pierre Boulez. La obra de Tan Dun nada tenía que ver con las estéticas de lo producido en ese centro y con lo que siempre había programado Radio France y el hecho de que abriera el festival, según algunos, sólo podía deberse a una provocación. París ostentaba una buena tradición en materia de batallas campales por causas musicales, empezando por la más famosa de todas, la del 29 de mayo de 1913, cuando se estrenó La consagración de la primavera por Les Ballets Russes con coreografía de Nijinsky y música de Igor Stravinsky. Pero esta vez era diferente. No se trataba de los sonidos de la revolución perturbando los oídos reaccionarios sino, aparentemente, de todo lo contrario.

Siete años antes, el escritor Benoit Duteurtre había publicado Requiem pour une avant-garde, que acaba de ser reeditado (Les Belles Lettres, 2006) con un agregado inusual: las notas aparecidas en diarios y revistas a partir de su primera impresión. En la introducción a la nueva edición, el autor dice: “(se) suscitó una polémica violenta, sobre todo en la prensa francesa donde ciertas publicaciones eminentes se comportaron como brazos armados de la vanguardia institucional. Tal como lo había explicado anticipadamente en las páginas que siguen, estos censores no dudaron en sacar a relucir mecánicamente todo su arsenal difamatorio para impedir cualquier debate, dando a entender que mis sospechosos ataques provenían de un complot y de manipulaciones reaccionarias…”

Duteurtre defiende a quienes podrían ser asociados con nuevos usos de la tonalidad y de la idea clásico-romántica de narratividad musical –Henrik Gorecki, John Adams, Giya Kancheli, Philipp Glass– y algunos de los vanguardistas a quienes reconoce alguna clase de espiritualidad o trascendencia –principalmente György Ligeti– mientras que su enemigo declarado es Boulez, a quien define como “principal teórico y militante de la vanguardia atonal”. Su libro bien puede leerse como parte de la misma tendencia que pusieron de manifiesto los nuevos (o los viejos) aires llegados a Radio France en 2002 –de hecho saluda con algarabía esos cambios, propiciados por René Koering, director de Radio France entre 2000 y 2004. Los argumentos del escritor no son originales y el objeto de sus ataques no es del todo claro. En todo caso, se opone, con el nombre de “vanguardia atonal”, a todo aquello que le suena feo y atribuye su existencia, entre otras causas, al complejo de la burguesía por los pecados pasados y a su miedo a volver a no entender a Van Gogh. Pero lo interesante de su libro es otra cosa. Hay un punto donde se junta con El alma de Hegel y las vacas de Wisconsin, publicado por Alessandro Baricco también en 1995 (editado en castellano por Siruela, 1999) y con el pensamiento de uno de los dos protagonistas de la novela Amsterdam, editada por Ian McEwan en 1998. Clive es un compositor inglés, que se considera heredero de Ralph Vaughan Williams y a quien, visiblemente, la crítica considera conservador. Más exactamente: reaccionario.

“Durante la década de los setenta, cuando él empezaba a ser conocido –escribe McEwan– la música atonal y aleatoria, las series (aquí la traducción publicada por Anagrama es otra y me tomo la libertad de corregirla), la electrónica, la desintegración del acorde (otra diferencia de traducción) en el sonido –todo el proyecto modernista, de hecho– se habían convertido en la ortodoxia enseñada en las escuelas. Sin duda eran los defensores de este canon, y no él, los reaccionarios”. El párrafo dice más o menos lo mismo que asegura Durteutre cuando, al referirse a los “herederos autodesignados” de Stravinsky, Schönberg y Debussy señala las “aventuras de escritura convertidas en gramática y alfabeto”.  O, dicho de otra manera, la “reacción” ocupando la vieja función de la vanguardia, al agitar las aguas de un medio ya altamente previsible, donde el mingitorio de Duchamp es observado con respeto sacramental por los turistas y el silencio de John Cage se estudia en los más conservadores de los conservatorios.

Baricco es un poco más violento –y más inteligente– que Duteurtre. Se preocupa menos por tratar de aparecer como árbitro del buen gusto y se limita a enunciar, con aparente desapego, lo siguiente: “La música contemporánea, hoy, es sustancialmente una realidad mantenida en pie artificialmente. Es un organismo en coma que algunas máquinas homologadas mantienen con vida…La lírica tiene un público, las obras de la gran tradición clásica tienen un público, hasta la música antigua tiene un público. Esto no basta para asegurarles una independencia económica sino que basta para justificar que se acuda en su ayuda. Lo bueno de la música contemporánea es que, se quiera o no, no tiene un público. Ni siquiera el terrorismo cultural de los años sesenta y setenta consiguió encauzar hacia ella auténticas pasiones. El público sigue sin entenderla, la evita, cuando la cosa va bien la tolera…esto no quiere sonar como un juicio, tout court, sino que es la simple constatación de un fenómeno: el vistoso distanciamiento que se confirma ya desde hace tiempo entre la música contemporánea y el público de la modernidad…” Sobre ese “público de la modernidad” que, sin embargo, no lo es de la llamada música contemporánea, McEwan tiene, también, algo que decir:  “Cuando las historias de la música del siglo XX en Occidente fueran definitivamente elaboradas, el éxito se atribuiría al blues, al jazz, al rock y a las tradiciones en constante evolución de las músicas populares. Tales formas demostraban sobradamente que la melodía, la armonía y el ritmo no eran incompatibles con la innovación. En la música que podría denominarse artística, sólo a la primera mitad del siglo se le atribuiría una importancia relevante, y apenas se salvarían de la mediocridad unos cuantos compositores, entre los que Clive no incluiría al último Schönberg ni a músicos `por el estilo’”. Podría pensarse que el “público de la modernidad”, ya desde el Renacimiento, gustaba de los desafíos. De las estéticas que lo retaran y, sobre todo, de aquellas cuya comprensión lo distinguiera de las masas. Y para esto, claro está, debían ser desafíos de los que pudiera salir airoso. ¿Qué clase de distinción podía otorgar un arte cuyas reglas no estaban claras de antemano y con respecto a cuyo valor no era posible esgrimir un cuerpo de conocimientos seguro? En ese sentido, la observación de McEwan es acertada, por lo menos para describir el comportamiento de ese “público de la modernidad” que encontró en Piazzolla, Keith Jarrett o Björk la medida de su afán de dificultades. Ya se sabe, el encanto de las revistas de acertijos matemáticos pasa por el hecho de que sean difíciles de resolver. Es decir, que no todos puedan resolverlos; que la obtención del resultado correcto pueda distinguir a unos de otros. Pero, ¿quién compraría una revista de acertijos en la que no pudiera resolver ni uno?

No obstante, y más allá de su irrelevancia en términos de mercado, sí hay un público para la música contemporánea y, como la resistencia de las cucarachas a los insecticidas, lo sucedido en su tronco central a lo largo del siglo XX puede tratarse de una evolución indeseable para muchos pero, a esta altura del partido, innegable. Y también es cierto, desde ya, el rechazo que una gran parte del público melómano siente hacia ella. Más allá de las intenciones de Duteurtre, Baricco y, del otro lado, Boulez –o su discipulo y protegido, Philipp Manoury, que es uno de los que contesta a Duteurtre en el apéndice de la nueva edición de su libro– y de las necesidades de unos y otros de demostrar que los equivocados son los otros –y de alzarse con los subsidios sin los cuales ni unos ni otros existirían–, lo cierto es que se plantea un problema que la música no comparte con ninguna de las otras artes y que podría resumirse más o menos de la siguiente manera. Tal como sucedió con la literatura, con las artes plásticas y, más tarde, con el cine, la música aspiró, a partir de las primeras décadas del siglo XX, a la ruptura de las leyes que la habían regido durante aproximadamente cuatro siglos. Pero, a diferencia de lo sucedido con la literatura y las artes plásticas, al primer momento de rechazo no sucedió otro de aceptación. O, por lo menos, no en los términos en que lo había anticipado Schönberg, al prometer cien años más de supremacía musical alemana gracias al dodecafonismo y al vaticinar que algún día los cocheros silbarían melodías atonales. En la literatura está el arte y está el mercado de los best sellers pero, en general, no hay confusión entre ellos. Nadie, en todo caso, discute a Joyce o a Beckett. Por otra parte, Faulkner pudo integrar ciertos recursos de Joyce a formas más asimilables a la narratividad tradicional y nadie lo llamó reaccionario por eso. Tal vez porque el gusto por la música se sostiene en un sistema imaginario en que los sentimientos y la idea de su transmisión es mucho más fuerte que en otras artes, o porque sus usos están mucho más ligados, desde siempre, a lo cotidiano –canciones de cuna, canciones de trabajo, de guerra y de amor, bailes y rituales sociales, pedidos a los dioses y alabanzas–, allí  nunca terminó de plasmarse el paso de una organización basada en tensiones y distensiones y la idea de sucesión basada en pies rítmicos más o menos regulares o, por lo menos, identificables como tales, a un sistema en que el sonido no fuera otra cosa que sonido.

Una prueba es que aun quienes disfrutan con la música contemporánea no han reemplazado con ella a las otras músicas. Para ciertos usos –para respetar cierto pacto acerca de lo que es la música– siguen estando, como siempre, Schumann y Bach o, eventualmente, pueden haber aparecido Thelonious Monk, los Beatles, Radiohead o ciertos músicos de tradición escrita que mantuvieron con cierta estabilidad algunos de esos parámetros que sostenían ese pacto, en particular la idea de un ritmo organizador: Stravinsky, Bartók, Shostakovich, Villa-Lobos, Britten, Prokofiev, y algunos de los compositores más jóvenes, educados sentimentalmente en la era del rock progresivo, como John Adams, Martín Matalón, Louis Andriessen o Heinrich Goebbels. La reacción al cambio de quienes ocupaban los lugares de poder estético –y de poder a secas– en las primeras décadas del siglo pasado llevó a que las vanguardias, no bien tuvieron acceso a ese poder, se abroquelaran en él y constituyeran verdaderas fortalezas guiadas por una buena mezcla de la vieja idea del compositor heroico e incomprendido, heredada del Romanticismo, y los nuevos aires de responsabilidad y militancia, aportados por el sartrismo. Quienes se sintieron excluidos, hoy, posmodernismo mediante, encuentran un cierto espacio para la venganza. Pero la pregunta que plantean no es desestimable: ¿es cierto, como la Academia enseñó en Francia, Alemania y países ideológicamente afines como Argentina, que toda música que se asome a la tonalidad es irremisiblemente reaccionaria? El pensamiento adorniano y las teorías evolucionistas diseñaron una historia altamente causal, en que una determinada concatenación de hechos (Bach, Mozart, Beethoven, Liszt, Wagner, Mahler) sólo podía desembocar en Schönberg, Berg y Webern y, más tarde, Boulez, Stockhausen y el IRCAM. Y tal vez allí esté el error. Quizá esa música contemporánea execrada por muchos de los que aman escuchar música –y aun de los que aman las rupturas estéticas del siglo XX en otras artes– no sea la continuación de la vieja idea de música. Es posible que sea una evolución, en un sentido casi biológico. Una rama nueva, surgida de allí pero incapaz de sustituirla. Simplemente una nueva forma de arte sonoro tan inútil para cumplir las funciones que el ser humano sigue esperando que cumpla la música como capaz –e insuperable en su capacidad– de producir nuevos usos y nuevos placeres.

 

domingo, 4 de octubre de 2009

Nacida el 9 de julio







Hoy, a las 5 de la mañana, murió Mercedes Sosa. Fue una de las grandes cantantes del siglo XX, formó parte de uno de los movimientos de renovación de la música popular más importantes de su época y cantó, en la última mitad de los sesenta y durante toda la siguiente, algunas bellísimas canciones como nadie podría volver a cantarlas jamás. Al regresar a la Argentina, luego de haber sido prohibida por la última dictadura militar, se convirtió en un símbolo de la canción popular argentina en su totalidad. Y, de alguna manera, terminó quedando prisionera de su propio personaje y, también, de la progresiva pauperización del repertorio. En los últimos años no encontró, en todo caso, los productores discográficos o los directores artísticos capaces de guiarla en un camino que le hiciera justicia. Transcribo aquí un reportaje que le hice en 1996, para uno de los primeros números del suplemento Radar, de Página/12.



La nena de guardapolvo blanco va caminando a la escuela. En invierno se muere de frío y, más cerca del verano, el calor resulta difícil de aguantar. Hay acto en la Escuela Libertador San Martín. Ha faltado la profesora de música y hay que cantar el Himno. La voz de la directora ordena: “Sosa, al frente y dé la nota”. Mercedes Sosa dice que siempre la hacían cantar, aunque ella era terriblemente tímida. Fueron sus compañeras de escuela las que la convencieron, años después, para presentarse en un concurso de LV12, la radio de Tucumán. “Fui, canté ‘Triste estoy’ de Margarita Palacios y se acabó el concurso. Gané, claro”, aclara con picardía. “En aquella época imitaba a Lolita Torres, por quien tenía adoración”, comenta hoy Mercedes Sosa y, para confirmarlo, canta –lo hará varias veces a lo largo de la entrevista–, con una voz aniñada, una inverosímil españolada de los años ‘50 (“Un castillito de arena, yo he levantado en la playa”). “Cuando gané el concurso me di cuenta de que no tenía repertorio; sabía sólo dos canciones. Entonces empecé a aprender lo que se escuchaba en todas partes. Principalmente folklore. El folklore que estaba de moda también llegaba de Buenos Aires; el otro, el que cantábamos todos los días, no era para cantar en la radio.” Y da como ejemplo: “Para un tucumano siempre será más significativo eso de ‘Cielo de amanecer, que va pintando los cerros’. Por muy famosa que sea ‘Luna tucumana’, es poco representativa para nosotros”. Cuenta que así fue como se convirtió en la cantante del peronismo: “Cada vez que iban los jerarcas sindicales de acá me llamaban para cantar”
–¿Era peronista?
–Mi familia era peronista. Yo no sabía. Pero cuando estuvo Evita en las afueras de Tucumán, inaugurando un hospital, fue una emoción muy fuerte verla. Con esa belleza... Alguno se va a reír de mí por lo que digo, pero ella fue muy importante para la gente. Cuando murió, se sufrió mucho. Nosotros le habíamos mandado una carta, pidiéndole unos anteojos para mi hermana Chocha. Y nos llegaron dos pares. Esas cosas mis padres no las olvidaban.
¿Cuándo deja de sentirse peronista?
–Yo no sabía nada de política. Tampoco sé ahora, pero la gente cree que sé mucho. Una vez, en el 58, me tocó ser jefa de mesa en las elecciones. Uno de los fiscales, un muchacho radical, me explicó el asunto de los votos anulados: que no podían votar con el carnet del peronismo. Y claro, todos los viejitos, pobrecitos, venían con el carnet porque en esa época todavía estaban acostumbrados a cuando había que usarlo para todo, para hacer cualquier trámite, para conseguir trabajo. Tuvimos que llegar a un acuerdo con los fiscales de hacer de cuenta que no veíamos cuando sacaban el carnet, porque si no, pobrecitos, les teníamos que anular el voto a todos. En fin, eso me parecía que era culpa del peronismo. Por esas cosas dejó de gustarme.
¿Y cómo llega al comunismo?
–Por un amigo que me pasaba libros. Yo no sabía que él era comunista cuando me prestó Así se templó el acero de Nikolai Ostrovsky, que era de los tiempos del Stalin ese, y el librito me deslumbró. Cuando me mudé a Mendoza, al nacer mi hijo Fabián, empecé a relacionarme con artistas e intelectuales y me sentí en mi ambiente por primera vez. En Tucumán estaba muy sola; no tenía con quién hablar. Leía. Leía cosas como El hombrecillo de los gansos (de Jakob Wasserman). ¿Con quién iba a charlar de eso?
Premiada a principios de 1996 por la Unesco (dentro de una selecta lista que incluye a Dimitri Shostakovich, Leonard Bernstein y Alberto Ginastera); elegida, junto a un puñado de estadistas y pensadores (entre ellos Mijail Gorbachov), como miembro del Consejo Mundial de la Tierra; mujer del año para la Unicef; condecorada con la Orden de Comendador de las Artes y las Letras por el gobierno de Francia; ciudadana ilustre de Suecia, Holanda, Francia, Brasil, España y de su ciudad natal, Mercedes Sosa ha cantado en casi todos los países del mundo. Ha actuado en salas como el Concertgebouw de Amsterdam, la Philharmonie de Berlín, el Olympia de París o el Lincoln Center neoyorquino. Algunos la han definido como la voz de la humanidad, en Europa la llaman la madre de América y Fito Páez la nombró alguna vez como el alma de este país.
Su próximo proyecto (“si me dan permiso, porque ésas son músicas muy sagradas, muy secretas”) será la grabación de cantos de las poblaciones indígenas de Argentina. A veces habla con la cadencia y las palabras que pueden esperarse de una artista internacional, de alguien que se codea con lo más selecto de la intelectualidad europea y americana. Otras veces, su tono se hace lento, muestra una cierta ingenuidad y se parece a esa supuesta abuela provinciana que un porteño podría imaginarse al verla caminando por una calle. Por ejemplo, cuando cuenta que una vez, en Berlín, viendo una representación de Carmen de Bizet, asistió a un “gallo” del cantante que representaba al torero. Hubo amagues de abucheo pero en seguida la sala chistó pidiendo silencio. El amigo que estaba sentado a su lado le dijo entonces que los artistas también se enferman. Y ella lo repite ahora, casi como un ruego. “Los artistas somos personas”, dice, y recuerda cuando se quedó muda en el Royal Albert Hall o cómo tuvo que ignorar al público, no mirarlo en ningún momento, para poder cantar en 1982, después de años de exilio, en el Teatro Opera de Buenos Aires. Ahora, casi medio siglo después de debutar en una radio provincial, acaba de “volver” al folklore, con un disco dedicado íntegramente a ese género. El título (Escondido en mi país) viene de una canción de Gustavo Patiño incluida en el álbum, y se refiere precisamente al folklore. Se grabó en vivo (“con todos los músicos tocando juntos, porque yo pedí que se hiciera así, para evitar la soledad terrible que significa ir a poner la voz sobre algo que ya fue grabado”) y es un disco que la hace sentir “orgullosa”.
“Es el mejor disco que he hecho. Uno siempre dice del último disco que es el mejor, pero éste es así, nomás. No me costó nada. En un solo día grabé siete canciones. Lo disfruté como pocos de los que he hecho. Y en Alemania, en Holanda, en Francia, en España, en Suiza, lo van a amar más todavía que a los anteriores. Porque ellos me ven como un símbolo de América latina.”
Esa vuelta al folklore, ¿significa un retorno a un tipo de canción más identificado con la militancia?
–La Mercedes Sosa más intensa fue la del disco de homenaje a Violeta Parra, en 1974. Con un texto fuerte, caliente como era ese tiempo de barricada. Nosotros en Argentina siempre hemos tenido una poesía distinta. Los chilenos eran más subversivos. Los poetas acá siempre han sido más tranquilos. Tejada Gómez era el más duro, imagínese. Pero aquél era otro momento. Yo creo que Escondido en mi país es un disco en el que, musicalmente, me acerco más al interior del país. Allí la gente sigue amando el folklore. Con empecinamiento. La gente no se deja rematar lo que le pertenece. Es la música de su paisaje, a la que se acostumbró de chica. Y no la encuentra en la televisión, en los programas de las radios no está. Cuando llega el verano y empiezan los festivales, la gente se encuentra allí.
¿Cómo es la relación con ese país, con ese paisaje, cuando está de gira?
–Me quedo encerrada en el hotel. Y necesito desesperadamente volver a Buenos Aires. No soy yo la única artista que se queda encerrada en el hotel, muchos cantantes lo hacen. Los músicos disfrutan más, porque salen a pasear. Ellos, si se enferman, no tienen que salir a poner la cara ahí adelante. Imagínese que, para los cantantes, el instrumento es uno mismo, una cosa muy brava. Cualquier cosita hace que la voz ya no salga como tiene que salir. Por eso prefiero quedarme en el hotel y escucho música.
Y cuando está en Buenos Aires, ¿extraña a Tucumán?
–A Tucumán ya no tengo motivos para extrañarla porque mi madre está ahora aquí conmigo. A mi provincia voy cuando mi mamá está allí. Para eso es que tengo el auto, porque acá me manejo en taxi. Voy por la Ruta 34, saludando a la gente, todos me conocen: en las estaciones de servicio, en los paradores de la ruta. Eso me gusta. Un día Mirtha Legrand me dijo que quería venir conmigo. “Si yo sola tengo un problema con todos los que me saludan, imagínese si vamos juntas”, le contesté y nos reíamos las dos. Pero yo amo Buenos Aires. En París es imposible conseguir una entrada para un concierto si uno no está abonado desde hace meses. Acá tenemos la suerte de tener un Teatro Colón, al que vienen los grandes artistas y está al alcance de la mano. En esta ciudad hay de todo y mucho más accesible que en otras partes. Y además aquí salgo, ésta es mi ciudad. Cuando tuve que vivir en Europa fue difícil, porque hay que volver rápido para no acostumbrarse. Yo necesito estar aquí porque necesito cantar con verdad. Y para cantar a la Argentina, había que estar en Argentina. Pero para mí aquí es Buenos Aires.
El lugar público, ¿la aprisiona como mujer, la obliga a representar siempre un mismo personaje?
–Es que este camino no lo tomé para vender discos, ésta es mi manera de pensar y no ha cambiado. Yo como artista tengo todo el derecho del mundo a entrar o salir de un repertorio determinado, a elegir unas canciones u otras. Pero en cuanto a mi manera de pensar, no cambio. Sigo creyendo lo mismo con respecto a las desigualdades con que vive el mundo. Mi mirada sobre el mundo es de preocupación, y no sólo sobre los países más pobres, porque en los otros no todo lo que reluce es oro, no se vaya a creer. Y los premios internacionales son por eso, por mi forma de pensar, por mi compromiso. Si yo hago una canción, ¿qué voy a pensar que van a darme un premio? Para mí el premio es llegar a la gente, o que la canción me guste a mí.

sábado, 3 de octubre de 2009

Desnudez










Laurence Equilbey dirige un coro extraordinario, llamado Accentus, que se dedica a grabar repertorios nada obvios. Por ejemplo, la música coral de Arnold Schönberg, en un álbum magnífico, junto al Ensemble Intercontemporain –que acompaña al coro en Friede auf Erden, Op. 13 e interpreta la Kammersymphonie Op. 9–, que incluye también una transcripción para coro de Farben. Entre sus discos hay dos, además, llamados Transcriptions I y II, donde hace versiones de composiciones como el Adagietto de la Sinfonía No 5 de Mahler o Pasos en la nieve, de Debussy. Pero hay dos de sus ediciones (todas fueron publicadas por el sello francés Naïve) que me seducen en particular, las dedicadas a dos de las las más importantes –y bellas– obras sinfónico corales de la historia, pero sin orquesta. La versión original del Stabat Mater de Dvorak, con acompañamiento de piano –una brillante Brigitte Engerer– y la versión doméstica del Requiem alemán de Johannes Brahms, estrenada en Londres en 1871, con piano a 4 manos (nuevamente Engerer, aquí junto a Boris Berezovsky). Acepto, en todo caso, la metáfora del sentido común, que identifica riqueza tímbrica con vestimenta, y me maravillo, en estos casos, con la desnudez.

jueves, 1 de octubre de 2009

Mes de revoluciones


















Varias generaciones fuimos educadas en el paradigma de las revoluciones. "Esa música no aportó nada", me decía mi padre sobre obras que, sin embargo, le gustaban. Le costaba, como a tantos otros, acomodar sus gustos a sus teorías. Y es que no parecía haber lugar para diferenciar entre lo importante y lo bello. "El único Louis Armstrong que cuenta es el del Hot Five y el Hot Seven", se ha dicho –y yo mismo lo he dicho– teniendo en cuenta ese momento en que el trompetista fue revolucionario y no aquel en que, seguro de sí mismo, con mejor técnica y tecnología de grabación muy superior dejó, en los 50, discos impecables como el dedicado a W. C. Handy. Ambassador Satch, con una mayoría de temas grabados en vivo en Amsterdam y Milán, en 1956, y recién editado localmente (se vende a un tentador precio de $25) pertenece a esta categoría. El big bang fue importante. Y la nieve sobre el mar, en Ushuaia, es bella. Hubo épocas en que hubiera dado todo para ser testigo del big bang –de alguno de ellos: nobles decapitados, tomas de palacios de invierno–. Ahora elijo, sin duda, leer sobre esas gestas mientras miro la nieve sobre el mar. Si se piensa en la música, Free Jazz, de Ornette Coleman junto a Eric Dolphy, fue un disco importante, pero ni siquiera fue el mejor disco de free jazz. Y Two of a Mind, de Gerry Mulligan y Paul Desmond, no cambió absolutamente nada en la historia del jazz. "No aportó nada", salvo, en todo caso, su propio sonido y el placer que puede depararle al oyente. Free Jazz está entre los discos que se nombran en los listados y en los posibles envíos a hipotéticas islas desiertas . Es un disco que hay que tener, pero que difícilmente se escuche. Two of a Mind no figura en ninguna lista. Y sin embargo uno lo escucha cada vez que puede. Es posible que en la música de tradición europea y escrita ese desfasaje entre belleza e importancia no exista. O que el paradigma de lo nuevo sea allí tan fuerte que anule cualquier gusto por lo obsoleto, lo menor o lo meramente decorativo. De hecho, Schönberg tuvo que inventar un complicado artilugio para justificar, en el artículo "Brahms el progresivo", su gusto por quien era visto como un conservador. No obstante, allí están composiciones de genial anacronismo, como las Cuatro últimas canciones de Richard Strauss, inmensamente más deseables que la escucha –inútil– de 4'33" de Cage, para complicar las cosas. Por no hablar de esas óperas de argumentos idiotas, horriblemente orquestadas e infinitamente estandarizadas en su forma que, sin embargo, sólo necesitan de una voz –una gran voz– para volver a obrar el sortilegio de emocionarnos, tan luego a nosotros, que jamás deberíamos emocionarnos con ellas.