viernes, 6 de noviembre de 2009

Rocas en el mar


Publicado originalmente en 51 9 10







Es un lugar común. Jan Sibelius es un compositor nacionalista. Su música es indudablemente finlandesa. Y, por si faltara un dato, su segunda sinfonía sería el equivalente finés de la Obertura 1812 de Tchaikovsky aunque en este caso, obviamente, los rusos vendrían a ser los malos. El propio Sibelius ensaya una respuesta en un diálogo transcripto por su biógrafo Bengt de Törne. “Cuando uno llega a Finlandia, se ven rocas graníticas, bajas y rojizas, emerger desde un mar azul pálido”, decía el escritor. Y la respuesta del compositor era: “Sí, y cuando vemos esas rocas graníticas sabemos por qué podemos tratar a la orquesta de la forma en que lo hacemos”. Poco importa si la anécdota es verdadera o no. El musicólogo británico Gerald Abraham no duda en hablar de “orquestación granítica” y, en efecto, la manera de utilizar los registros más graves de los instrumentos, ese sentido del color cuyo único antecedente podría encontrarse en el final de la escena campestre de la Sinfonía Fantástica de Berlioz, es granítico: al fin y al cabo unas rocas que, con su amalgama de cuarzo, feldespato y mica, no hacen otra cosa que encontrar una encarnación mineral –y de aspecto inusualmente sólido– para el puntillismo.

En todo caso, el supuesto nacionalismo de Sibelius, que no sabía hablar el finlandés y que, como todo personaje más o menos culto en ese naciente país, se comunicaba en sueco, más allá de la temática mítica de sus poemas sinfónicos, hay que encontrarlo en la orquestación. Y, por qué no, en su sentido de la forma. También allí hay algo ígneo. Cecil Gray, uno de los exégetas de Sibelius (Inglaterra fue, sin duda, el campo más fértil encontrado por el compositor), compara a sus sinfonías con “un tipo de estrella que los físicos y astrónomos llaman Enana blanca, cuya sustancia es tan densa y compacta que un pedazo del tamaño de un chelín puede pesar varias toneladas”. Abraham, en su afán de entronizar al usualmente subestimado Sibelius lleva a la astronomía hasta el extremo de la condenación a quien encuentra en el polo opuesto de la evolución sinfónica a comienzos del siglo XX y compara a Gustav Mahler con Júpiter, inmenso pero con una densidad apenas mayor que la del agua. Incidentalmente, Sibelius y Mahler se encontraron en noviembre de 1907 en Helsingfors (Helsinki en sueco, tal como se la conocía entonces). Y hay nuevamente un diálogo, relatado por Sibelius y esta vez transcripto por Karl Ekman, otro de sus biógrafos: “Cuando nuestra conversación tocó el punto de la esencia de la sinfonía –escribió Ekman que contó Sibelius– yo dije que admiraba la severidad y el estilo del género y la lógica profunda que creaba una conexión interna entre los motivos. Esta es la experiencia a la que yo había llegado componiendo. La opinión de Mahler era justo la contraria: ‘No, la sinfonía debe ser como un mundo; debe abarcarlo todo’”. Mundos que caben en una moneda. Monedas que proliferan hasta convertirse en planetas. Lo cierto es que si Mahler se expande, es claro que el movimiento de Sibelius es la contracción. Nadie como él es capaz de comenzar en un punto, mantenerse en él y abandonarlo recién cuando no tiene más nada que decir. Su Séptima sinfonía, por ejemplo, condensa todos los elementos clásicos en un solo movimiento de apretadísima textura y en la Cuarta todo está jugado, ya, en el tritono inicial.

La Sinfonía No.2 comenzó a ser escrita en febrero de 1901 en una casa rodeada de jardines, cerca de la montaña, en Rapallo, al noroeste de Italia. Cuando se estrenó en Helsinki, dirigida por Sibelius, el también compositor Robert Kajanus escribió en Hufvudstadsbladet, un periódico en sueco, que la obra era “un retrato de la resitencia finlandesa al dominio ruso”. Tal vez allí nació el malentendido por el cual el musicólogo Ilmari Krohn llamó a la obra, a mediados de la década de 1940, “Sinfonía de la Liberación”. Sibelius, que había llevado para sus vacaciones italianas –donde viajó con su mujer Aino y sus dos hijas–, entre otros, dos libros de memorias, las Cartas y diarios del latinista sueco Adolph Törneros y el Diario de un soñador del filósofo y moralista suizo Henri-Fréderic Amiel, estaba pensando más bien en otra cosa. En sus apuntes para el que luego sería el segundo movimiento de la sinfonía escribió, por ejemplo: “Don Juan. Sentado en la oscuridad de mi palacio, un invitado (el invitado de piedra) llega. Pregunto más de una vez quién es. No hay respuesta. Él permanece en silencio. Finalmente, el extranjero empieza a cantar. Entonces yo, Don Juan, reconozco quién es: la Muerte”. Y es que esos primeros esbozos estaban destinados, en realidad, a una obra sobre el Don Juan. Otra parte del mismo movimiento (el segundo tema, “Christus: andante sostenuto, cuerdas en divisi, ppp”) vio la luz en Florencia, en relación con un proyecto sobre La divina comedia de Dante. La familia había quedado en Rapallo, con una de las hijas, Ruth, enferma de tifus, junto a las interminables discusiones matrimoniales. Sibelius pasó por Viena y Praga antes de llegar a Finlandia. Y casi apenas arribado viajó a Berlín, para dirigir El cisne de Tuonela y El retorno de Lemminkäinen en el Festival de Heidelberg. Recién entre agosto y septiembre, mientras pasó unos días en lo de su madrina, Elisabeth Järnefelt, en el estado sueco de Lojo, volvió a sus apuntes y abandonó a Don Juan y Dante para pensar en una sinfonía. La obra se completó en noviembre aunque hubo, a partir de entonces, numerosas revisiones que postergaron el estreno hasta el 8 de marzo de 1902. Su tonalidad, Re Mayor, era asociada por Sibelius con el amarillo. Y el primer movimiento de esa obra aparentemente beethoveniana, en una aparente Forma sonata y dentro de un aparente romanticismo ruso de cuño tchaikovskiano –o más bien borodiniano– alcanza para señalar el modernismo del más secreto entre los revolucionarios del siglo XX. Más que dos temas hay dos grupos de temas. Y ambos provienen del mismo material. La obra, por supuesto, suena finlandesa (y hasta algunos pudieron imaginar allí un canto patriótico) aunque no hay un solo elemento que remita a un hipotético folklore finés. Hay, sí, “orquestación granítica”, por ejemplo en el formidable pasaje de contrabajos y cellos en pizzicato, al comienzo del segundo movimiento. Hay, todo el tiempo, el posible –e intangible– sonido de unas rocas graníticas emergiendo en un mar azul pálido.

No hay comentarios:

Publicar un comentario