martes, 30 de junio de 2009

El compositor y los otros (una carta)


En el libro La música como discurso sonoro (Acantilado), Nikolaus Harnoncourt transcribe fragmentos de la carta de Johannes Chrysostomus Wolfgangus Theofilus Mozart (más conocido como Wolfgang Amadeus) en la que le cuenta a su padre el estreno de la que después se conocería como Sinfonía París (No. 31 en Re Mayor K. 297). Es una carta enormemente esclarecedora, no sólo acerca de la circulación y recepción de esa música en ese momento –aplausos en el medio incluidos– y de la manera en que el compositor tenía en cuenta las expectativas del público y jugaba con ellas, satisfaciéndolas o postergándolas (como en el piano de primeros y segundos violines con el que comienza el último movimiento) sino, sobre todo, sobre la manera –definitivamente perdida– en que las novedades y desafíos se imprimían sobre un cuerpo estilístico compartido y bien conocido. Como con las variaciones que un artista muy popular podría hacer hoy sobre sus canciones más conocidas, aquello "propio" con lo que Mozart comentaba la norma colectiva, era percibido y, a continuación, aprobado con el aplauso o rechazado. El jazz, hasta los sesenta, abrevando en canciones que se bailaban y cantaban en todas partes, funcionaba de una manera similar.
Escribía Mozart:
"...he tenido que hacer una sinfonía para abrir el Concert Spirituel [...] Ha gustado extraordinariamente [...] La sinfonía comenzó y justo a mitad del primer Allegro había un pasaje del cual sabía que habría de gustar (un bellísimo pasaje en spiccato de las cuerdas en octavas, con flautas y oboes haciendo acordes sobre un bajo en pizzicato); todos los oyentes estaban fascinados con él –y hubo un gran aplauso– pero como yo sabía mientras lo escribía el efecto que produciría, lo puse una vez más al final; entonces siguió el da capo. El Andante también gustó pero sobre todo el último Allegro. Como había oído que aquí todos los Allegros comienzan, como el primero, con todos los instrumentos a la vez y al unísono, yo comencé con los dos violines solos en piano, ocho compases únicamente –después venía en seguida un forte– y, tal como había esperado, los oyentes hacían chist en el piano, y entonces entró el forte; escuchar el forte y los aplausos era la misma cosa".

domingo, 28 de junio de 2009

moscas


Cada vez que se avecina alguna elección, alguien resucita el anónimo dicho referido a la preferencia de gran parte de las moscas por las heces y al hecho de que tantos millones de individuos no pueden equivocarse. Nunca se sabe muy bien si la frase se cita para descalificar las elecciones colectivas o, por el contrario, para reivindicar la mierda. No suele mencionarse, sin embargo, algo obvio. Las moscas, en efecto, no se equivocan. Eligen como moscas y eligen lo que les viene mejor a las moscas. Tengo para mí que alguna especie de primate superior puede, en ocasiones, no manifestar la misma clase de sabiduría (o, si se quiere, de instinto).

sábado, 27 de junio de 2009

El bailarín


No voy a hablar de la muerte de Michael Jackson. Ni de su vida, en realidad. Y es que no tengo casi nada que decir. Por razones generacionales y de formación, en su momento no percibí en él nada que lo alejara del mundo de lo comercial que giraba, para un argentino, alrededor de Domingo Di Núbila y del canal oficial (aunque todos lo eran). Era, para mí y en ese momento, apenas la banda de sonido de la dictadura. Una expresión más de la música disco. Música negra, sí, pero comercial. Esos eran los ejes con los que miraba el mundo hace treinta años. Estaba equivocado pero el hecho es que no admiré a Jackson como músico y, en general, siempre me pareció un personaje un poco asqueroso. No tanto por la paidofilia, confieso, como por la estafa a Paul McCartney y sus cambios de color. Lo admiré, sí, como bailarín. Y el New York Times, hoy, con una excelente nota firmada por Alastair Maucaley y titulada "Sus movimientos expresaron tanto como su música" coloca el tema, inteligentemente, en la sección "Danza".

jueves, 25 de junio de 2009

Debates

Que unos blogs –o quienes los hacen– se dediquen a comentar lo que otros blog y otros blogueros publican podría ser un juego endogámico. Un club de amigos que se reparten chistes privados cuyo sentido es incomprensible para la mayor parte de los que leen (y son muchos, lo que no deja de sorprenderme). Más allá de que ese chiste privado pueda aparecer en los comentarios, de vez en cuando, hay algo que no me parece menor. La música, en la Argentina, casi no ha despertado la reflexión de los intelectuales –como lo han hecho el cine, el teatro, la literatura o las artes plásticas– y la ensayística local sobre la materia es escasísima, incluso en temas locales de peso. No hay, hasta ahora, libros escritos sobre el estilo de la orquesta de Troilo, por ejemplo, o sobre las escuelas en el bandoneón, o sobre los debates existentes –o no existentes, lo que también es un dato–, acerca de la música clásica argentina. Martín Liut, Pablo Gianera y Gustavo Fernández Walker están trabajando en ensayos sobre música y, tal vez no casualmente, tienen blogs donde ensayan sus ensayos. Donde ponen en circulación sus ideas. Me parece trascendente, en todo caso –además de grato– que entre esos tres blogs y éste se haya generado una corriente de lectores y que, en eso que podría no haber sido más que un club cerrado, se esté hablando –se esté pensando– sobre música.

La versión ideal













Dinu Lipatti


Documentado con precisión desde el comienzo de la grabación del sonido pero seguramente muy anterior, el ideal de la versión ideal es parte de lo que alimenta el mercado de la música clásica. Es obvio: si esa versión ideal existiera –o fuera tan solo posible– no sólo dejaría de ser un ideal sino que clausuraría de inmediato la posibilidad de cualquier otra versión posterior. Lo que sí existen son versiones amadas –o preferidas, sin llegar tan lejos– donde a veces no es todo sino algo –como esa persona que nos fascina por una manera de inclinar la cabeza– lo que hace que la elijamos. La gran pregunta es, por supuesto, si seguiríamos eligiéndola en una escucha a ciegas, en la que no supiéramos nada ajeno al sonido. Es posible que en muchos casos sí. Es difícil que un aria de Verdi por Leontyne Price, las Piezas de Petrushka de Stravinsky por Pollini, la Sonata de Franck por Ostrakh y Richter o el Chopin de Dinu Lipatti no produzcan nada, por sí mismos y sin necesidad de ningún saber acerca de esos intérpretes. Sí, desde ya, se pone en juego ese saber que hace que se disfrute con esa clase de música, que es distinto del necesario para disfrutar otras músicas y que, como explica Nicholas Cook, es un saber no académico, aunque pueda completarse con saberes académicos. De todas maneras, ¿es cierto que la música es sólo sonido? ¿Cuánto de nuestra escucha de Glenn Gould se informa con la leyenda de Gould como personaje? Para ir a Gould y citándolo muy libremente, porque no recuerdo ni la fuente ni las palabras exactas, la interpretación de una pieza en estilo mozartiano, recién descubierta, sería escuchada de muy diferentes maneras según fuera efectivamente de Mozart, de un compositor menor de esa época, de un autor de la época de Frescobaldi –un visionario, un genio, un loco– o de un autor contemporáneo –un tonto de capirote o, tal vez, un posmoderno–. Las guías Penguin, Gramophone, y algún viejo libro argentino más bien inútil, seducen con sus propuestas de discotecas perfectas. La perfección, ya se sabe no existe. Los enamoramientos, sí.

miércoles, 24 de junio de 2009

La reina



No lo vi. Me lo contaron. Pero, como en las obras conceptuales, si se conoce el concepto, ¿para qué se quiere la obra? No es necesario haber visto al ex presidente de Boca ponerse la corona y el manto de Queen en el programa de Tinelli. Nada agregaría a lo que ya se sabe el haberlo escuchado cantando o el haberlo visto bailoteando. Mientras tanto, con gripe, autoacuartelado en mi estudio para no contagiar a nadie y habiéndome perdido el concierto en que Hilary Hahn tocó tres sonatas de Charles Ives, pienso en escuchar Queen II, que siempre me pareció un disco sumamente original e imaginativo. Opto, finalmente, por otra cosa.

domingo, 21 de junio de 2009

Programas


Gidon Kremer me dijo en una entrevista, hace años, que para él un concierto era un relato y que las distintas obras eran sus capítulos. No es que el concepto sea original pero esa fue una explicación clara. Aquella vez, en que tocaba para el desaparecido ciclo Harmonia –luego reemplazado por Nuova Harmonia y programado íntegramente por el Comité para la Música de Italia–, contó que su programa tendría a Viena como objeto, yendo de Schubert a Anton Webern, pero que los directores del ciclo le habían dicho que "el público argentino no estaba preparado para Webern" y le habían pedido que cambiara esa parte del programa, por lo que había incluido a Richard Strauss en lugar de Webern. Más allá de ese caso particular, hay conciertos ejemplares, tanto de una buena programación como de lo contrario. En el últiimo casillero, sin dificultad, puede incluirse cualquiera de la Filarmónica de Buenos Aires. Su actual director, Arturo Diemecke, un buen conductor con altas dosis de demagogia –hacia adentro y hacia afuera de la orquesta– no sabe nada acerca de programación y supone que alcanza con recordar aniversarios redondos, con lo que puede ir de Ginastera a Rimsky-Korsakov y de allí a Beethoven sin tino ni vergüenza. Ejemplos de lo contrario fueron el recital que brindo el notable cellista finlandés Annsi Karttunen en Villa Ocampo, con un fluido recorrido entre el primer barroco, Kaija Saariaho, Pablo Ortiz y Johann Sebastian Bach, donde cada obra iluminaba de alguna manera insospechada a la próxima y a la precedente, y el excelente concierto del extraordinario violinista Joshua Bell junto al pianista Fréderic Chiu, el martes pasado. En primer lugar hubo allí tres obras capitales: la Sonata No. 4 de Beethoven, la Tercera de Brahms y la descomunal Sonata de César Franck, además de una de las delirantes y extrañas sonatas de Eugéne Ysaÿe, la que tiene como leit motiv el requiem gregoriano que Berlioz utilizó en la Fantástica y Ginastera en Bomarzo. Ysaÿe fue, por otra parte, el violinista para el que Franck escribió su Sonata. Y además, había entre todas las obras, un lazo tonal: dos de ellas estaban en La Mayor, una en la menor y la otra en Re menor (la tonalidad de la que la menor sería la dominante "modal"). Y otro buen ejemplo para tener en cuenta es el programa que este martes 23 hará, en el Auditorio Amijai, Hilary Hahn, cuya versión deslumbrante del Concierto de Schönberg (junto a la no menos lograda, pero más esperable, del de Sibelius), con la Sinfónica de la Radio Sueca y dirección de Esa-Pekka Salonen, acaba de ser editada localmente. Junto a la pianista Valentina Lisitsa, Hahn irá alternando sonatas de Ysaÿe con tres de las Sonatas de Charles Ives que, hasta donde sé, hasta ahora nunca fueron tocadas en Buenos Aires por ninguna gran figura internacional. Y habrá, también, piezas virtuosas y brillantes (aunque interesantes más allá de la exhibición) en cada una de las dos secciones del concierto: en la primera, las Danzas húngaras de Johannes Brahms, en transcripción de Joseph Joachim; las Danzas folklóricas rumanas de Béla Bartók, en transcripción de Zoltan Székely, en la segunda.

sábado, 20 de junio de 2009

Clas & Pop



Hay músicas "clásicas" más populares que otras "populares". "Una furtiva lagrima", por ejemplo, goza de mucha más popularidad que Warne Marsh. Tampoco es una cuestión puramente de materiales. Pueden reconocerse tradiciones populares y una tradición europea y escrita, pero muchas de las canciones de Schubert, de los minuets de Haydn –sobre todo en los tríos– o, más aquí, de la rítmica en György Ligeti o en Louis Andriessen, provienen de las primeras y los temas "abstractos" de muchas piezas de Anthony Braxton, The Thinking Plague o Chick Corea vienen de la segunda. Tampoco se trata sólo de procedimientos: las fugas y fugatos de John Lewis, Astor Piazzolla o Gentle Giant vienen de la tradición europea y escrita, o sea la llamada "clásica", aunque se apliquen sobre materiales "populares". Podría pensarse que se trata de una cuestión de complejidad lingüística; que unas músicas extreman su lenguaje más que otras y presentan a la escucha un desafío mayor. O sea, son más "artísticas" de acuerdo con la idea de arte de las sociedades urbanas contemporáneas (o de cierto sector social dentro de ellas), que mide su valor en relación con la "profundidad", con la cantidad de capas de significado. Una novela o una película donde no todo está claro desde el primer instante, donde los personajes presentan pliegues, contradicciones y sorpresas son, para esta idea del arte, más profundas: más artísticas. Y alguna vez en la música fue así. Las populares, que no tenían manera de perdurar y de circular "artísticamente" se agotaban en la ejecución única; no creaban series ni historia. No podían ser discutidas como arte. Pero la grabación del sonido cambió eso para siempre. Y, volviendo a "Una furtiva lagrima", responde menos a esa descripción de "profundidad" que "Strawberry Fields Forever" por los Beatles o la ya mencionada (en un post anterior) "Inspiración" por Pugliese. Tal vez se trate entonces de complejidad de pensamiento. De aquellas músicas que, aunque sencillas en su resultado responden a una elaborada reflexión. Sin embargo, tampoco en este caso todas las de una clase se quedan en un campo mientras que todas las de la otra van a parar al contrario. ¿Entonces? Porque, por otra parte, cualquier melómano sabe que hay músicas "populares" y músicas "clásicas". Si está mínimamente informado y es pasablemente culto, ya sabe que no se trata de una cuestión de valor pero, de todas maneras, salvo en algunos casos particularmente fronterizos (algunas obras –no todas– de Gershwin, Piazzolla, Braxton o Gismonti) no tiene dudas de en qué bateas encontrar los discos que busca o en qué programas de radio o en qué clase de conciertos puede escucharlos. ¿Quiere decir algo popular y clásico? ¿Define, en efecto dos grandes familias? Creo que sí aunque de manera muy imprecisa. En primer lugar habría que distinguir, dentro de ambos casos, aquellas músicas que dialogan de manera más explícita con nuestra idea del arte, y hacerlo por encima de la costumbre. Obviamente las valoraciones, los puntos de vista –o de escucha– cambian según las épocas y los contextos sociales. Hoy Elvis Presley es más música "de escucha" que de fiestas populares y con ciertas arias de ópera, sobre todo si son cantadas por varios tenores al mismo tiempo, tal vez pase lo contrario. Y, una vez identificadas las músicas artísticas, podrían separarse aquellas que dialogan de manera predominante –aunque no excluyente– con tradiciones populares y las que lo hacen con la tradición europea y escrita, teniendo en cuenta la combinación de tres variables: materiales, procedimientos y circulación. Aunque, quizá, la diferencia esté más cerca y sea más fácil de discernir. En las músicas de tradición clásica, por más populares que suenen, la obra acaba en la interpretación. En las de tradición popular, por más eruditas que suenen, con la interpretación comienza la obra.

viernes, 19 de junio de 2009

Cuestión de dirección











¿Hay algo más vacío de contenido que una pequeña flechita? ¿Hay algo más lleno de contenido que una pequeña flechita apuntando a la derecha? Me permito aquí recordar el título de una obra del compositor y teórico uruguayo Coriun Aharonian: "Homenaje a la flecha clavada en el pecho de Don Juan Díaz de Solís".

Kassia


"Ek gynaikós tá cheírō", dijo el joven Theophilos, heredero del trono. Y ella, en lugar de hacer lo que debía para convertirse en Emperatriz, lo miró a los ojos y contestó: "Kaí ek gynaikós tá kreíttō". En ese diálogo teológico ("De la mujer fluye el mal", "Pero de la mujer también fluye todo el bien"), referido aparentemente al pecado original y al nacimiento de Cristo, se ocultaban otras referencias. Como también en el himno que luego ella escribió sobre el pecado y los pasos de Eva en el Paraíso, que aún se canta en Semana Santa en la iglesia griega y donde se dice que una línea fue agregada por el monarca. Ella, Kassia, o Kassianí, vivió en el siglo IX y es posiblemente la primera persona que firmó sus obras musicales en la historia. Cuando el Emperador la rechazó por altiva, para casarse con Theodora, creó un convento al cual se retiró hasta su muerte, en 867. Y, en la historia que madres y abuelas cuentan a las niñas de Grecia, se dice que él la visitaba a escondidas. El Kronos Quartet, en su disco Early Music, incluyó ese famoso himno. Y en Sacred Women, un cd del sello Dorian, se incluye una versión bellísima, por el excelente grupo Sarband.

martes, 16 de junio de 2009

La muerte de Hugh Hopper


Fue parte del Daevid Allen Trio junto a Robert Wyatt y luego, también con Wyatt y con el agregado de Kevin Ayers, de Wilde Flowers. Hugh Hopper tocaba el bajo, había nacido en Kent y con Wyatt, Allen, Ayers y Mike Ratledge integró, entre 1968 y 1972, uno de los grupos más importantes del rock, en una época en que en ese género cabían todos los sueños –y todos las posibilidades estéticas, incluso las que, muchas veces, estaban fuera del dominio técnico–. Soft Machine, sobre todo en ese primer período, fue más un grupo de rock abierto –muy abierto– a otras músicas que un grupo de jazz girado hacia el rock. Hugh Hopper acaba de morir de leucemia, cuando tuvo 64. La idea musical de la que fue parte fundamental –un modelo de canción capaz de contener la búsqueda de lo nuevo– tal vez haya comenzado a agonizar mucho antes. La continuidad está en manos de los pocos, poquísimos sobrevivientes en la actualidad: Björk, Radiohead, Mars Volta, y, en Argentina, los jóvenes de La Finca de Laurento y el originalísimo Factor Burzaco de Abel Gilbert.

domingo, 14 de junio de 2009

Otro cuento con música















LA ACTUACIÓN DEL CASAMIENTO

Por Stephen King
(Traducción: Jorge Fondebrider)


En 1927 estábamos tocando jazz en un tugurio al sur de Morgan, Illinois, a 70 millas de Chicago. Era una zona provinciana de veras, no había ningún otro pueblo en 20 millas a la redonda. Pero había un montón de campesinos con ganas de algo más fuerte que un refresco después de un día caluroso en el campo, y un montón de muchachos con sus mejores galas junto a sus amigos del drugstore. También había algunos hombres casados (te das cuenta enseguida, viejo, porque podrían estar llevando carteles que lo anunciaran) que venían de lejos para estar en un lugar donde nadie los reconociera, mientras le sacaban viruta al piso con sus chicas no-oficiales.
Eso era cuando el jazz era jazz y no ruido. Formábamos una banda de cinco –batería, clarinete, trombón, piano y trompeta– y éramos bastante buenos. Fue tres años antes de que grabásemos nuestros primeros discos y cuatro antes de las películas habladas.
Estábamos tocando “Bamboo Bay” cuando entró un tipo grande, de traje blanco y fumando una pipa que tenía más vueltas que un corno francés. Los de la banda estábamos un poco borrachos, pero el público no lo había notado y todos la estábamos pasando fantástico. No había habido ninguna pelea en toda la noche. Todos sudábamos a mares y Tommy Englander, el dueño del lugar, nos seguía mandando tragos. Trabajar con Englander nos encantaba porque era un buen tipo y a él le gustaba nuestro sonido.
El tipo de traje blanco se sentó en la barra y me olvidé de él. Terminamos la primera parte del acto con “Aunt Hagar's Blues”, que por entonces, en los pueblos, era considerada como una canción movida y que fue muy aplaudida. Mientras ponía en el suelo la trompeta, Manny tenía una gran mueca en la cara y, cuando dejábamos el escenario, le di una palmada en la espalda. Había una chica que parecía estar sola, con un vestido de noche verde, que me había estado echando el ojo toda la noche. Era pelirroja y siempre tuve debilidad por esas. Me hizo un guiño y me cabeceó, así que empecé a abrirme paso entre la muchedumbre hacia ella.
A mitad de camino, el hombre de traje blanco se me plantó adelante. De cerca parecía bastante macizo, tenía pelo negro hirsuto y unos ojos con un extraño brillo mate, como los que tienen algunos peces de las profundidades. Algo en él me resultaba familiar.
–Quiero hablarte afuera, me dijo.
La pelirroja miraba para otro lado. Parecía decepcionada.
–Puede esperar –dije–. Déjeme pasar.
–Mi nombre es Scollay. Mike Scollay.
Conocía el nombre. Mike Scollay era un contrabandista de poca monta de Chicago, que hizo plata pasando alcohol desde Canadá. Su foto había salido un par de veces en los diarios. La última vez fue cuando un jefe de segundo orden había tratado de bajarlo de un tiro.
–Está bastante lejos de Chicago, le dije.
–Traje a algunos amigos. Vamos afuera.
La pelirroja volvió a mirarme. Le señalé a Scollay y me encogí de hombros. Ella resopló y se dio vuelta.
–Me la arruinó, le dije.
–En Chicago hay de esas por centavos –dijo–. Afuera.
Salimos. Sentí en mi piel el aire muy frío, que contrastaba con la atmósfera cerrada y llena de humo del club, y había olor a alfalfa recién cortada. Se veían las estrellas, suaves y titilantes. Los otros mafiosos estaban afuera también, pero no parecían nada suaves y la única cosa que les titilaba era las brasas de sus cigarrillos.
–Tengo plata para ti, dijo Scollay.
–Yo no hice nada por usted.
–Vas a hacerlo. Son doscientos. Divídelos con la banda o guárdate cien.
–¿De qué se trata?"
–Una actuación –dijo–. Se casa mi hermana. Quiero que toques en la fiesta. A ella le gusta el Dixieland. Dos de mis chicos dicen que tocas bien el Dixieland.
Les dije que con Englander se trabajaba bien. Pagaba ochenta a la semana por cuatro horas a la noche y teníamos que dividirlo entre cinco. Este tipo nos ofrecía más del doble por una sola actuación.
–Es de cinco a ocho, el próximo viernes, en el salón de Grover Street, en Chicago, dijo Scollay.
–Es mucho –dije–. ¿Por qué?
"Hay dos razones", dijo Scollay. Aspiró su pipa. Parecía fuera de lugar en esa cara de ladrón. Debería haber tenido un Lucky Strike o un Sweet Caporal colgándole de la boca. La pipa lo hacía parecer triste y gracioso.
–Primero –dijo–, tal vez hayas escuchado que el Griego trató de amasijarme.
–Vi la foto en el diario –dije–. Usted era el tipo que trataba de arrastrarse a la vereda.
–Un tipo vivo –gruñó, pero no con auténtica fuerza–. Estoy creciendo mucho para su gusto. El Griego se está poniendo viejo y todavía sigue sin pensar en grande. El debería volverse a su país, para beber aceite de oliva y mirar el Pacífico.
–Es el Egeo, dije.
–Un océano es un océano –dijo–. De todas formas, el Griego me la quiere dar. En otras palabras, se te paga doscientos porque el último número podría tener que estar arreglado para acompañamiento con rifle Enfield.
La rabia le relampagueó en el rostro, pero había algo más. ¿Tristeza?
–Tengo la mejor protección que se puede comprar con dinero. Si algún gracioso mete la nariz, no va a tener la suerte de husmear otra vez.
–¿Cuál es la otra cosa?
–Mi hermana se casa con un italiano, dijo delicadamente.
–Un buen católico como usted, le dije con sorna.
La rabia volvió a relampaguear en su rostro, con un blanco intenso y pensé que había ido demasiado lejos.
–¡Un buen irlandés!. ¡Yo soy un buen irlandés, hijo, y es mejor que no te olvides de eso! –a lo que agregó, en voz muy baja como para poder oírlo–. Aun habiendo perdido la mayor parte del pelo, lo sigo teniendo rojo.
Comencé a decir algo, pero no me dio la oportunidad de seguir. Me zamarreó y me puso su cara frente a la mía hasta que nuestras narices casi se tocaron. Nunca vi esa ira, humillación, rabia y determinación en el rostro de un hombre. En estos días no se ve eso en la cara de un blanco, la presión entre el amor y el odio que ejerce la raza de un hombre. Pero entonces estaba ahí y esa noche la vi.
–Ella es gorda –suspiró–. Mucha gente se ríe a mis espaldas. Pero no lo hacen cuando estoy mirando. Te diré algo, Señor Tocador de Corneta. Puede ser que este tipito sea todo lo que ella pueda conseguir. Pero tú no te reirás de ella ni nadie más lo hará porque vas a tocar muy fuerte. Nadie se va a reír de mi hermana.
No supe qué decir. No sabía por qué me lo había contado o ni siquiera por qué el había pensado que una banda de Dixieland era su respuesta, pero no quería discutir con él. Ustedes tampoco habrían querido, por más traje ridículo o pipa.
–No nos reímos de la gente cuando tocamos –dije–. Tocar así es demasiado difícil.
Eso alivió la tensión. Se rió, con una risa corta y ladrada.
–Estén ahí a las cinco, listos para tocar. El salón de Grover Street. Les pagaré los gastos del viaje de ida y vuelta.
Me sentí forzado a decidirme, pero ya era demasiado tarde. Scollay se había marchado dando grandes zancadas y uno de sus acompañantes pagos le abría la puerta trasera de una cupé Packard.
Se fueron. Yo me quedé afuera un rato más, mientras fumaba. La noche era suave y linda y Scollay se parecía, cada vez más, a algo que hubiera soñado. Estaba pensando que ojalá hubiésemos podido sacar el escenario afuera, al estacionamiento, y tocar ahí, cuando Biff me tocó el hombro.
–Es la hora, dijo.
–Está bien.
Volvimos a entrar. La pelirroja estaba con un marinero vestido de gris que tenía el doble de edad que ella. No sé qué podía estar haciendo un miembro de la armada norteamericana en el medio de Illinois, pero, por lo que a mí concernía, si ella tenía tan mal gusto, que se la quedara.
No tenía tanto calor. El whisky se me había subido a la cabeza y Scollay parecía mucho más real aquí, donde los vapores de lo que la gente de su tipo vendía, eran lo suficientemente fuertes como para flotar en el aire.
–Nos piden que toquemos “Camptown Races”, dijo Charlie.
–Olvídalo –le dije cortante–. Ahora no.
Pude ver cómo el rostro de Billy-Boy se endurecía cuando se sentaba al piano, y cómo luego volvía a ser afable. Me quise morder la lengua.
–Perdón, Billy –le dije–, esta noche me estuve sintiendo raro.
"Claro", dijo, pero no hubo una gran sonrisa y supe que se sentía mal. Ya sabía lo que yo había empezado a decir.


Cuando llegó nuestro siguiente descanso, les conté sobre la actuación, siendo claro con ellos sobre el dinero y sobre Scollay (aunque no les dije que había otro que lo andaba buscando). También les dije que la hermana de Scollay era gorda, pero que nadie debía siquiera insinuar una sonrisa a ese respecto. Les dije que Scollay era muy susceptible.
Me pareció que Billy-Boy Williams volvía a titubear, pero por su cara no se podría asegurar. Era más fácil saber lo que pensaba una nuez por las arrugas de su cáscara que interpretar la cara de Billy-Boy. Era el mejor pianista de ragtime que hubiésemos tenido y a todos nos dolían los malos modos que tenían con él cuando salíamos de gira: el micro para negros al sur de la línea Mason-Dixon, el palco en los cines, cuartos distintos en los hoteles. ¿Pero que podía hacer yo? En esos días uno tenía que convivir con esas diferencias.


El viernes, a las cuatro en punto, fuimos a Grover Street para asegurarnos de que íbamos a tener tiempo suficiente como para preparar los instrumentos. Nos fuimos de Morgan en un camión Ford que Biff, Manny y yo habíamos acondicionado juntos. La parte de atrás estaba totalmente cerrada y había dos bancos fijados al piso. Teníamos incluso un calentador eléctrico al que se le habían acabado las baterías, y el nombre de la banda estaba pintado en la parte de afuera.
El día era perfecto, un día templado de verano, en caso de que alguna vez hayan visto uno, con unas pequeñas nubes color blanco de ángel flotando sobre los campos. Pero en Chicago hacía un calor persistente y estaban los empujones y el bullicio que uno suele olvidar en un lugar como Morgan. Para cuando llegamos, tenía la ropa pegada al cuerpo y necesitaba visitar el baño. También me habría venido bien un trago del whiskey de Tommy Englander.
El salón era un gran edificio de madera, supongo que asociado de alguna manera a la iglesia en la que la hermana de Scollay se iba a casar. Ustedes saben el tipo de cosa a la que me refiero: los martes y jueves, la Sociedad de Damas Robert Browning; los miércoles, Bingo; y los viernes y sábados a la noche, actividades para los jóvenes.
Comenzamos a bajar las cosas en tropel, cada uno de nosotros cargando en una mano su instrumento y en la otra alguna parte de la batería de Biff. Una señora delgada, sin delantera digna de mención, dirigía el tráfico adentro. Dos hombres sudorosos colgaban papel crepé. Había una tarima en el frente del salón, y encima habían colgado un par de campanas de papel rosa con letras doradas que decían: QUE SEAN FELICES MAUREEN Y RICO.
Maureen y Rico. Ahora si que podía entender por qué Scollay estaba tan molesto. Maureen y Rico, ¡qué combinación!.
La mujer flaca nos vio y se precipitó hacia donde estábamos. Ella parecía tener mucho que decir, así que decidí atacar primero.
–Somos la banda, dije.
–¿La banda? –miró nuestros instrumentos, desconfiada–. Oh. Tenía la esperanza de que fueran los de la confitería.
Sonreí, como si el personal de confitería siempre llevara redoblantes y estuches para trombón.
"Pueden...", comenzó, pero entonces se apareció un muchacho de aspecto recio, de unos 19 años. Del costado izquierdo de su boca le colgaba un cigarrillo, pero, por lo que pude ver, eso no contribuía en nada a su imagen, a excepción de hacerle lagrimear el ojo izquierdo.
-Abran esas cosas, dijo.
Charlie y Biff me miraron y yo me encogí de hombros. Abrimos nuestros estuches y miró los instrumentos. No habiendo encontrado nada que le pareciera letal, volvió a su rincón y se sentó en su silla plegadiza.
–Pueden preparar sus cosas –siguió ella, como si no hubiera habido interrupción alguna–. Hay un piano en el otro salón. Haré que mis hombres lo traigan cuando hayamos terminado con la decoración.
Biff ya estaba arrastrando su batería al pequeño escenario.
–Pensé que eran los de la confitería –me dijo distraída–. El señor Scollay ordenó una torta de bodas y entradas y carne asada y...
–Ya van a venir, señora –le dije–. Les pagan por la entrega a domicilio
–... capones y lechón asado y el señor Scollay se va a poner furioso si...
Vio a uno de sus hombres que paraba para prender un cigarrillo justo debajo de un bandera colgante y gritó "¡HENRY!". El hombre dio un salto, como si le hubieran pegado un tiro y yo aproveché para escaparme hacia el escenario.


Estuvimos listos alrededor de las cinco menos cuarto. Charlie, el trombonista, practicaba con la sordina y Biff se aflojaba las muñecas. Los de la confitería llegaron a la 4:20 y la Señora Gibson (ese era su nombre y esos asuntos eran su negocio) casi se les tiró encima.
Habían instalado cuatro mesas largas, cubiertas con manteles blancos, y cuatro mujeres negras, con cofias y delantales, estaban poniendo la mesa. Habían llevado la torta al centro del salón para que todos pudieran sorprenderse ante ella. Tenía seis pisos y una novia y un novio arriba.
Salí para fumar y, justo a mitad de camino, los oí venir, a los bocinazos y armando un alboroto generalizado. Cuando vi que el vehículo que los encabezaba doblaba la esquina de la cuadra anterior a la de la iglesia, terminé de fumar y volví a entrar.
–Ahí vienen, le dije a la señora Gibson.
Se puso blanca como un papel. La mujer tendría que haber elegido otra profesión. "¡El jugo de tomate!", gritó. "¡Traigan el jugo de tomate!"
Me dirigí hacia el escenario y nos preparamos. Ya habíamos tenido antes algunas actuaciones como ésa –¿qué banda no lo hizo?–, y, cuando se abrieron las puertas, comenzamos con una versión de la marcha nupcial en tiempo de rag, un arreglo que yo mismo había hecho. En la mayoría de los casamientos en los que habíamos tocado había gustado.
Todos aplaudieron y gritaron, y luego comenzaron a parlotear entre ellos, pero pude adivinar, por la forma en que algunos golpeaban el suelo con los pies, que nos iba a ser fácil. La actuación iba a ser buena.
Sin embargo, tengo que admitir que casi arruiné todo el número cuando entraron el novio y la ruborizada novia. Scollay, vestido con levita, una camisa con volados y pantalones de rayas, me lanzó una mirada dura y no piensen que no lo noté. El resto de la banda mantuvo también su cara de póker y no nos equivocamos en ninguna nota. Tuvimos suerte. El público de la fiesta, que parecía estar compuesto casi exclusivamente por los matones de Scollay y sus compañeras, también fue discreto. Tenían que serlo, si habían estado antes en la Iglesia. Pero se podría decir que sólo escuché tímidos rumores.
Probablemente ustedes ya oyeron hablar de Jack Sprat y de su esposa. Bueno, esto era cien veces peor. La hermana de Scollay era pelirroja. Tenía el mismo pelo que Scollay estaba perdiendo, y lo tenía largo y ensortijado. Pero no era ese lindo castaño rojizo que quizás ustedes estén imaginando. Era brillante como una zanahoria y tan ensortijado como un resorte de colchón. La chica se veía sencillamente horrible. ¿Scollay me había dicho que era gorda? Hermano, eso era como decir que en Macy's uno puede comprar algunas cositas. La mujer era un dinosaurio: por lo menos debía pesar unas 350 libras. Se le había ido todo a la pechuga, a las caderas y a los muslos, como les pasa a las chicas gordas, haciendo que su carne fuera grotesca y espeluznante. Algunas chicas gordas tienen unas caras patéticamente lindas, pero la hermana de Scollay ni siquiera tenía eso. Sus ojos estaban demasiado juntos, la boca era muy grande y las orejas se le asomaban por entre el cabello. Aunque hubiera sido flaca, habría sido tan fea como una serpiente en un jardín.
Ahora bien, esto sólo no hubiera hecho reír a nadie, a menos que se tratara de un estúpido o de un mal bicho. Pero cuando se le sumaba al novio, Rico, entonces sí, la combinación te hacía reír hasta las lágrimas.
El tipo podría haberse puesto una galera y aún así abarcar sólo la parte superior de la sombra de ella. Media unos cinco pies y pesaba unas 90 libras. Era delgado como una vía de ferrocarril y su piel tenía un color aceituna oscuro. Cuando le hacía sonrisas nerviosas a todo el mundo, sus dientes se parecían a un cerco de maderas blancas en un barrio oscuro.
Nosotros seguíamos tocando.
–¡Que la novia y el novio sean felices para siempre!, rugió Scollay.
Todos gritaron en señal de aprobación y aplaudieron. Terminamos nuestro número con una fioritura y eso trajo otra ronda. Maureen, la hermana de Scollay, sonrió nerviosamente. Rico mostró los dientes como un bobo.
Por un rato, todos deambularon, comiendo queso y canapés y tomando el mejor escocés que Scollay contrabandeaba. Entre los distintos números, me tomé tres medidas y era muy suave.
Scollay también empezaba a parecer un poco más contento. Me imagino que estaba probando su propia mercancía con bastante libertad.
En un momento, pasó cerca del escenario y dijo: "Tocan bastante bien muchachos". Viniendo de un melómano como él, supuse que se trataba de un verdadero cumplido.
Un poco antes de que todos se sentaran a comer, se acercó la misma Maureen. De cerca parecía todavía más fea. Su vestido blanco (debía haber suficiente raso blanco como para cubrir tres camas) no la ayudaba. Nos preguntó si podíamos tocar “Roses of Picardy” como Red Nichols y sus Five Pennies, porque era su canción favorita. Gorda y fea, o no, fue muy delicada al pedirnos eso, sin una pizca del atolondramiento que tenían algunos de los ordinarios que ya se nos habían acercado. La tocamos, pero no muy bien. A pesar de eso, nos sonrió dulcemente, lo que parecía suficiente como para hacerla linda, y aplaudió cuando terminamos.
Alrededor de las 6:15, se sentaron a comer y los ayudantes contratados por la Señora Gibson trajeron la comida. Se abalanzaron sobre la comida como una piara, lo que no era del todo sorprendente, y estuvieron bebiendo todo el tiempo. No pude dejar de notar, sin embargo, la forma en que Maureen comía. Al lado de ella, los demás parecían ancianitas en un salón de té. Ya no tenía más tiempo para sonrisas delicadas o para escuchar “Roses of Picardy”. Esa mujer no necesitaba ni cuchillo ni tenedor. Necesitaba una pala mecánica. Verla era triste. Y Rico (uno podía ver asomar su mejilla por encima del borde de la mesa donde se habían sentado los invitados de la novia) seguía pasándole cosas, sin cambiar su estúpida sonrisa nerviosa.
Mientras se hacía la ceremonia de cortar la torta, tuvimos un descanso de veinte minutos, y la mismísima señora Gibson nos dio de comer en la parte posterior del salón. Hacía calor, ya que llegaban las oleadas calientes de la cocina encendida y ninguno de nosotros tenía demasiada hambre. Sin embargo, Manny y Biff habían traído unas cajas con panecillos y las rellenaban con tajadas de carne y lechón asado cada vez que la señora Gibson se daba vuelta.
Para cuando volvimos al escenario, habían comenzado a tomar de veras. Tipos de mirada ruda, se tambaleaban por ahí, con muecas ridículas dirigidas hacia sus copas o se paraban en los rincones, discutiendo las informaciones sobre las carreras de caballos. Algunas parejas querían bailar charleston, así que tocamos "Aunt Hagar's Blues" (esos matones se lo aguantaron) y "I'm Gonna Charleston Back to Charleston", y otros números que sonaban a jazz de ese tipo. Las muñecas daban vueltas por el salón, haciendo brillar sus medias y sonaban tan estridentes como loros. Afuera ya estaba completamente oscuro, y las mariposas de noche y las polillas habían entrado por las ventanas abiertas, revoloteando alrededor de las luces. Y como dice la canción, la banda siguió tocando. La novia y el novio se pararon en los costados –ninguno de los dos parecía interesado en escaparse temprano–, casi completamente olvidados. Scollay mismo parecía haberse olvidado de ellos. Estaba bastante borracho.
Eran cerca de las ocho cuando el tipito se deslizó al salón. Lo vi inmediatamente porque estaba sobrio y mejor vestido que el resto de los invitados. Y parecía asustado. Parecía un gato corto de vista en una perrera. Caminó hacia Scollay, que estaba hablando con una mujerzuela cerca del escenario y le tocó el hombro. Scollay se dio vuelta y pude escuchar cada palabra que se dijeron.
–¿Quién mierda eres?, preguntó Scollay rudamente.
–Me llamo Katzenos –dijo el tipo y sus ojos se pusieron en blanco–; me manda el Griego.
La animación se acabó por completo. Pero pueden apostar que nosotros seguimos tocando. Los botones de los sacos estaban desabrochados y las manos habían quedado fuera de la vista. Vi que Manny se había puesto nervioso. Mierda, yo tampoco estaba tranquilo.
–¿Ah, si?, dijo Scollay ominosamente.
–Yo no quería venir señor Scollay –estalló el tipo–, pero el Griego tiene a mi mujer. ¡El dice que la va a matar si no le doy un mensaje!
–¿Que mensaje?, le preguntó Scollay. Su cara parecía una nube de tormenta.
–Dice que... –el tipo paró con una expresión agónica. Su garganta trabajaba como si las palabras tuvieran entidad física y se le hubieran atravesado ahí–. Dice que le diga que su hermana es una gorda chancha. Dice... él dice... –sus ojos se movieron nerviosos al ver la expresión de Scollay. Miré a Maureen. Parecía como si alguien le hubiera pegado una cachetada–. El dice que ella está cansada de acostarse sola. El dice que usted le compró un marido.
Maureen lanzó un grito ahogado y salió corriendo, cubierta en lágrimas. Todos se conmocionaron. Rico corrió detrás de ella, su cara parecía perpleja e infeliz.
Pero era Scollay el que daba miedo. Su rostro se había puesto tan rojo que ya era púrpura y yo esperaba que el cerebro se le saliera por las orejas. Vi la misma expresión de agonía rabiosa. Tal vez era un mafioso de poca monta, pero sentí pena por él. Ustedes también la hubieran sentido.
Cuando habló, su voz sonaba muy calmada.
–¿Hay algo más?
El pequeño griego retorció sus manos con angustia.
–Por favor, no me mate señor Scollay. ¡Mi esposa, el Griego tiene a mi esposa! Yo no quería decirle estas cosas. ¡El tiene a mi esposa, a mi mujer!. El...
–No te voy a hacer nada –dijo Scollay, aun más calmado– Dime el resto.
–El dice que toda la ciudad se ríe de usted.
Por un segundo, hubo un silencio de muerte. Habíamos dejado de tocar. Entonces Scollay miró hacia el techo. Sus dos manos estaban temblando y las tenía apretadas enfrente de él. Apretaba tan fuerte sus puños que se le marcaban los tendones a lo largo de todo el brazo.
–¡Muy bien! – gritó– ¡MUY BIEN!
Y salió corriendo por la puerta. Dos de sus hombres trataron de pararlo, trataron de decirle que era un suicidio, que era lo que el Griego quería, pero Scollay estaba loco. Los golpeó y salió corriendo hacia la negra noche de verano.
En la calma muerta que siguió, lo único que pude oír fue la respiración torturada del hombrecito y en alguna parte, atrás, los suaves sollozos de la novia gorda.
Entonces, el muchacho que nos había registrado cuando llegamos, profirió una maldición y fue hacia la puerta.
Antes de que pudiera llegar, se escuchó el chirrido en el pavimento de las ruedas de un automóvil hacia el final de la cuadra y el rugido de un motor de auto.
–¡Es él! –gritó el muchacho desde la puerta– ¡Agáchese, jefe! ¡Agáchese!
Escuchamos disparos, quizás unos diez, de distintos calibres, muy cercanos. El auto huyó bramando. Pude ver todo lo que quería ver reflejado en el rostro horrorizado del chico.
Ahora que el peligro había pasado, todos los matones salieron corriendo. La puerta del fondo se abrió con estrépito y Maureen salió corriendo a través de ella, balanceando todo en su carrera. Su cara estaba aún más hinchada, ya no sólo por el sobrepeso, sino por las lágrimas. Rico siguió tras de ella como un valet perplejo. Todos salieron por la puerta.
La señora Gibson apareció en el salón vacío, con los ojos abiertos de par en par. El hombre que le había traído el mensaje a Scollay se había evaporado.
–¿Qué pasó?, preguntó la señora Gibson.
–Creo que borraron al Señor Scollay, dijo Biff. Estaba verde.
La señora Gibson lo miró por un momento y cayó desmayada. Yo también tenía ganas de desmayarme.
Entonces, desde afuera, se escuchó el grito más angustioso que jamás haya escuchado alguna vez. No tienen que esforzarse para saber a quién se le partió el corazón en esa calle, lamentándose sobre su hermano muerto, mientras los policías y los periodistas estaban ya en camino.
–Vámonos de aquí –murmuré–. Rápido.
Empacamos todo antes de que pasaran cinco minutos. Algunos de los matones volvieron, pero estaban demasiado borrachos o demasiado atemorizados como para darse cuenta de que nosotros aún estábamos allí.
Salimos por la parte de atrás, cada uno de nosotros cargando una parte de la batería de Biff. Debíamos parecer un raro desfile para cualquiera que nos viera caminando por la calle. Yo lideraba la marcha, con mi estuche bajo el brazo y un platillo en cada mano. Cuando llegamos al camión, tiramos todo adentro, así como venía, y sacamos nuestros traseros de ahí. Volviendo a Morgan, hicimos un promedio de 45 millas por hora, sin importar si era una ruta o un camino secundario, y los matones de Scollay ni nos deben haber mencionado a la policía, porque nunca más supimos de ellos.
Tampoco cobramos nuestros doscientos dólares.


Ella vino al club de Tommy Englander unos diez días después, una chica gorda vestida de luto. No lucía mejor que con el raso blanco.
Englander debía saber quién era (su foto había salido en los diarios de Chicago, al lado de la de Scollay), porque él mismo la llevó hasta una mesa y llamó a silencio a un par de borrachos que se habían tentado.
Sentí pena por ella, como a veces siento pena por Billy-Boy. Es duro ser discriminado. Y, por lo poco que yo había hablado con ella, parecía ser muy delicada.
Cuando hicimos un descanso, fui a verla.
–Lamento lo de su hermano –dije sintiéndome raro y avergonzado–. Sé que él realmente la quería.
–Yo misma debí haber disparado esos tiros –dijo. Se miraba las manos que eran su mejor rasgo, pequeñas y bien formadas. Tenía dedos de músico–. Todo lo que dijo el hombrecito era verdad.
–No es cierto –dije incómodo, sin saber si era cierto o no. Me lamenté de haberme acercado a ella porque hablaba de manera muy extraña. Como si estuviera sola y loca.
–Sin embargo, no me voy a divorciar de él –siguió–. Primero me mato.
–No hable así, le dije.
–¿Nunca quiso matarse? –me preguntó, mirándome de manera apasionada–.¿No se siente así cuando la gente lo usa y luego se ríe de usted? ¿Sabe cómo se siente una cuando come y come y se odia a sí misma, y entonces come más? ¿Sabe cómo se siente una cuando matan al propio hermano porque una es gorda?
La gente se dio vuelta para mirarnos y los borrachos volvieron a tentarse.
–Lo siento, susurró ella.
Yo quería hablarle, para decirle que también lo lamentaba. Quería decirle algo que la hiciera sentir mejor pero no sabía qué.
Entonces sólo dije: "Tengo que irme. La próxima entrada".
–Claro –dijo suavemente–. Vaya, vaya. O comenzarán a reírse de usted. Pero yo vine para... ¿Podría tocar "Roses of Picardy"? Me gustó cómo la tocaron en la fiesta. ¿Puede ser?
–Claro –dije–. Me encantaría.
Y lo hicimos. Pero ella se fue a mitad del tema. Y como era muy sentimental para un lugar como el de Englander, la enganchamos con una versión en tiempo de rag de "The Varsity Drag", que siempre los deshacía. Bebí mucho durante el resto de la noche y, para el momento en que cerraron, me había olvidado de casi todo.
Al salir, se me ocurrió que tendría que haberle dicho que la vida sigue. Eso es lo que uno dice cuando la persona querida de alguien se muere. Pero pensándolo, fue una suerte que no lo hice. Tal vez era eso lo que ella temía.


Por supuesto, hoy todos conocen a Maureen Romano y su marido Rico, que la sobrevivió a expensas del erario público en la Penitenciaría Estatal de Illinois. Todos saben cómo ella copó la organización de mala muerte de Scollay y la hizo crecer, convirtiéndola en un imperio de la Ley Seca que rivalizó con el de Capone. Cómo borró al Griego y a los otros dos líderes de pandillas del lado Norte, tragándose sus operaciones. Rico, su valet perplejo, se convirtió en su primer lugarteniente y él mismo fue responsable de una docena de golpes pandilleros.
Seguí sus hazañas desde la costa Oeste, donde estábamos haciendo unas grabaciones bastante exitosas. Aunque sin Billy-Boy: el formó su propia banda, luego de que nos fuimos de lo de Englander, una banda de Dixieland conformada por negros y les fue muy bien en el Sur. Estaba bien. Muchos lugares ni siquiera nos hubieran permitido tener una audición con un negro en el grupo.
Pero les estaba contando sobre Maureen. Ella siempre era noticia, no sólo por su perspicacia, sino porque era una gran operadora, en muchas formas. Cuando murió de un ataque cardíaco, en 1933, los diarios decían que pesaba 500 libras, pero yo lo dudo. Nadie llega a pesar eso, ¿no?
De cualquier forma, su funeral estuvo en todos los titulares, más de lo que cualquiera puede decir de Scollay, que nunca tuvo un lugar en los periódicos antes de la página 4 a lo largo de toda su miserable carrera. Se necesitaron diez personas para cargar el ataúd. Había una foto de ese ataúd en uno de los periódicos. Era una cosa horrible.
Rico no era tan brillante para encaminar las cosas por sí mismo y cayó asesinado al año siguiente.
Nunca me la pude sacar de la cabeza o la forma agonizante y vil en que Scollay me miró esa primera noche que me habló de ella.
Todo es muy extraño. Retrospectivamente, no puedo sentir pena por ella. La gente gorda siempre puede parar de comer. Los pobres tipos como Billy-Boy Williams sólo pueden parar de respirar. Sigo sin ver de qué manera podría haber ayudado a cualquiera de los dos, pero me sigo sintiendo mal, entonces y ahora. Probablemente, porque no soy tan joven como alguna vez fui. Eso es todo lo que hay, ¿no?

viernes, 12 de junio de 2009

Some Other Time






Ushuaia. A las 9 y media amanece. A la noche, ya tarde, leí un cuento genial de Dorothy Parker –una mujer repite, a su marido y a unos vecinos, exactamente con las mismas palabras, el relato de lo que el médico dijo acerca de las amígdalas de su hija; el marido apenas contesta, inmediatamente interrumpido por ella, y los vecinos comentan, mientras se alejan de la casa y de ese relato casi terrorífico en su repetición, que se trata de un matrimonio maravilloso–. Me desperté temprano para enviar un artículo al diario, antes de salir a navegar por el Canal de Beagle. Y, en acto privado de desagravio, frente a sí mismo y su reciente y olvidable visita, escucho a Gary Burton. Lo escucho en Matchbook, con Ralph Towner, uno de mis discos preferidos desde que lo escuché por primera vez, en 1974, en casa de Claudio Da Passano. “Some Other Time”, de Leonard Bernstein aunque asociado inevitablemente con Bill Evans (que lo grabó con Tony Bennett y usó elementos del tema en “Peace Piece” y, antes, en “Flamenco Sketches”, con Miles Davis),“Icarus” y “Aurora” (de Towner y con inolvidables versiones por Oregon) y “Good Bye Pork Pie Hat”, de Mingus, suenan en la demorada noche.

jueves, 11 de junio de 2009

1000










Desde Argentina (en 756 ocasiones), España (en 103), Estados Unidos (en 45), México, Francia, Italia, Alemania. Bélgica, Brasil, Colombia, Chile, Reino Unido, Suecia, Indonesia, Serbia, India, Japón, Malasia, Uruguay, Venezuela, Perú, Canadá, Croacia, Ecuador, Irlanda, Rusia, Costa Rica, Filipinas, Hungria, Australia, Portugal, Noruega, Bolivia, Dinamarca, Grecia, Turquía, Bulgaria, Nigeria, Rumania, República Dominicana, Holanda, Guyana Francesa, Taiwan, Estonia, Singapur y Corea del Sur han visitado este blog. Ayer pasaron los primeros 1000. Desde el pasado 21 de mayo, en que un adminículo llamado Google Analytics muestra la cantidad y procedencia de las lecturas, hubo 1058 consultas. Estoy tan contento como asombrado.

miércoles, 10 de junio de 2009

Impromptus




La música escrita coqueteó desde siempre con la idea, o con el gesto, de la improvisación. Las recercadas de Diego Ortiz, las disminuciones sobre canciones o motetes de la época realizadas por Girolamo Dalla Casa, las Intonazione para órgano de Giovanni Gabrielli y los Preludios que precedían a las fugas o que abrían las suites de Johann Sebastian Bach, jugaban con esa posibilidad de evocar la inspiración repentina en una notación más o menos precisa. Las dos colecciones de Impromptus de Franz Schubert –Op. 90 (D 899) y Op. Post 142 (D 935), de 1827– y los tres Impromptus de Chopin (de 1837, 1839 y 1842), hacen de esa tensión entre escritura e ilusión de espontaneidad un género, con título y todo. La misma dialéctica construye gran parte del sentido del tango. Y tal vez no haya mejor muestra del arte del impromptu que esas catorce miniaturas maestras que Lucio Demare grabó en piano en 1968, a los 62 años años y seis antes de morir, y que se incluyen en Lucio Demare. Sus tangos (Grafisound). No todas las piezas le pertenecen. Allí están, además de "Mañana zarpa un barco", "Luna", "La calle sin sueño", "Malena", "Dandy", "Sentimiento tanguero" y "Mañanitas de Montmartre", "Los mareados", "Nunca tuvo novio", "Nieblas de Riachuelo" y "Gricel", entre otras firmadas por Cobián, Bardi, Mores, Mora y Arolas. Todas, sin embargo, son suyas; las une ese toque de elegancia extrema y un fraseo que sobrevuela el tiempo. Cada tango suena como si esa fuera la primera vez. Como si sonara "de pronto".

martes, 9 de junio de 2009

El mar


"...junto al mar, el silencio posee una cualidad especial por la noche...", escribe John Banville en El mar (Anagrama). El suyo es un mar crecido "durante toda la mañana bajo un cielo lechoso" y a sus orillas sucede lo que el narrador, un especialista en los retratos que Bonnard hizo de su mujer, recuerda como forma de olvidar –o de recordar para siempre– otro recuerdo. El Mar de Debussy es diurno, comienza "Del alba al mediodía" y Erik Satie bromeaba diciendo que su parte preferida era "entre las 10 y media y las 11 menos cuarto". Es un mar que uno imagina más bien salvaje. Charles Munch, en su versión al frente de la Sinfónica de Boston grabada por RCA en 1958 (y publicada en CD con excelente sonido), demuestra que la flexibillidad y el color, el ritmo interno, es más importante que el escrito en la partitura. Pierre Boulez, que grabó la obra dos veces, ambas con la Orquesta de Cleveland, en su ejemplar versión de 1993, publicada por Deutsche Grammophon en 1995, demuestra que el ritmo escrito en la partitura revela e ilumina el ritmo interno –y los planos y el color–. Y yo soy incapaz de elegir entre esas dos demostraciones irrefutables de cosas contrarias.

Dos



Dos discos nuevos.
Dos discos muy buenos.
Dos discos de jazz argentino.
Dos discos de jazz entendido como una música abierta y creativa.
Dos discos nuevos de dos pianistas que buscan, en cada producción, ser distintos.
Dos temas, casi al azar, uno en cada uno de ellos, para escuchar con atención: "Tardes grises", en Homenaje, el disco del Trío de Paula Shocron (ella, Jerónimo Carmona en contrabajo y Carto Brandán en batería) editado en RCA gracias al visionario trabajo de Eduardo Dulitzky; "Alfonsina y el mar", en Esa sonrisa es un santo remedio, publicado por 20Misas, donde al trío de Adrián Iaies (él, Ezequiel Dutil en contrabajo y Pepi Taveira en batería) se suma un magistral Raúl Barboza en acordeón.

domingo, 7 de junio de 2009

Se fueron todos


"Que se vayan todos", dijeron. Y se fueron. No quedó nadie. Hay elecciones dentro de 21 días y no hay un sólo político que hable de políticas. Como aquel periodista de rock que aprovechó su minuto de fama, en una conferencia de prensa de Luis Alberto Spinetta, para preguntarle al músico cómo iba a ser su relación con la prensa. los supuestos políticos hablan, sí, pero de cómo construir poder o de cómo destruir el de otros. No dicen, en cambio, para qué lo quieren. A lo sumo enuncian el tema de la calidad institucional pero, nuevamente, como si se tratara de un fin y no de un medio para instrumentar políticas. No entraré aquí en la cuestión de que nadie está pensando ni diciendo cómo debe ser el país dentro de una determinada cantidad de años, o, más cerca, dado que supongo que se sabe cuánto crecerá, aproximadamente, la población de la ciudad de Buenos Aires, cuánta gente llegará de otros lugares del país y cuántos de países vecinos, o en cuánto se incrementará el parque automotor en los próximos cuatro años, qué planes se instrumentarán (o por lo menos se querrían instrumentar) en relación con esas problemáticas. No me referiré a que nadie está diciendo si hay barrios que deben crecer y otros que no y cómo lograrlo, o a que no hay enunciación alguna –ni de deseos– en cuanto al colapso energético y cloacal de Caballito, o al hiperdesarrollo canceroso –y sin planificación, desde ya– de Palermo, donde entre manzanas y manzanas de casas de ropa y restaurantes no hay una farmacia ni un cajero automático. Me circunscribiré al tema del Teatro Colón. Y ni siquiera a cuestiones complejas, como las edilicias, que, a pesar de todo, estimo que serán resueltas ya que se encuentran en la fracción de universo (obras, fasto, visibilidad) que el ex presidente de Boca es capaz de registrar como importante. Es decir: el edificio se va a reinagurar, un poco más tarde o más temprano, y es posible, dado que en ese aspecto hubo controles, aunque no parezca, que la acústica no se haya resentido. Tampoco abordaré el tema de la programación; al fin y al cabo el Colón conocerá temporadas más brillantes que otras y hasta podrá ofrecer espectáculos mediocres durante años, dependiendo de los saberes mayores o menores de quienes estén a su cargo, pero, en cualquier caso, no será dramático. Voy a centrarme en dos cuestiones: el para qué y el cómo. El Estado gasta una cantidad de dinero en producción y consumo de arte por parte de la población. Sólo si se sabe para qué puede determinarse si el precio es justo. 40.000 pesos en mucho para un Renault 12 desvencijado y muy poco para un Rolls Royce. El Estado de la ciudad, aparentemente, quiere tener un teatro de ópera y ballet, quiere tener dos orquestas estables, una dedicada a conciertos y la otra a acompañar óperas, un instituto de formación, un centro de experimentación, además de un ballet "clásico" y, a pocas cuadras, uno más bien "neoclásico" aunque se llame a sí mismo "contemporáneo". Lo que gasta en ellos, objetivamente, no permite la exigencia de cuerpos de primer nivel. Las orquestas tienen serias dificultades para tocar música del siglo XX –empezando por Stravinsky o Debussy, que ya tienen más o menos 100 años de antigüedad–. El Ballet Estable del Colón sólo puede hacer el repertorio zarista decimonónico pero no puede hacerlo de tal manera que tenga sentido hacerlo. Un músico de orquesta debe, además, dar clases, tocar en orquestas de tango, acompañar a cuanto solista internacional pueda y, encima, si ama la música, juntarse con otros a hacer repertorio de cámara para encontrar el placer perdido en su burocratizada orquesta. A mí, francamente, me interesa más que alguien se ponga a pensar en esto que en si las obras se terminan en mayo de 2010 o junio de 2012. Suele decirse, para hablar del Colón, que es el teatro por donde pasaron Rubinstein, Toscanini, Richard Strauss o Caruso. Del San Martín se recordará a Tadeusz Kantor o Pina Bausch. ¿Y la producción? ¿Qué se estrenó en esos teatros? ¿Qué encargaron? ¿Qué obras vieron la luz gracias a la imaginación de quienes los dirigieron? Si el Colón es –y debería seguir siendo– tan sólo el museo de la operística del siglo XIX y, para peor, un museo de reproducciones deslucidas ya que, sepámoslo, un teatro de ópera tradicional del primer nivel está absolutamente fuera de las posibilidades de cualquier Estado latinoamericano y de la mayoría de los Estados del mundo pero, mucho más, de la Argentina después de la destrucción pergeñada por la gestión de Macri-Michetti y, para peor, con un cambio de 5 a 1, ¿cuánto debe costarle a la ciudadanía?. Si el Colón tiene como única función dar placer a los más o menos 10.000 operómanos de Buenos Aires y hacer que no se pierda parte del patrimonio cultural de la humanidad, ¿cuánto debe el Estado invertir en él? Y si no es así, ¿qué otras cosas debería ser el Colón, sin desvirtuar su esencia, su historia y sus virtudes? Sería útil que algún político lo pensara o, por lo menos, lo identificara como un problema.
Ese el es para qué y lo otro es el cómo, y es, en un punto, más sencillo. Es algo a lo que los políticos que se presentan como candidatos podrían estar abocándose ya. El Estado quiso tener, como ya se dijo, teatros, ballets y orquestas. Y el Estado nunca pensó una legalidad para contenerlos. ¿Cómo debe ser contratado un bailarín? ¡Cómo debe ser descontratado? ¿Cuándo y en qué condiciones debe jubilarse? ¿Qué debe exigírsele a un músico de orquesta? ¿A cambio de qué? Esta gestión de autoproclamados empresarios que en sus currículum ostentan, a lo sumo, el pergamino de empleados del mes de McDonald, hablan de la Estabilidad de los empleados públicos. Y hablan pestes, por supuesto, achacándole todos los males. Lo que no dicen es que cuando no hay estabilidad debe haber cláusulas indemnizatorias. No dicen que los contratos –a un bailarín del Teatro San Martín, por ejemplo– no pueden prolongarse durante años porque eso contradice la propia naturaleza de lo que es un contrato. No dicen que un director tiene todo el derecho del mundo de echar los bailarines que no le gustan –o que lo discuten– pero que eso no puede significar que alguien quede en la calle, de un día para el otro y sin ninguna indemnización, luego de haber recibido un sueldo de manera continuada a lo largo de varios años. Y que no es justo que alguien que realiza un trabajo que nada tiene de eventual no tenga, además de la posibilidad de una indemnización, ni vacaciones pagas ni aguinaldo. Si el Estado quiere tener cultura, debe tener, por lo menos, un marco legal que se lo permita. La cultura "alta", en Buenos Aires, no cuenta con un ecosistema. Se trata de flores plantadas en el desierto. Hay que traer el agua, cada día, desde kilómetros de distancia, y alguien debe quedarse parado al lado, haciéndole sombra con un paraguas porque no hay ni un arbustito alrededor. Buenos Aires tiene al Colón y al San Martín y a los conservatorios y al IUNA –que depende, en realidad, de la Nación–. ¿Los que se forman en esas instituciones lo hacen para ir a parar a los teatros? ¿Hay alguna clase de relación entre esas dos inversiones que hace el Estado en campos que deberían ser complementarios?
Sí, ya sé. Se fueron todos. Yo sólo pido que vuelva alguien.

jueves, 4 de junio de 2009

La marchita se marchitó


Ayer, en la televisión, el hijo de Hugo del Carril (disfrazado de la sombra del padre, engominado, tanguero y peronista de una manera en que tal vez ya nadie lo sea) anunciaba su rechazo a la utilización por parte de las fórmulas oficialistas de la "Marcha peronista" en la célebre versión cantada por su padre. La decisión legal, accediendo a la prohibición, es todo un comentario acerca del valor de la interpretación en la esencia de la obra. Un valor que los derechos de autor, en cambio, aún no reconocen: los herederos de Lorenz y Hart cobran, indistintamente, por dos obras tan diferentes entre sí como "My Funny Valentine" tocada por Miles Davis y "My Funny Valentine" tocada por Chet Baker.
El episodio invierte aquel de 1952, en que el peronismo oficial –en ese entonces era el único– prohibió la Marchita de Hugo del Carril. Aquí recupero la nota escrita en su momento por Julio Nudler y publicada en Música argentina. La mirada de los críticos (Ediciones del Rojas, UBA).


MARCHITA, PERONISMO Y TANGO
Por Julio Nudler
Aunque la marchita, la célebre "Los muchachos peronistas", quedó identificada definitivamente con la voz de Hugo del Carril, en 1952 hubo un serio intento oficial de remplazar esa versión como castigo a ese artista, cuya adhesión al régimen no le ahorró disgustos con sus censores, en particular el temible Raúl Alejandro Apold, secretario de Informaciones. Todo comenzó con la muerte de Eva Perón, el 26 de julio de aquel año. Fue decretado entonces un largo duelo nacional, en cuyo transcurso quedaron suspendidos todos los espectáculos. A medida que se prolongaba, la forzada tregua fue tornándose crítica para muchos empresarios y artistas, que de pronto se veían privados de todo ingreso.
En lugar de aguardar pacientemente el retorno a la normalidad, Del Carril aceptó un contrato para actuar en el Uruguay, un país con el que la Argentina mantenía tensas relaciones en razón de un áspero enfrentamiento político. Al conocerse en Buenos Aires, la actitud del cantor provocó hondo disgusto en los círculos gubernamentales, que resolvieron sustituir su registro de "Los muchachos...", que databa de 1949 y había tenido por fin añadir fervor, si eso resultaba posible, a las celebraciones del 17 de Octubre, Día de la Lealtad. Domingo Marafiotti, con su ductilidad de director de orquesta radial, había aportado vibración marcial a aquella interpretación, a todas luces lograda.
No deja de ser curioso que la elección del reemplazante recayera en otro cantor de tango, cuando en realidad este género nunca se comprometió políticamente, si se permite expresarlo así. Es verdad que Ignacio Corsini grabó en 1928 un tango llamado "Hipólito Yrigoyen", con loas a quien ese año reasumía la presidencia, y que en 1930 Carlos Gardel llevó al surco "¡Viva la patria!", en exaltación del golpe militar de Uriburu, pero fueron hechos excepcionales e involucraron piezas que no alcanzaron repercusión. Podría añadirse algún otro ejemplo, pero la conclusión no cambiaría.
Como quiera que sea, la elección del remplazante recayó en Héctor Mauré, quien había cimentado su fama en los primeros años 40 como vocalista en la orquesta de Juan D’Arienzo. Luego prosiguió su carrera como solista, con marco orquestal o de guitarras. Alcanzó su plenitud en los iniciales años 50, y datan de 1957 las últimas grabaciones de valía que dejó, antes de decaer. Mauré grabó esa suerte de himno justicialista en diciembre de 1952, también acompañado por Marafiotti, y con la ayuda del coro de Fanny Day, muy apreciado entre el inmenso público de la radio. Se trató de un disco RCA Víctor, del que figura como responsable la Secretaría de Informaciones de Presidencia de la Nación.
Sea porque la versión de Hugo del Carril ya estaba impuesta, y para la gente indisolublemente ligada a la marchita; sea porque el cantante, actor y cineasta logró recomponer su relación con el régimen, del que fue activo propagandista (él fue uno de los actores que se hicieron cargo de Mordisquito tras la muerte de Enrique Santos Discepolo en diciembre de 1951, leyendo micros radiales que procuraban votos para la reelección de Juan Domingo Perón en 1952), lo cierto es que la versión de Mauré cayó pronto en el olvido y fue la de Del Carril la que perduró. Mauré no parece, sin embargo, haberse dado por vencido, ya que el 28 de julio de 1973, cuando de nuevo gobernaba el peronismo, grabó por segunda vez "Los muchachos...", en la ocasión acompañado por una orquesta confiada a la batuta de Roberto Montiel.
El culto a la personalidad, en adoración tanto de Perón como de Evita, y las loas al gobierno constituyeron todo un género, que contó con muchos ávidos cultores. En la inmensa colección discográfica reunida por Héctor Lorenzo Lucci figuran numerosas placas sonoras que lo atestiguan. Corresponde mencionar aquí, además, los frondosos datos aportados para estas líneas por Néstor Pinsón, y la investigación realizada sobre el origen de la marchita por Juan Ayala y un hijo suyo, publicada en La Maga el 18 de octubre de 1995.
Conocida era la cercanía de Nelly Omar con Eva, en cuyo honor grabó "La descamisada" y "Evita capitana", en las respectivas caras de un mismo disco de pasta, de 78 rpm. Lo más sorprendente es que esas letras pertenezcan a Homero Manzi, el mismo que pudo crear, por esos años, numerosos tangos de conmovedor valor poético, además de valses y milongas. Fue también el autor de "Sur" y "El último organito" quien concibió "Versos de un payador al general Perón" y "Versos de un payador a Eva Perón", grabados tanto por Hugo del Carril como por Oscar Alonso, un cantor que alcanzó excelente nivel y cuyas grabaciones de 1950 (apenas cuatro tangos) con Héctor María Artola son invalorables. Por cierto, Manzi es quien en su celebrada "Milonga del 900" (música de Sebastián Piana) había proclamado aquello de “Soy del partido de todos / y con todos me la entiendo. / Pero váyanlo sabiendo: / ¡soy hombre de Leandro Alem!”
"Canto al trabajo" (se recordará que Perón era “el primer trabajador”) fue registrado en noviembre de 1948 por Del Carril, con orquesta y coro del Teatro Colón, todos bajo la dirección de Alejandro Gutiérrez del Barrio. Es natural que la letra perteneciese a Oscar Ivanissevich, hombre del régimen, pero el detalle que de nuevo involucra a una figura clave del tango es que la música fuera de Cátulo Castillo, hijo del anarquista José González Castillo. Como compositor, pero sobre todo como letrista, Cátulo es uno de los inmortales del género. En otra faceta de su personalidad, aprontaría los versos de la "Marcha de Luz y Fuerza", motivo sindical grabado por Del Carril al dorso de "Los muchachos...", como queda dicho en 1949. Es un curioso apunte que en ese disco se consigne “Grabación particular”, como si se hubiese tratado de una iniciativa ajena al poder.
"Marcha del Plan Quinquenal", de Rodolfo Sciammarella, ubicuo creador de tangos popularísimos, responsable de "Hacelo por la vieja" y tantos otros, pero también de jingles políticos, escribió aquel tributo al segundo plan quinquenal, uno de los caballitos propagandísticos del gobierno. De nuevo es Héctor Mauré quien lo graba en 1953, asistido por el coro de Fanny Day y con dirección orquestal de Silvio Vernazza. Pero lo verdaderamente inesperado es hallar en estas lides a Héctor Pacheco, un cantor extremadamente delicado, de estilo opuesto a la virilidad cultivada por otros y que en la mitad inicial de los 50 vivió su época de esplendor en la por entonces estupenda orquesta del aristocratizante Osvaldo Fresedo. Con todo eso, Pacheco no se privó de grabar una marcha llamada "Peronista", de Sebastián Piana y Enrique Pedro Maroni, cantando al dorso "Descamisado", también de Maroni pero con letra de un tal A. Retá, en la que se exalta al coronel Perón. La labor orquestal estuvo a cargo de Alfredo Attadia, compositor de "Tres esquinas" y primer bandoneón de Angel D’Agostino.
Francisco Canaro no podía haberse privado de grabar "Los muchachos...", pero la suya es una versión coral, mientras que uno de los cantores más admirables que dio el tango, Alberto Marino, fue de la partida con "Oda peronista", canción interpretada con acompañamiento de guitarras y moldeada sobre la música de "Mis harapos". Un enconado competidor de Canaro, como fue Francisco Lomuto, creó con su hermano Blas la marcha "Cuatro de junio" en homenaje al golpe pro-Eje de 1943.
Todo un capítulo aparte merecería el controversial origen de "Los muchachos peronistas", a despecho de que en la versión de Hugo del Carril de 1949 aparecen como compositor el pianista Norberto Horacio Ramos y, como letrista, el mencionado Ivanissevich. Pero las notas elementales de la pieza pertenecerían, en su primera parte, a Juan Raimundo Streiff, quien la compuso para servir de marcha al club Barracas Juniors, de la calle Río Cuarto, y de aliento a su equipo amateur de fútbol. Un tal “Turco” Mafarri le habría adosado unos versitos en 1948, con atisbos de lo que luego se convertiría en el himno del peronismo. Ivanissevich afirma, por otro lado, que fue ese año cuando, por iniciativa suya, se efectuó la primera grabación de "Los muchachos...", anterior a la de Del Carril.
En cuanto al estribillo, provendría de una comparsa de la calle California, cuyos integrantes coreaban: “¿Pa’ qué tomás si te hace mal?, /¿ pa’ qué tomás si no sabés?...”, lo que sería suplantado por el entusiasta “Perón, Perón, ¡qué grande sos!... Mi general, ¡cuánto valés!” Pero Ramos, que en 1984 fue a Sadaic a registrar como propia la marchita, que allí figura como anónima, indica como antecedente la marcha "Los gráficos peronistas", que él habría compuesto por iniciativa de su padre, que ejercía ese oficio en Editorial Atlántida. La letra habría sido obra de Rafael Lauría.
Como broche de esta breve reseña es justo recordar que Hugo del Carril supo interceder por otros artistas que sufrían persecución durante los primeros gobiernos peronistas. Músicos de tango que militaban en el Partido Comunista pudieron alguna vez, gracias a gestiones suyas, actuar en radio. No es raro entonces que Apold le guardara poca simpatía. También habría que consignar que la implacable censura impuesta en 1943 y que asoló las letras de tango, expurgando no sólo cualquier término lunfardo (o que el censor por ignorancia creyese tal) sino también toda mención a una conducta “antisocial” (desde la embriaguez al suicidio, pasando por el adulterio o la falta de higiene), fue mantenida hasta 1949, aunque, de modo muy argentino, con rigor declinante, como si los propios censores se aburrieran de revisar tanto verso.

Mahler ataca de nuevo










Alex Ross subió en su blog una serie de recomendaciones acerca de las versiones de las sinfonías de Mahler –doce horas después de que aquí se hablara de la nueva integral de Zinman, como demuestran los horarios de los posts– con la que discrepo. En primer lugar, hay algo que, tal vez, responda a la obsesividad, y tiene que ver con la preferencia de una misma orquesta y director para todas. Salvado ese obstáculo, jamás elegiría la Quinta de Bernstein, más allá de sus innegables valores expresivos, precisamente por aquello que la hizo famosa: la arbitraria lentitud del Adagietto (que luego terminó, lamentablemente, imponiéndose como verdadera). En ese sentido, Abbado en su segunda versión, con la Filarmónica de Berlín, me parece preferible (en rigor, todas sus versiones son admirables y, desde mi punto de vista, ejemplares). Y si se trata de versiones "sueltas", entre las que conozco, la Sexta por Karajan, que Ross no menciona, se me hace inevitable, y no dejaría de mencionar la Tercera por Salonen.

miércoles, 3 de junio de 2009

Sinfonía de sinfonías





Hay ciclos de obras que ocupan el lugar de Obra. Que se leen como series. Como si cada una de ellas fuera un movimiento –un capítulo– de un relato único. Las Sinfonías, Cuartetos para cuerdas y Sonatas para piano de Beethoven son, en todo caso, el modelo de Obra de obras que se traslada a los Cuartetos de Bartók, a la música para piano de Debussy o de Schönberg y a las Sinfonías de Gustav Mahler. Estas últimas, además, parecen ser inseparables de la integralidad. Los grandes directores que las grabaron en disco, en la mayoría de los casos –Haitink dos veces, Kubelik, Abbado en dos oportunidades, Leonard Bernstein, Pierre Boulez, Riccardo Chailly–, las registraron todas. Y hay una nueva integral a la que conviene prestarle atención y no sólo porque es la única que está siendo editada localmente –y con precios locales–: la conducida por David Zinman, al frente de la Tonhalle de Zurich. Si Roland Barthes despotricaba contra la manía burguesa de utilizar la interpretación para sobreexplicarlo todo, estas versiones brillan por dejar, simplemente, que las obras hablen por sí mismas. Expresamente literales y nunca anodinas, hasta ahora han aparecido las Nos 2 (con Julianne Banse y Anna Larsson), 3 (con Birgitt Remmert), 4 (con Luba Organosova), 5, 6, 7 y 1, esta última incluyendo "Blumine", el bellísimo segundo movimiento luego descartado por Mahler.

Cuento con música















TAXI

Por Leonardo Moledo (Publicado originalmente en Revista Clásica)

Cada vez que salgo a la calle se me acerca un taxi. Puede ser en la puerta de mi casa o a unos metros de ella, o cerca de la parada del colectivo a donde pretendo llegar: el taxi se acerca sigiloso (o repentino) y estaciona a mi lado. Lo tomo (¿qué otra cosa podría hacer?) y me lleva directamente a la Compañía, del otro lado de la ciudad, donde muestro mi pase y me sumerjo en un plácido mundo de escritorios arrullados por un parlante que transmite música funcional. A veces salgo por la puerta trasera del edificio, que da a una calle con poco tránsito, pero igualmente, apenas pongo un pie en la vereda, un taxi se arrima al cordón, dispuesto. Tampoco importa la hora, puede ocurrir al mediodía o a las dos de la mañana porque algún llamado urgente me despertó, o porque recordé un lugar a donde debía ir, o simplemente porque decidí salir a dar un paseo, pero apenas salgo, un taxi se aproxima y me lleva a la Compañía. Nunca es el mismo taxi, y, que yo recuerde, jamás se han repetido. Los modelos son variados, y no pude encontrar nada entre los taxistas que se aproxime a una regularidad que pudiera darme alguna pista concreta. Alternan las marcas, los años de los coches y las edades de los taxistas: a veces son hombres –y algunas mujeres- maduros, a veces el conductor me parece casi un niño; rara vez, por lo que creo, los vi armados. El interior varía dentro de los límites un tanto estrechos de la decoración convencional, a veces una estampita, un retrato de Gardel, un zapatito colgando, en ocasiones nada. Pero invariablemente me llevan a la Compañía, en el otro extremo de la ciudad, que se alza en el medio de un descampado – es un edificio rectangular de tres pisos y líneas arquitectónicas modernas, aunque un poco pasadas de moda – y que mantiene sus luces encendidas tanto de noche como de día y en cuya entrada hay una barrera. Allí pago al taxista, desciendo del automóvil, deslizo mi pase por una ranura magnética, la barrera se levanta y recorro a pie los cien metros que me separan de la entrada principal, donde el pase debe ser utilizado nuevamente, esta vez bajo la mirada fija y amenazadora de un guardián que, aunque no está armado, parece estar respaldado por una retaguardia invisible de gente peligrosa. El taxista, sea quien fuere, no me pregunta nada durante el trayecto, salvo algunos comentarios sobre el tiempo que hace, o el estado del tránsito que nos rodea, que son reiterativos, o, más que reiterativos, siempre iguales. La radio está siempre prendida y se escucha únicamente música, nunca un partido de fútbol o un noticiero; a veces cuando subo, y a veces recién cuando llegamos a la Compañía, un locutor anuncia lo que acabamos de escuchar y lo que oiremos a continuación. La voz del locutor me hace acordar a los taxistas anteriores: ahora oiremos el ciclo de La Chanson de Roland, de Chris de La Tour, trovador del siglo XIV, a continuación transmitiremos el Libro V de madrigales de Monteverdi, pero los taxistas, del mismo modo que los coches, jamás se han repetido ni se conocen entre sí, ni nadie les ha indicado que vinieran. El taxi no recorre siempre el mismo camino, a veces se desliza por avenidas y a veces toma sólo calles laterales; generalmente, cuando cruzamos por debajo de algún puente o tomamos la autopista, la voz del locutor irrumpe para anunciar un coral de Buxtehude, o una obra de Corelli, o un concerto grosso de Heinz: nos acercamos, muy lentamente y a lo largo de los años, del Renacimiento al Barroco. Muchas veces, cuando hace frío o llueve, trato de disfrazarme, cubriéndome con un impermeable, tapándome la cara con una bufanda y ocultando todo mi cuerpo tras un enorme paraguas, pero aun en medio de la más intensa tormenta, y vestido así, apenas salgo, un taxi, siempre distinto de todos los que he tomado, se arrima y estaciona al lado mío, junto al cordón de la vereda: adentro me espera un ambiente confortable y sereno, un taxista algunas veces locuaz y la radio encendida y deslizándose, paso a paso a través de la interminable serie de sinfonías–canción de Werner, haciendo equilibrio entre el Barroco temprano y el tardío, hasta que llegamos a la Compañía, con su ritual de barrera, pase, puerta de entrada y guardián, que según la hora, atenúa su mirada brutal o a veces está durmiendo apoyado en su arma. La Compañía, como siempre, tiene todas las luces encendidas. Una vez me enfermé de cierta gravedad y no salí a la calle durante casi seis meses; fue un período de relativa felicidad, pero el primer día que decidí dar un paseo, apenas alcancé la vereda, se acercó un taxi manejado por un muchacho de no más de 16 años que me llevó directamente a la Compañía. La radio estaba recorriendo ya la obra de Johann Sebastian Bach: "Wachet auf, ruft uns die Stimme", y al día siguiente, "Von Himmel da komm Ich Hier". Ni los taxistas ni los locutores parecían registrar el paso de las estaciones, ni los cambios del lenguaje o la moda; para la época en que la radio había dejado atrás a Stamitz, Semmel y Cwoe y transitaba la ultima sonata de Beethoven, los jeans habían sido sustituidos por pantalones de poliester con tachas metálicas, pero los taxistas, fueran jóvenes o viejos, hombres o mujeres, vestían igual que el primer día, ya lejano en el tiempo y ni el portero de la barrera ni el guardián parecían notarlo. Durante mucho tiempo, dejé de hablar con los taxistas y de escuchar la música y traté de elaborar una estrategia para confundirlos (deslizarme por una ventana, saltar la verja del fondo, subir a la terraza y moviéndome de terraza en terraza aparecer por un lugar inesperado), pero apenas ponía un pie en la calle, el taxi se acercaba y me llevaba a la Compañía acompañado por la música atonal de Schönberg o el Cuarteto Nro. 25 de Adjus Trajk, que ya exhibía avances minimalistas. Había, a la vuelta de mi casa, un baldío que terminaba en una explanada de baldosas rotas, donde permanecía desde tiempo inmemorial, incongruente, un aljibe. Me oculté en el aljibe después de haber introducido una chapa que me sirviera de plataforma, y descubrí que dos metros por debajo de la boca se abría un túnel penoso que recorrí con miedo, un túnel larguísimo que a veces se estrechaba hasta casi impedirme el paso y otras veces se ensanchaba como para permitir el paso simultáneo de tres personas; lleno de botellas rotas, jeringas en estado de avanzada descomposición, partes de algunas aves embalsamadas por un taxidermista hábil, y el rumor lejano del agua que corría por la cloaca máxima de la ciudad. Prendiendo un encendedor, de a ratos pude avanzar y al cabo de unos días vi que el túnel desembocaba en una escalera desgastada, asimétrica y angosta, al final de la cual se distinguía un puntito de luz. Subí pegado a la pared para que nadie me viera y salí -cautelosamente- al centro mismo de la plaza de un barrio completamente desconocido para mí, rodeada de grandes edificios y delimitada por cuatro avenidas de tráfico intenso y de doble mano. Con precauciones, busqué un semáforo con la vista y cuando vi que se encendía la luz roja me dispuse a cruzar. Entonces se me acercó un taxi. Subí y me dejé caer en los asientos, que estaban forrados de plástico. La radio estaba transmitiendo música que inmediatamente reconocí, era el final del Agnus Dei, de la Misa de Réquiem en Si, de Isaac Dynsen: yo estaba cansado por la travesía y por todo el tiempo transcurrido, pero cuando el coro emprendió el Dona Nobis Pacem, comprendí, de repente, que nadie vendría a buscarme mañana ni nunca más para llevarme a la Compañía. Sin embargo, ni el taxista ni los que manejaban el mar de coches que nos rodeaba se daban cuenta. El taxi se deslizaba sin inconvenientes por la avenida atestada, el tiempo transcurría por última vez y a nadie parecía preocuparle; era como si nevara.