martes, 30 de marzo de 2010

Transcripción en París




















Se estrenó en París Transcripción, de Diana Theocharidis, con música de Pablo Ortiz y Kaija Saariaho. Aquí, dos fotos del espectáculo y una del saludo, con la directora junto a los compositores (Ortiz y Saariaho), escenógrafo (Emilio Basaldúa), músico (Annsi Karttunen) y bailarines (Romina Pedroli, Aníbal Jiménez y Jorge Dermitzakis).

domingo, 28 de marzo de 2010

Espacio



Escucho, en la mañana de ayer, la última de las Traces de Martín Matalón, escritas para solista y electrónica en tiempo real. Está incluida en su último disco y fue compuesta para soprano. La coloratura y el virtuosismo se unen a una trama misteriosa e inquietante. Es de lo mejor que escuché últimamente. A la noche, en la Cité de la Musique, asistí a un gran concierto: John Adams dirigiendo tres obras suyas –Son of Chamber Symphony, Shaker Loops y Chamber Symphony– al frente del Asko Schönberg Ensemble (el mismo que tocaba en La Rosa de los Vientos de Kagel y en la Ligeti Edition). Nada une, en primera instancia, las estéticas de Matalón y Adams, salvo, tal vez, la precisión técnica de la escritura. Sin embargo, de manera más evidente en Matalón y perceptible en Adams, para mí por primera vez, en la audición en vivo, está la cuestión del espacio. Son músicas que además de transcurrir en el tiempo se desarrollan –se desplazan, se enriquecen, mutan– en el espacio.

jueves, 25 de marzo de 2010

Preguntas con respuesta


En el número de otoño de 2005 de la revista Otra Parte se publicó esta entrevista que aquí transcribo. Dialogan dos de las personas cuyos puntos de vista me parecen más interesantes y, más allá del tiempo transcurrido desde su publicación original, creo que los problemas que se plantean siguen pudiendo ser discutidos (y sería bueno que así fuera)

Marcelo Delgado. Contra la platea religiosa

Por Abel Gilbert

En “El idioma analítico de John Wilkins”, Jorge Luis Borges alude a “cierta enciclopedia china” en la que se describe una interminable taxonomía que bien podría aplicarse a todo lo que hoy es considerado música. Entre sus innumerables acápites debería incluirse la llamada música clásica.
Aquel dictum de Arnold Schönberg que las vanguardias hicieron suyo (“si es arte no es para todos y, si es para todos, no es arte”) podría encabezar uno de los desgloses. Las tentativas superadoras de ese manifiesto epigramático, los gestos infructuosos, resignados, los ademanes de quienes abjuraron y los simulacros de los que no advirtieron el paso del tiempo también ameritarían ser clasificados. Entre tantos sustratos geológicos, Marcelo Delgado sabe de antemano cuán difícil es hacer audible lo que suele llamarse “contemporáneo”, y mucho más en un país donde la adversidad es una categoría en sí y las querellas estéticas entre sus protagonistas apenas se escuchan como una sutil forma del rumor.
“Nueva tendencia de vanguardia”, dice en su portada una revista de moda, mostrando un cuerpo esplendoroso. Y un suplemento de cultura, al hablar de la modernidad en la música, hace alusión a un dj. Si la “vanguardia” y la “modernidad” están en todos lados, ¿qué le queda a la música “contemporánea” para seguir imaginándose portavoz del futuro?
Decir “contemporánea” no ayuda a explicar nada: toda la música es contemporánea en tanto y cuanto sucede hoy. Pero, para poner algo de claridad en el malentendido, se suele llamar “contemporánea” a la música académica escrita hoy, aunque el malentendido se extiende, ya que en ese estante se apilan desde Schönberg y Stravinsky, que escribieron su historia hace casi cien años, hasta Lachenmann o Kagel, que la escriben hoy. Ahora bien, ¿de qué hablamos cuando hablamos de música? ¿Con qué se la asocia? ¿Con qué tipo de discurso? Para el imaginario colectivo hay una música incólume, secular, que es la de los grandes maestros, a la cual se la supone como un arcano y se le da el valor de “eso es bueno, es la tradición de los genios” porque siempre se le adjudicó ese valor que la tradición conlleva, generalmente impuesta por las clases ilustradas. Algo así como “a la gente importante le gusta y por eso debe ser buena, si la escucho voy a ser mejor”. Por otro lado está la música de todos los días: la que se escucha en la televisión, en la radio, la música asociada a imágenes o a la palabra.Y, además, está este segmento del que hablamos, el de la música “contemporánea”, que no tiene ninguna existencia social, o que si la tiene es muy restringida. ¿Cómo le explico a alguien que soy un compositor de música contemporánea? Con eso no le digo nada.
Entonces, ¿qué atajo debe tomar la música contemporánea para que se “reconozca” su existencia?
No sé si la misión es reencontrar ese camino y tampoco si es posible. La música “contemporánea” nunca fue masiva ni creo que lo vaya a ser. Tampoco creo que esa sea su finalidad. Y esto no tiene que ver con el elitismo. Hay muchas cosas que no son masivas: cierta literatura, ciertas corrientes plásticas y del teatro, determinado cine. No veo por qué tendrían que pelear un espacio de masividad que no les es inherente.
Aun así, determinadas manifestaciones artísticas irrumpen todavía con pensamientos más duros y la decisión de ocupar ciertos centros de gravedad…
Pero esas irrupciones tienen que ver con ganar espacios dentro del territorio acotado en donde esas manifestaciones tienen lugar, no con una decisión de popularizar, por así decirlo, esos lenguajes. Además, la música que Carl Dalhaus y otros llaman “pura” siempre sufrió su carácter de abstracción absoluta, lo cual la aleja un poco más de la posibilidad de gozar de un mercado más amplio de consumidores. Pongamos el caso del teatro. Por más al margen que se sitúe, vos ves a unos tipos en escena, así sea manipulando objetos o en silencio. Tenés allí la posibilidad de interactuar con el otro. La música reclama un individualismo extremo, una subjetividad puesta en movimiento para acceder a lo que se está diciendo, para establecer una intimidad que permita la comunicación. Ese carácter la lleva por carriles distintos de los de otros lenguajes artísticos. Y si esta es la condición que se requiere, en una sociedad que, abrumadoramente, se ha convertido en una audiencia acrítica, ¿qué tipo de injerencia social pueden tener las obras de Pierre Boulez, Luciano Berio o Gandini? La música habla sobre la música: es autorreferencial, dialoga consigo misma y su historia; ese autismo inevitable es parte de su distancia.
Hablando de la historia, de cómo se escribe en tiempo real: para celebrar la apertura en París del Institut de Recherche et de Coordination Acoustique/Musique (ircam), se realizaron una serie de conciertosbajo el título de “Passage du Vingtième Siècle”. Era el año 1977 y ya se hacía una suerte de inventario del siglo. ¿Y cuál era el repertorio? Stravinsky, naturalmente, Webern, Schönberg, Boulez, Nono, Xenakis, Berio, Debussy, Ives, Stockhausen, Cage, Ligeti… Me parece que ese recorte no sólo es discutible sino que tiene un efecto residual muy fuerte sobre el presente.
Decidir en el 77 cómo se cierra el siglo es algo muy caprichoso, salvo que ya, de una manera sugerida, se admita el agotamiento de los postulados del serialismo. Es sintomático que los que deciden qué entra y qué queda afuera, los que detentan el poder, son parte de la historia misma. Los únicos que pueden juzgar lo que pasó. Me parece que la historia siguió, aunque sí creo que la última revolución, en términos de pensar estrategias, establecer una técnica, influir en el lenguaje, fue el serialismo, un intento de hacer tabla rasa con el pasado y asimilar el estatuto de la música al de la ciencia.
En esos años una publicidad del ircam, glosando a Boulez, hablaba de la necesidad del músico de asimilar “cierto conocimiento científico” para hacerlo “parte integral de su imaginación”, con la esperanza de que así se forjara “una clase de lenguaje común que no existe en el presente”. ¿Qué ha quedado de esa fascinación? ¿Te atrajo en algún momento?
La verdad, nunca me atrajo la idea. Supongo que algún prejuicio debe haber detrás de mi actitud, algo del estilo de “el arte es arte y la ciencia es ciencia”. De todos modos, y aceptando esa deficiencia, creo que la pretensión de la música –o de algunos músicos– de asimilar el estatuto de su arte al de la ciencia, como una manera de legitimar determinados procesos musicales mediante verificaciones de orden científico, no produjo grandes resultados artísticos. Más bien, creo que encerró a músicos talentosos en laberintos por donde aún transitan. Afortunadamente, no me parece que hoy la tendencia cuente con muchos acólitos, salvo en el campo de la electrónica, en donde la carrera armamentística obliga a los músicos a una actualización permanente.
Y pensar que no hace mucho fue un pensamiento dominante. Vuelvo a ese concierto del ircam del 77; a fin de cuentas, la del ircam debe ser la política estatal más importante en materia musical que se conozca, y sólo por eso no me parece ociosa la recurrencia. En los programas, la presentación de las obras de repertorio trazaba una analogía con lo que pasaba en el campo científico. Así, en el cuadro sinóptico, La consagración de la primavera quedaba al lado de la irrupción de la teoría cuántica. Y El martillo sin dueño, de Boulez, junto a la invención del submarino nuclear.
Y podríamos decir que Abbey Road, de Los Beatles (que salió en 1969), presupone la llegada del hombre a la Luna y seguir con disparates por el estilo. Son jueguitos de gente que tiene dinero para dedicarse a esas cosas, y poder suficiente para pensar en ese tipo de legitimaciones. Nosotros estamos lejos de todo eso, creo. Acá, la modernidad de El martillo sin dueño no llegó nunca.
Siempre se dijo que Boulez terminó de cerrar esa obra en Buenos Aires.
Boulez termina esa obra en 1954; no sé si estuvo antes acá, pero dudo que el panorama social de la Argentina de entonces haya obrado en él –un francés ilustrado y engalanado con siglos de tradición– como un catalizador para concluirla. Lo que quería decir recién es que la modernidad que encarnaba El martillo sin dueño sólo circuló como rareza y nunca creó una tendencia. La modernidad de entonces tuvo apenas un atisbo en la prédica de Juan Carlos Paz. A través de él llegaron el dodecafonismo y cierta información de lo nuevo que ocurría afuera. Pero fue una modernidad espasmódica. No le niego a Paz sus valores de agitador y difusor, su decisión de haberse tirado contra la academia y el nacionalismo barato. Pero en términos de su propio quehacer musical creo que está sobrevalorado, más allá de las restricciones que sufrió. ¿Qué podía hacer en un lugar cuya tradición musical, en 1950, remitía a compositores que no habían ido más allá de César Franck? Por eso, la década de los sesenta, los años del Instituto Di Tella, pese a la gran cantidad de compositores que viajan a Buenos Aires –Luigi Nono, Morton Feldman, Xenakis– no deja un sedimento importante. ¿Cuántos compositores había en Buenos Aires en esa época? Gerardo Gandini,Antonio Tauriello, Mariano Etkin, Francisco Kröpfl… ¿quién más?
En 1958, con El martillo... en su cenit, el norteamericano Milton Babbitt escribe un ensayo, “El compositor como especialista”, donde sostiene que la música contemporánea devino tan compleja que se ha vuelto “ininteligible para el lego”. Y agrega que para asegurar su evolución futura, debe retirarse del público y buscar “apoyo y protección”, como la ciencia, dentro de las universidades. Me cuesta imaginar a alguien tratando de llevar adelante estas banderas aun en la Argentina de la abundancia…
Pobre tipo, ¿no? Me pregunto si después de decir eso él se habrá retirado a vivir en un campus. Creo que lo que pasó en muchos casos fue que la música se volvió ininteligible para algunos compositores y que, por un reflejo de “autosubsistencia”, intentaron buscar refugio en tableros de ajedrez en los que a nadie le interesaba jugar. Por supuesto que en un país donde las universidades están sucias, intransitables en muchos casos y superpobladas en otros, donde no hay siquiera equipos de música decentes para que los alumnos escuchen las obras en buenas condiciones, esperar que haya una voluntad de crear espacios asépticos destinados a convertirse en reductos cuasi individuales suena más a disparate que a utopía. Pero, aunque existieran las condiciones, me sigue pareciendo un disparate la propuesta.
Hace un momento te referías a la “carrera armamentística” en la que se ve envuelta la música electroacústica. Ya ha pasado más de medio siglo desde los primeros intentos de Edgard Varèse. ¿Qué rescatás de ese impulso?
Me parece que la “novedad” electrónica, en cuanto a su aparición como una nueva reserva sonora, inédita hasta entonces, que entre otras cosas se proponía como una memoria musical diferente que debía integrarse en el imaginario sonoro del mundo, sufrió un proceso de apropiación por otras áreas de la producción musical que le fueron ganando terreno a esa posibilidad; hablo específicamente de la música pop, rock, tecno o cualquiera de sus derivaciones. Y esto ya desde principios de los sesenta: recordemos las cintas pasadas al revés en Revólver, y la utilización de loops y otras yerbas en Sargent Pepper, de Los Beatles. Creo que ese imaginario, que empezó a usarse en series de televisión, en el cine, en la publicidad, le restó fuerza a la “novedad” de los laboratorios. Lo que sí me parece es que la electroacústica permitió a los compositores extender los márgenes de pensamiento acerca del sonido en sí y, a través de los intentos más cercanos, de amplificar la actividad de los instrumentos y de los intérpretes. De todos modos, sigo creyendo que los resultados no están a la altura ni del desarrollo tecnológico puesto en juego, ni de lo que se ha logrado en el campo tradicional con instrumentos acústicos. Y por otro lado, sospecho que la posibilidad actual de un acceso relativamente fácil a esas tecnologías ha convertido el campo de lo electroacústico en el refugio de algunos que de música saben poco y que, a lo sumo, son expertos en manejar muletas que hacen el trabajo por ellos. No hablo de todos, aclaro, pero hay más de cuatro en esa situación.
Los malentendidos alrededor de la electrónica y el territorio que reclama como música de “avanzada” son notables. En el Festival de Cine de Buenos Aires de 2004 –en el cual se exhibieron películas que podrían ser consideradas para un público entrenado– los programadores, a la hora de elegir una actividad cultural paralela, se inclinaron por la música ambient y los dj.
Y, sí… Ese tipo de música hecha con medios electrónicos, que no presenta ningún desafío musical en sí porque está al servicio de otras actividades (bailar, tomar una copa en un boliche cool, etc.) hoy se supone que es la quintaesencia de lo “moderno”. En cambio mucha gente asocia el clarinete, el violín y el piano a Beethoven y Brahms. Volviendo a lo anterior, me parece que el quid de la cuestión es que el lenguaje de la música contemporánea sigue siendo suficientemente abstracto como para no generar en el oyente una referencia concreta y sí causarle una visible incomodidad; no es que esa incomodidad se busque como fin en sí, pero si la disyuntiva es música para pasarla bien o música para escuchar con algo más que los oídos, la molestia y el disgusto para con lo que se compone hoy se hacen evidentes. Lo que queda entonces es o la pura adscripción de esa música a referencias visuales, a tópicos como “películas de suspenso”, o admitir su condición de inasibilidad, referirla a cuestiones concretas de la vida social. La literatura dialoga consigo misma, con la crítica, pero también con la realidad social. Sus personajes no son abstractos, platónicos. En una historia se juegan muchas cosas. Pero lo que contás del Festival de Cine me lleva a otro terreno problemático: la intelectualidad local –incluso muchos de los que se interesan por los intentos de renovación– tiene poca cultura musical en general. La música de hoy no les interesa, o les interesa poco. La referencia de muchos es la academia de otro siglo; pintan abstracto y escuchan Brahms. Y aun si fuera ese el caso, ¿escuchan bien? Si escuchan una sonata para piano, por ejemplo, ¿saben algo de la estructura? ¿Saben que generalmente hay dos temas, o que debería haberlos? ¿Reconocen un episodio de elaboración, perciben el trabajo del compositor, o escuchan la pura sensualidad del sonido, la melodía? Decididamente, la música es un asunto complicado.
Me viene a la mente la tipología de los oyentes de música que hizo Adorno. Primero venía el “experto”, el que “almacena todo lo que ha oído” y puede enumerar todos los elementos formales. Después el “buen oyente”, que escucha “más allá del detalle”. Por fin el “consumidor cultural” y el “oyente emocional”. Más allá de lo arbitrario de esta clasificación, ¿qué le sucede al restringido público “no especializado” que asiste a los conciertos de música contemporánea?
Muchos se sorprenden porque en su vida escucharon ese lenguaje y les resulta atractivo; otros lo rechazan sin más. Creo que hay que hacer docencia al respecto, desacartonar la instancia del concierto como un ritual de plateas cuasi religiosas. En cuanto a la conformación del público, hay mucho eclecticismo, dentro de un cierto recorte que es el que asiste porque conoce a los músicos que tocan, en buena parte. Algunos van a un concierto y al otro día están en una rave o se compran un disco de Björk. En un sentido esto es positivo: hay mayor apertura. Pero, por otro lado, no hay mayor conocimiento. Tal vez suena aristocratizante, pero sigo pensando que hay algunas expresiones artísticas cuyo valor reside en una elaboración superior de los materiales. Y la idea de nivelar todo en función de las intenciones es medio nefasta.
Volvamos un momento más a ese 1977 con el que en París pareció cerrarse el siglo xx. ¿Qué compositor considerás que abrió caminos en la “poshistoria”?
Ya no hay “obras faro” como lo fueron en su momento el Tristán... o, más acá, La consagración… o Contrapunto, de Karlheinz Stockhausen, por poner algunas. Aun así, pienso que la obra de Ligeti –a partir de sus estudios para piano y la valentía de volver a dialogar con la tradición– ofrece una salida a cierta encrucijada, a un estar mordiéndose la cola. Ligeti se abrió a otro tipo de influencias. Hizo, a su manera, lo mismo que Debussy a principios del siglo xx. Mientras la Escuela de Viena, al pararse frente al precipicio, decidió saltar sin saber qué había abajo, Debussy miró hacia atrás y recuperó los modos antiguos, y miró también hacia los costados, fuera de Europa. Y Ligeti, en esa misma dirección, releyó la música africana y del Caribe, la escuela de Monk en el jazz, y las mezcló con su propia tradición. Y lo que logró llama a mi propia sensibilidad. No es el único, claro. Sigue habiendo tipos importantes. Mauricio Kagel es otro que dialoga con la tradición de diversas maneras. A veces es un parodista que sólo roza la diversión, pero otras logra resultados excepcionales, como en La rosa de los vientos.
No deja de ser curioso que se hable de Kagel situándolo fuera del panorama argentino. Cage lo consideraba el mejor músico europeo y nosotros no dejamos de obrar en consecuencia. Con Kagel fuera de la pelea, ¿qué crispaciones se verifican en el panorama musical de este país?
El músico más importante de los últimos cuarenta años es el que menos se ha constituido en figura rectora. Gerardo Gandini es, en ese sentido, una especie de Debussy: “no me sigan, no me copien, no enseño, sólo muestro mis obras, hagan lo suyo, no me jodan”, parece decir. Gandini no estableció escuela ni una línea pedagógica, cosa que sí intentaron Kröpfl y Etkin, con distintos sesgos (el primero anclado en la tradición europea y el otro en la norteamericana). Esas líneas no indican sin embargo que exista una discusión estética. En este país no hay polémica desde hace unos sesenta años, cuando, por decirlo de alguna manera, Juan Carlos Paz “discutió” con Alberto Ginastera. Mejor dicho: la última “polémica” que recuerdo fue una carta de lector aparecida en la revista Lulú, que a principios de los noventa dirigía Federico Monjeau. La escribió la compositora argentina Graciela Paraskevaidis, esposa del compositor y musicólogo uruguayo Coriun Aharonian. La carta cuestionaba que se hubiera elegido el nombre de la ópera de Alban Berg para la publicación. Subrayo: la carta fue escrita desde Montevideo. Por lo menos, a alguien el nombre de Lulú le hizo ruido. Acá no hay tipos como Coriun, al que valoro a pesar de su eventual rigidez ideológica. Es como un moscardón. Ojalá hubiera muchos como él en un presente que a veces se reduce a charlas de café, cuando las hay.
Como si no existieran razones por las cuales discutir y todo se desarrollara inercialmente…
Una vida anómica, con poca capacidad frente al estímulo que la música pueda producir. Uno podría decir “esto no me gustó”. Pero cuando ocurren cosas valiosas también hay desidia. Cuando empecé con la Compañía Oblicua me propuse que la gente viniera a estar atenta al concierto, que encontrara algún grado de gratificación estética. No pienso cambiarles la vida, pero espero que la situación del concierto sea algo más que sentarse y aplaudir. Y hay que comprometer a los músicos para que eso pase.
Después de la Primera Guerra Mundial, en una Europa desahuciada, Stravinsky decide recurrir a un formato de “emergencia” para una de sus obras más extraordinarias: La historia del soldado. Parece que llevar adelante el proyecto de una orquesta en Buenos Aires, sin mecenazgos públicos ni privados, tuviera esa impronta stravinskiana: una estética de la pobreza. ¿Toda la producción argentina está determinada por esta precariedad?
En parte sí. Eso se ve con mayor claridad en la producción sinfónica: nadie escribe para ese formato. Nadie se va a poner en la tarea de hacer algo que no se escuchará y si eso sucede es en las peores condiciones imaginadas, con músicos a los que no les gusta tocarlo, con poco ensayo y programado el Día de los Inocentes. Yo dirijo un ensamble de quince músicos que no cobran un peso por todo lo que estudian y ensayan; nos mueven las ganas de tocar esa música, nada más.
La obra es hacer la obra…
Sacarse el gustito; da pena decirlo.
Pero ni aun la obra que genera un acontecimiento tiene posibilidades de reproducirse. Estoy pensando en Sin voces y Anna O, tus dos óperas de cámara, con textos de Elena Vinelli, que se hicieron en el Centro Experimental del Colón con puesta de Emilio García Wehbi. Pocas obras en los últimos años tuvieron críticas tan unánimes y favorables.
La situación devora lo bueno, lo malo, lo sublime y lo ridículo. No hay capital que se pueda acumular. Me viene a la memoria la sociedad de conciertos secretos de Schönberg. Uno de sus postulados era la necesidad de hacer repetidas audiciones de la obra. Bien pedagógico. Y este es un país en donde hay que hacer mucha pedagogía. Pretender que vayamos todos siempre para adelante no me parece mal. Pero alguien se tiene que encargar de decirles a los que vienen detrás: “miren, esto viene de este lado y va para allá”. De lo contrario, los que vamos adelante, un día nos daremos vuelta y no encontraremos a nadie. Creemos que a nuestras espaldas pasa algo y no pasa nada. Que estamos tocando, mostrando algo para los que nos siguen, mientras a nuestras espaldas hay un espejo. Es como una Cámara Gesell, pero con un lado vacío.
¿Hay conciencia de esto?
No sé si hay conciencia. Lo que hay es una situación de sospecha. Algún malestar inconsciente debe haber. Algunos siguen con la nostalgia parisina, pero visto desde lejos se nos nota el provincianismo, aunque a todos nos gustaría ser París. Bueno, somos apenas un suburbio y es tiempo de que nos demos por enterados y trabajemos desde esa realidad.

Lecturas. Algunos libros que informan el contenido de este diálogo son: Pierre Boulez, Puntos de referencia (Barcelona, Gedisa, 1981); Theodor Adorno, Filosofía de la nueva música (Obra Completa, 12, Madrid, Akal, 2003); Enrico Fubini, La estética musical desde la Antigüedad hasta el siglo xx (Madrid, Alianza, 1976); Reginald Smith-Brindle, La nueva música: el movimiento avant-garde a partir de 1945 (Buenos Aires, Ricordi Americana, 1996); Georgina Born, Rationalizing Culture. ircam, Boulez, and the Institutionalization of the Musical Avant-Garde (Berkeley, University of California Press, 1995); Joan Peyser, To Boulez and Beyond: Music in Europe since “The Rite of Spring” (Nueva York, Billboard Books, 1999).

martes, 23 de marzo de 2010

Bellas artes


Cerca de la Escuela de Bellas Artes de París, en la Rue Bonaparte llegando al Sena, hay un cartel casero, una especie de pintada en forma de pequeño afiche. Se trata de un breve comic de dos cuadros, ambos con la misma escena: un joven que camina en una dirección y un grupo de personas que lo hace en sentido contrario. En el primer cuadro, aparece el globo con el pensamiento del joven: "A la gente no le interesa el arte". En el segundo, se ve el pensamiento del grupo: "Al arte no le interesa la gente".

Fugaces


En Sputnik mi amor, Haruki Murakami explicita uno de sus credos literarios. Las vidas son como estrellas fugaces. A veces, dos coinciden en un mismo cielo. En Lejos de donde, de Edgardo Cozarinsky, hay una escena bellísima y desolada, en que dos historias se encuentran brevemente, en un lugar de paso, cerrando una tercera, sin que ninguno de sus protagonistas lo sepa. La posibilidad de que ejecutivos de la EMI o de Universal, sellos discográficos que, en Argentina, carecen casi totalmente de política en relación con los catálogos clásico y de jazz, lea estas líneas escritas casi al paso en un café parisino es aún menor que la de la coincidencia de dos estrellas fugaces. No obstante, de ser así, les recomendaría editar o por lo menos distribuir en la Argentina dos extraordinarias publicaciones recientes: el ciclo La bella molinera, de Schubert, por el tenor Jonas Kaufmann junto a Helmut Deutsch en piano (Decca, con una tapa horrible), y las Sinfonías de Brahms dirigidas por Simon Rattle al frente de la Filarmónica de Berlín –lo mejor de dos mundos, el detalle de Abbado y la suntuosidad de Karajan– (EMI, en una edición en tres cds que, aquí, se venden a precio apenas un poco superior al de uno). Otro disco fantástico, aunque ese sí jamás será publicado en la Argentina, ni siquiera en sueños murakamianos (aunque siempre exista Internet para remediarlo) es el dedicado a los 12 Madrigales de Salvatore Sciarrino por los Neue Vocalsolisten, que estrenaron en Buenos Aires su Lohengrin (editado por Col Legno).

domingo, 21 de marzo de 2010

Las campanas de St. Germain






Las campanas de St. Germain. Domingo a la mañana. Ayer se estrenó en París, en el 104, una sala maravillosa, Transcripción, de Diana Theocharidis, con música de Kaija Saariaho y Pablo Ortiz y la participación de tres bailarines y del cellista Annsi Karttunen. Hoy a la tarde es la segunda función, dentro del Festival de L'Imaginaire. La obra, y el espacio, diseñado por Diana junto al escenógrafo Emilio Basaldúa, con iluminación de Gonzalo Córdova, fue, si se perdona la casi cursilería del adjetivo y la obvia falta de objetividad, mágico. Los bailarines, Romina Pedroli, Aníbal Jiménez (un intérprete de danzas folklóricas argentinas) y Jorge Dermitzakis (un griego de más de 70 años) superponen allí (transcriben) tradiciones que juegan a varias voces sin llegar a tocarse nunca (salvo, tal vez, en el terreno de las sombras).

miércoles, 17 de marzo de 2010

Les contes du pêcheur


Sentado, a la mañana, en el Café que está en la esquina de la Rue du vieux colombier y la Rue de Rennes (ver foto, aunque la foto es nocturna –la única que había en Internet–) pienso en el paraíso: en Harmonia Mundi, cada dos discos comprados, un tercero es gratis. También en esos pequeños chistes involuntarios que tanto me placen. El 31 se estrena en París Tremonisha, genial ópera de negros (de afroamericanos, pardon) compuesta por Scott Joplin. La régisseuse es una excelente coreógrafa y directora de escena llamada Blanca Li y uno de los protagonistas lleva el nombre de Willard White.

miércoles, 3 de marzo de 2010

Los pobres ricos

(Publicado originalmente en Radar, noviembre de 2001)


El bebito pasa por simpático. Algún incauto no dudaría en calificar al aviso de tierno o, peor, “lleno de ternura”. El pequeño niñito, con un aspecto más bien rubión, canta loas a un producto para lavar la ropa. El aviso es, en realidad, el reciclaje de una antigua propaganda –del mismo producto, desde ya– que había patentado como sello el “chuavechito” en lugar de suavecito. La apelación a la idea infancia=mala dicción=ternura acompañaba –en la versión original y en la nueva– a un dibujito de un bebé muy de clase media, con ropita muy de clase media o media-alta; ropita que debe ser cuidada con productos especiales que la dejen especialmente suave.
Lo interesante es la diferencia musical entre ambas versiones del niño chuavechito. En el aviso actual la canción que entona el dibujito –una especie de estrella infantil especialmente precoz– podría asimilarse al género que sus cultores llaman “tropical” y que para los menos familiarizados con algunas sutilezas estilísticas de difícil discernimiento se identifica con el rótulo de “bailanta” a secas. Nada en especial si se tiene en cuenta que ése es el estilo de música más vendedor de la Argentina. Salvo por el hecho de que, a priori, ese estilo no condeciría con el público al que el aviso está destinado. ¿Se trata de un error de marketing? ¿O será que, en la inversión casi perfecta de lo que había sido el sueño del ascenso social a través de la educación, abonado primero por liberales y más tarde por socialistas, la que terminó democratizada fue la cultura de la clase baja?
Si para la Generación del 80 y para las diversas manifestaciones del krausismo, del marxismo e incluso del peronismo ilustrado la cultura culta había sido un bien en sí mismo y el acceso igualitario a ella un objetivo político, pareciera que algunos años de Tinelli en la televisión, Menem en el gobierno y Macri en el poder lograron lo contrario. Ahora, todos los seres humanos son iguales o, por lo menos, tienen iguales posibilidades de acceder a la pobreza (y a sus signos culturales más evidentes). Las viejas teorías sostenían que los ricos estaban mejor educados que los pobres en tanto detentaban el control sobre la educación y la cultura y, en particular, sobre los bienes económicos que permitían su uso. Sostenían también que era necesario alterar esas condiciones para que todos -también los pobres– pudieran disfrutar con la buena música, la buena literatura y, por qué no, los buenos entretenimientos (una comedia musical “de calidad”, música popular “hecha con altura”, una película de aventuras “bien dirigida”).
Hoy los ricos son, en general, más ricos y los que eran más o menos pobres ahora lo son del todo. Pero en algo la sociedad se ha hecho más igualitaria. Proust y Anton Webern no conquistaron a las barriadas populares pero, en cambio, la música que en las casas de buena familia otrora sólo escuchaban las sirvientas se ganó sin dificultades el favor de rugbiers, jóvenes yuppies, encantadoras modelos y promisorios entrepeneurs. Mozart y Beethoven no llegaron a las villas pero la bailanta se apropió de los casamientos en San Isidro y de las fiestas de graduación en los colegios de Belgrano.
Es claro: las viejas teorías se equivocaban y eran víctimas de su propio paternalismo. Los pobres no sólo no consumían la cultura culta porque no podían sino, también, porque no les gustaba. Porque no tenía nada que ver con ellos. O eso al menos fue lo que el relativismo cultural enseñó a pensar. Sin embargo, aún quedan preguntas sin responder. Si no hay un arte mejor que otro, si apenas se puede hablar de eficacias funcionales (una “música buena para escuchar” y una “música buena para bailar”, por ejemplo), si cada expresión obedece a una cultura, si lo que los pobres escuchaban estaba en sintonía con su vida de pobres y lo que oían los ricos era coherente con su vida de ricos, si, en definitiva, era imposible que la cultura de los ricos pudiera seducir a los pobres, entonces, ¿cómo pudo suceder lo contrario? ¿El relativismo funcionó como explicación en un solo sentido? ¿La cultura de los ricos era excluyente y la de los pobres universal? ¿Los pobres terminaron siendo más prestigiosos (y más dignos de ser imitados) que los ricos? ¿Fue una cuestión de culpas? ¿O es que los poderosos abandonaron la cultura culta a su suerte al encontrar que una platea en la cancha de Boca era un signo de distinción mucho más evidente?