lunes, 28 de marzo de 2011

Factor AG

No engañaré a nadie. Con Abel Gilbert escribí Piazzolla. El mal entendido. Sus consejos fueron fundamentales para todos mis otros libros. Y, además, es un amigo entrañable. Es decir, aun cuando crea que soy objetivo al hablar de su talento, tal vez no lo sea. En defensa de mi objetividad, y del posible valor de lo que Abel hace como artista, debo consignar, de todas maneras, que no admiro (profesionalmente) a todos mis amigos, de la misma manera en que no soy (ni, en muchos casos, sería, aun cuando fuera posible) amigo de todos aquellos a los que admiro. Por suerte, ustedes pueden juzgar por su cuenta. Su último libro terminado, El viejo, una biografía de uno de los tripulantes del Gramma que, aunque él diga que no, se convierte en un libro de ficción en la mejor tradición latinoamericana de los géneros mestizos (Facundo, Paradiso, Yo el supremo, etc), ya será editado. El que está escribiendo, sobre los usos de la música durante la última dictadiura militar argentina, lo será más adelante. Y a su grupo/aventura musical/experimento en el borde de casi todo llamado Factor Burzaco, del que acaba de salir un segundo disco que, por ahora, sólo se vende en Europa (aunque Internet, claro...) se lo puede espiar aquí.

domingo, 27 de marzo de 2011

Gritos en el espacio

(Publicado originalmente, en versión ligeramente diferente, en 51 9 10, la revista del Teatro Argentino de La Plata)



“La música puede no ilustrar lo que se ve en la pantalla pero, en ese caso, debe ilustrar lo que no se ve en la pantalla, que es siempre más profundo”, decía, en un reportaje realizado por la cadema CNN, el compositor Jerry Goldsmith. El mismo que, en el comienzo de Alien traducía a una desolada línea de trompeta emergiendo sobre las cuerdas con una melodía cromática, de manera casi textual, el slogan del film: “En el Espacio nadie puede escucharte gritar”. Y de paso, remitía a otro título: “La pregunta sin respuesta”. Se trataba del mismo auttor que, en 1968, había utilizado la técnica dodecafónica, desde el comienzo hasta el final, para The Planet of the Apes, de Franklin Shaffner. Desde los pianistas del cine mudo, o la primera música original concebida para una película –la de Joseph Frank Breil para The Birth of a Nation, dirigida por David Wark Griffith en 1915–, hasta esos detallados –y hasta a veces vanguardistas– frescos sonoros de Goldsmith, pasando por Alex North, Leonard Rosenman, Bernard Herrmann o sus maestros, Erich Wolfgang Korngold y Max Steiner, la música para el cine escenifica –literalmente, podría pensarse–, con distintos grados de tensión según el caso, la relación más antigua, más polémica y, también, más fructífera de la historia de la música. La conexión entre sonido y representación.
  Sergei Eisenstein, hablando de su trabajo junto a Sergei Prokofiev en Alexander Nevsky, de 1938, decía: "Deseo destacar que en este film se emplearon literalmente todos los métodos posibles. Hay secuencias en que las tomas se recortaron para ajustarlas a un curso musical previamente grabado. En otras la música entera fue escrita para el encuadre definitivo de la película. Algunas contienen ambos métodos. De la misma manera, pero a la inversa, algunos pasajes de la partitura sugirieron soluciones visuales plásticas que ni Prokofiev ni yo habíamos previsto. A menudo se adaptaban tan perfectamente al ‘sonido interior’ unificado de la secuencia, que ahora parecen ‘concebidos así de antemano’”. Técnicas. Catálogos de procedimientos que, en realidad, se refieren a las nuevas formas de una vieja cuestión que, como muchas otras, fue cifrada por Claudio Monteverdi. “Habiendo considerado que nuestra mente tiene tres pasiones o afectos principales –la ira, la moderación y la piedad– como los mejores filósofos afirman y, sin duda, considerando que la misma naturaleza de nuestra voz cae en un alto, bajo o mediano rango y la teoría musical describe esto claramente con los tres términos de agitación (concitato), languidez (molle) y temperancia (temperato); y nunca habiendo sido posible encontrar entre todas las composiciones de los pasados compositores un ejemplo del estilo o género agitado como es descrito por Platón en su tercer libro "De la Retórica" [ … ] y conscientes de que son los contrastes o los contrarios los que nos tocan y conmueven más profundamente o afectan nuestra mente, y que el fin de la buena música debería ser el engrandecimiento o ennoblecimiento de nuestro ánimo, como afirma Boecio cuando afirma de la música que nos es consubstancial, "Musica nobis esse conjuctam mores, vel honestare, vel envertere" (La música está asociada a nuestras vidas, ora para ennoblecer nuestras maneras o costumbres, ora para revertirlas), yo por lo tanto he decidido pornerme a la tarea, no sin mucho menester y pena, investigación y esfuerzo, de descubrir esta Música”, explicaba en el prefacio de su Ottavo Libro dei madrigali, publicado en 1638, donde, para lograr el contraste que conmovía los afectos oponía lo guerrero y lo amoroso. “Para lograr un mejor experimento –continuaba Monteverdi, luego de hablar de los ritmos más convenientes para el “afecto guerrero”– escogí al divino Tasso, como el poeta que expresa con toda propiedad y naturalidad todas las pasiones que quería describir, y descubrí su narración sobre el combate entre Tancredi y Clorinda, de suerte que pudiera tener las pasiones contrarias para poner en Música: la Guerra, la Suplicación y la Muerte. Y luégo, en el año de 1624, en presencia de toda la nobleza veneciana, presenté esa música en una noble habitación de la casa de ilustrísimo y excelentísimo Girolamo Mozzenigo, caballero principalísimo y alto dignatario de la Serenísima República, mi patrón y mecenas, música esa que fue escuchada con gran placer y muy aplaudida. Habiendo, pues, visto el éxito que hube en la primera imitación de la cólera, llevé más allá mis investigaciones sobre el estilo con mayor énfasis y escribí varias otras composiciones, las unas de cámara y las otras eclesiásticas, y este estilo fue totalmente apreciado, y tan placentero aún para los compositores de música que no lo conocían no sólo por los textos, que fueron aplaudidos con entusiasmo, sino que además me imitaron en sus composiciones, para mi gran placer y honra. En consecuencia sentí justo el decir que era yo el autor y el responsable de esta investigación y las primeras experiencias sobre este estilo, tan necesario al Arte Musical, que estaba verdaderamente incompleto sin él hasta ahora, pues sólo poseía los dos estilos: el dulce (o lánguido) y el temperado”.
  Las lenguas san, habladas entre otros por los Khoi, en el sur de Africa, se componen de chasquidos y golpes de lengua y glotis. La posición de la boca implica cambios en la caja de resonancia pero allí no hay vocales. En esas lenguas no hay sonidos que permanezcan en el tiempo. Sin embargo, los Khoi cantan. No es extraño. La música es diferente en cada cultura pero, hasta ahora, no existe testimonio de ninguna etnia, ni presente ni pasada, que no haya tenido música. La afirmación podría parecer una obviedad. No lo es, en tanto implica algo verdaderamente misterioso y es la creencia, en absolutamente todas las culturas de la Tierra, de que el sonido entonado y ritmado tiene significados propios. Y, más aún, de que la palabra cantada es más poderosa que la palabra. Para los Khoi, y también para el público de ópera, para los distintos credos religiosos y para los enamorados de Buenos Aires, Nueva York, Munich, Barquisimeto, Osaka o Guanajuato, para los Mapuche o los bosquimanos, cuando se quiere decir algo realmente importante, cuando se quiere hablar con los dioses o conseguir la más absoluta de las entregas amorosas, cuando se despide a los muertos o se recibe a la temporada de las cosechas, las palabras no se dicen. Se cantan. Al fin y al cabo, un texto bastante inocente como “ayer todos mis problemas parecían estar tan lejos” sería muy diferente sin la música de Paul McCartney y el acompañamiento de un cuarteto de cuerdas escrito por George Martin para aquella canción que, ayer nomás, publicaron The Beatles. A primera vista podría pensarse que es la letra la que da el significado a una canción. Y, sin embargo, el sentido de “Mi Buenos Aires querido, cuando yo te vuelva a ver” no existiría –o no existiría de la misma manera– sin la música (y sin la voz de Gardel, que, obviamente, es parte de esa música). De la misma manera, alguien recitando “antes de esta aurora, yo cerraré los ojos” estaría lejos de conseguir el mismo efecto emocional que la soprano que canta el papel de Liù, en la ópera Turandot de Puccini. Es la música, igual que en una canción popular, la que dota de significado a ese verso. Esa presunción es la que sostiene a la música de cine.
  La música, como la serpiente del paraíso, parece reptar por debajo de las voluntades; se impone a ellas, insufla exaltación o congoja, movimiento o quietud, logra, como dicen los tangueros, que “se piante un lagrimón”. Por eso la iglesia, en la Edad Media, le temía. Y, por eso, la iglesia, en la Edad Media, fue incapaz de resistir sus encantos. La institución católica, apostólica y romana, tomando elementos que ya estaban presentes en numerosos ritos del pasado y de otras culturas, fue tal vez la primera organización verdaderamente consciente de las leyes del espectáculo. Vestuarios y escenografías impactantes eran el marco de esas historias que se contaban para inspirar piedad, amor al dios, buenas costumbres y, sobre todo, sentido de pertenencia a una tribu en particular. La música era peligrosa, y toda la teoría medieval da cuenta de ese peligro y de la necesidad de no caer en “el placer sensual” que la música conllevaba, pero era, al mismo tiempo, un arma demasiado poderosa como para desestimarla. El nazismo y el estalinismo, mucho después, con su fe en que la música pudiera convertir a las poblaciones en buenos o malos nazis o en buenos o malos comunistas, partiría de la misma presunción. La letra –mucho más que con sangre (aunque también con sangre, desde luego)– con música entra. Una escena de suspenso, o de amor, o de exaltación heroica, no lo sería del todo sin la música. Hitchcock y Bernard Hermann lo sabían. Y lo sabían hasta el punto de ir en contra, como en The Birds (1963), que no tuvo música sino, precisamente, montaje sonoro de sonidos producidos por aves. Que la música de Jurassic Park, escrita por John Williams, y la de Brave Heart, de James Horner, partan exactamente del mismo tema melódico –aunque en el segundo caso en versión seudocéltica– no hace otra cosa que reafirmar, eventualmente, que las leyes acerca de qué es lo que la música logra en los corazones, valientes o no, están lo suficientemente cristalizadas. Y que esas reglas, que forman parte de las maneras de concebir las representaciones teatrales desde los autos sacramentales de la Edad Media y que comenzaron a afianzarse en las culturas europeas durante el siglo XVII, con el surgimineto de la ópera –primero llamada favola in musica– implican un simbolismo cuyas fuentes ya  nadie conoce pero cuyos efectos nadie discute. Melodías ascendentes o descendentes, texturas apretadas o aéreas, ritmos frenéticos, obsesivos o lánguidos, timbres “suaves” o “hirientes” y, desde ya, consonancias o disonancias, construyen sentido teatral, hoy, con los mismos fundamentos que hace ocho siglos aunque, claro, con una paleta de posibilidades algo mayor.
  Las polémicas acerca de la autonomía de la música como lenguaje atraviesan gran parte de lo escrito acerca de ella a lo largo de más de diez siglos. Cuando San Agustín compara a los trovadores con “bestias”, negándoles entidad musical porque, como los pájaros, pueden cantar bellos sonidos pero no saben por qué lo hacen, cuando la pedagogía medieval considera a la música como ciencia y no como arte, en tanto no es el hacer música lo que caracteriza al músico sino el conocimiento de sus reglas, que reflejan el equilibrio y los sonidos –es decir la armonía– de las esferas en el cosmos, de lo que se trata es de la presentación de un problema en donde está en juego la posibilidad de una música teórica en contra –y por sobre– la música práctica. Esa idea acerca de una música absolutamente pura sería central en toda la mitología acerca de la música, a través de distintas épocas y escuelas, pero, obviamente, nunca se plasmaría en la realidad más que como, precisamente, ideal.
  Conviene, en ese sentido, volver a Monteverdi. En Il Combattimento di Tancredi e Clorinda, sobre un texto de Torquato Tasso extraído de La Gerusalemme liberata, se encuentra un ejemplo. El compositor cuenta el combate mortal entre dos guerreros. Uno de ellos es la mujer sarracena que el otro amó durante su cautiverio, vestida con armadura y, claro, irreconocible hasta que, moribunda, se saca el yelmo para que el cruzado victorioso le traiga en él algo de agua. Monteverdi habla de la oposición entre amor y guerra. Y tanto el texto como su tratamiento musical la plasman de manera transparente. La primera mención erótica al cuerpo femenino de Clorinda aparece en el preciso momento de la herida mortal. “Stringe egli il ferro nel bel sen di punta / che vi s’immerge  e’l sangue  avido beve” (hunde él el hierro en su bello seno, de punta, y allí se sumerge y la sangre ávido bebe), dice. Y continúa: “…e la veste, che d’or vago trapunta / le mamelle stringe a tenere e lieve / l’empie d’un caldo fiume…¨ (y su vestimenta, de precioso oro tejida, que sus pechos sujeta, perfectos y delicados, se empapa de un cálido oleaje). Este romance entre Eros y Thanatos aparece musicalizado con procedimientos habituales en la seconda pratica, ese moderno estilo que acumulaba disonancias para lograr efecto dramático. Por eso es que la polémica mantenida por el músico y teórico Giovanni Maria Artusi con Monteverdi debe entenderse, más que como un ataque personal, como una crítica a toda la seconda pratica en general y, en particular, a esta búsqueda de novedad y originalidad que, en muchos aspectos, predetermina la relación que existiría para siempre entre sonido y sentido teatral y que construye los cimientos de lo que es hoy (y posiblemente siga siendo) la música para el cine.
  Es posible que la tensión que articula el propio sentido de la música no sea otra que la que existe entre las ideas de abstracción y de representación. Que lo que sostiene el misterio –y el efecto– de la música sea ese duelo entre el lenguaje puro y los pactos culturales acerca del significado de ese lenguaje. Los códigos de la representación en música cambiaron, desde ya, pero la certidumbre de que la música dramatiza de alguna manera los sentimientos continúa indemne. En Historia de un secreto, su notable libro acerca de la Suite Lírica de Alban Berg, el investigador Esteban Buch desnuda toda la red de discurso amoroso confiado al más abstracto de los lenguajes. No hay letra, salvo ese adjetivo del título, “lírica”, que remite a la voz y, por extensión, a la ópera y al espíritu romántico. Se trata de un cuarteto de cuerdas. No se le otorga a la música ninguna descriptividad aparente. Y no obstante, en ella anida una serie de claves –alusiones a las iniciales de su amada secreta en las notas que conforman el tema principal, a través de la equivalencia en el cifrado alemán entre letras y sonidos, números a los que se les atribuye la representatividad de una persona en singular, citas al Tristan und Isolde wagneriano– y a su alrededor toda una urdiembre de cartas y ocultamientos que terminan convirtiendo a toda la obra en una especie de escena teatral. Alban Berg, que por esos años va a ver a Sigmund Freud para que le cure el asma, cultiva la música abstracta pero es un hombre de teatro, como lo prueban sus dos óperas, Wozzeck y Lulu, y además dice, en los comentarios escritos sobre la partitura que le regala a su amante, “Sólo puede comprender este Presto delirando quien presiente los horrores y sufrimientos que ahora se suceden…” Para Berg, uno de los dioses de esa música llamada dodecafónica a la que, todavía hoy, se le atribuye la cualidad de la “antimúsica”, es decir de aquella que antepone el cálculo a los sentimientos, el sentido está más allá. Como para Jerry Goldsmith, lo atonal también cuenta y puede contar incluso lo que no se muestra en la imagen. Hay un “comprender la música” que está situado en un punto que contempla el sonido pero no es el sonido. En un espacio donde la música, para quien sabe escuchar, representa. Toru Takemitsu (para Kurosawa) o Bernard Herrmann (para Hitchcock o Welles o Truffaut) o Nino Rota (para Fellini o para Coppola) crearon pensando en esa nueva y particular forma del drama que es el cine. Su territorio es el de las antiguas convenciones formuladas por Monteverdi y, por supuesto, las infinitas maneras de subvertirlas. Quizás el sonido no quiera decir, en sí mismo, ninguna otra cosa que sonido. Pero forma parte de una trama cultural y de un pacto. Y allí, en esa red, la melodía cromática de la trompeta seguirá diciendo lo que la imagen (todavía) no dice pero el espectador ya sabe. Que en el Espacio nadie podrá escucharlo gritar.

miércoles, 23 de marzo de 2011

El retablo




Es el tiempo de tristes reducciones.
Lo macabro se vuelve macabrito.
El susurro está donde estaba el grito
Y del todo se muestran las fracciones.

No hay orquesta pero medra el pito.
Son gobernantes de turbias razones
tan oscuras como sus corazones
quienes custodian el ajado mito.

El Colón ya no es lo que entonces era,
ya no hay domingo en su ansiosa espera
Hay volutas con pátina dorada

pero no a qué llamarle temporada.
Reducido el teatro es el retablo
con títeres de Maese Pedro (Pablo).

lunes, 21 de marzo de 2011

Internas

Excrecencias. Diarrea. Vómitos. Forúnculos. Ventosidades. Cuando aquello que está en el interior sale afuera es un signo de mala salud. De descontrol. Sucede lo mismo con las relaciones humanas: esos penosos matrimonios que utiilizan a terceros para poder decirse cosas agresivas entre sí (y para buscar aliados en empresa tan impropia), esas maestras que hablan mal de las directoras de sus escuelas en las reuniones con los padres. El Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires cultiva la exteriorización de lo interno. Impone a los ciudadanos el conocimiento de cuestiones que jamás deberían saber: las rivalidades entre el jefe de gabinete y quien cambió su anonimato en la vicejefatura por el anonimato en la cámara de diputados; la discusiones con otros distritos. La información sobre los actos de gobierno se reduce, casi siempre, a la explicitación de por qué (cuestiones internas, que los gobernantes deberían resolver) no se han hecho. No se nos muestran los numerosos proyectos de ley presentados por Michetti o, antes, por Macri, cuando era diputado, y rechazados por los perversos opositores sino que se nos dice que tal o cual –un juez, el gobierno nacional, los piqueteros, los ocupas– "no los dejan". Demás está decirlo: el cirujano en el momento de operar, el conductor del colectivo o el subte en el momento de manejar o, con modestia, el periodista en el momento de escribir, no pueden argüir de la misma manera. Ni la operación, ni el colectivo ni el artículo pueden quedar a mitad de camino por cuestiones "internas". Se escribirá con diarrea, se operará con angustia o se manejará con carilinas a mano pero no se concibe –salvo en áreas de gobierno– que la confesión de la imposibilidad de realización de una tarea encomendada funcione como disculpa y no como inculpación. Ningún maestro buscaría la indulgencia de la comunidad educativa diciendo "no puedo enseñar; no me dejan". Ningún albañil esperaría conservar su puesto diciendo "No puedo poner ni un ladrillo; no me dejan". La situación actual del Teatro Colón, entre muchos otros desatinos, incurre en los mismos tópicos. La triste presentación de la ópera El Gran Macabro, de György Ligeti, con pianos y percusión, por la que la dirección del teatro ha optado ante la imposibilidad de arreglar a tiempo los problemas con sus empleados, no tiene otro fin que imponer al público esa "interna". Toda la estrategia comunicativa, y la función en sí, tienen como objeto mostrar un campo de batalla con buenos (los 800 trabajadores que trabajan) y malos (los 125, según cifras oficiales, que mantienen el cese de actividades decidido por una asamblea). Se nos carga con un conocimiento (Sutecba vs. ATE) que no debería importarnos (no en este contexto, al menos). Si los empleados del Teatro Colón están divididos, si, como se ve en algunos blogs, el enfrentamiento entre sectores es de una violencia inusitada, si las acusaciones de delirantes o de entregadores que se endilgan entre sí hace difícil la tarea de dirigirlos, no es algo que a los pobladores de la ciudad, que pagan los sueldos de unos y otros, debería importarles. Los ciudadanos, por delegación, sostienen directores para que dirijan. No para que muestren cómo, o por qué, no pueden dirigir. Y mucho menos para que dilapiden el presupuesto de cultura de la ciudad en lo que, en los hechos, no será otra cosa que un acto político: la puesta en escena de una interna. Haber avanzado con El gran macabro cuando ya en diciembre se sabía que su presentación era improbable, fue una irresponsabilidad. La suspensión a tiempo hubiera llevado a que sólo la mitad de los contratos debiera abonarse, en lugar de la totalidad que se desembolsará a cambio de la ventilación de una interna (al fin y al cabo, un ensayo es precisamente, una situación interna). Y lo que no se dice es que, aún si las orquestas no hubieran estado en paro, El gran macabro nunca habría visto la luz con el nivel de excelencia que el Colón está obligado a mantener. La cantidad de ensayos asignados a la orquesta era, por ejemplo, considerablemente menor a la que tuvo la orquesta del Met para la preparación de la misma obra. ¿Es que es tan superior el nivel de la orquesta argentina, que puede despachar una obra de esta complejidad con menos ensayos que cualquier otra orquesta del mundo? Tampoco será adecuado el nivel de interpretación de la improvisada y jibarizada (reducida, literalmente) orquesta de pianos y percusión, que apenas ha tenido tiempo de ensayar. Y, por último pero lejos del último lugar en importancia, toda esta supuesta épica que el director del Colón, Pedro Pablo García Caffi, pretende imprimir a lo que no es otra cosa que un disparate musical, no se hace en aras de mostrar una producción nueva y propia, especialmente encargada por el Colón, sino, tan solo, para montar una puesta que llegó llave en mano. No es cierto, asimismo, que la presentación de esta ópera, en el caso de que se hubiera podido estrenar de acuerdo con los planes gubernamentales, hubiera significado una apertura hacia otros públicos, ya que todas las funciones pertenecían a los abonos del teatro y a precios exorbitantes. Programar el estreno en el país de El Gran Macabro con puesta de La Fura dels Baus pero sin funciones extraordinarias, sin convenios con los conservatorios de la ciudad y las carreras de música universitarias para que sus alumnos concurrieran a bajos precios y, por añadidura, sin las condiciones de ensayos que garantizaran un alto nivel musical, fue una simple frivolidad. No haberlo siquiera logrado, es ineficiencia.

sábado, 19 de marzo de 2011

Grasa

Un comentario de un lector acerca de las tapas más feas de la historia reactualiza un concepto imprescindible, alguna vez duramente cuestionado por otro lector: lo grasa. En algún momento, hablando de los coros del arreglo de Leopoldo Federico para la versión de Julio Sosa de "Nada". de Dames y Samguinetti, yo había utilizado ese término, al que, con una especie de visión gorila sobre lo gorila (es decir, gorila es "lo otro") se le endilgó un sentido de clase y, más precisamente, de clase alta. Lo bueno de estas palabras es que uno puede definirlas como más le guste y que no necesariamente quieren decir lo mismo para todos. Es posible que alguien de clase alta ubique como "grasas" cosas que para mí no lo son y, desde ya, su exacta inversión. Si vamos al caso, a mí la clase alta me parece bastante grasa. Y varios de sus tics casi sirven para definir lo grasa. Por ejemplo, para mí hay pocas cosas más grasas que decir la marca de algo en lugar de la clase de objeto de que se trata. "Dejé el Beeme estacionado a una cuadra" es, por ejemplo, una prueba de grasitud sin límites. Como lo es la frase escuchada en la puerta del local de vinos que está en Migueletes y Gorostiaga, cuando desde una 4x4 (toda una apología de lo grasa en sí) el conductor gritaba hacia el interior del local: "Che, preparame una caja de Pommery". Es grasa decir "¿Querés un Parma que compré en Valenti" y no "Tengo un jamón muy rico, ¿querés probarlo?". Y son grasas los coros de "Nada" y muchas de las tapas de Miles Davis, por supuesto.

viernes, 18 de marzo de 2011

Rocky (& Jazzy) horror show






Aquí van algunas tapas horribles de discos con música de tradición popular. Apenas las que primero me vienen a la memoria. Creo que lo malo debe medirse de acuerdo con la expectativa y con cierta calidad del producto, por lo menos para el gusto propio, por lo que no incluyo Parchís, Menudo, Arjona, numerosos cantantes de tango semirretirados y pujantes bailanteros. Es apenas una lista, entre muchas otras posibles.

jueves, 17 de marzo de 2011

¡El horror!

La revista inglesa Gramophone, especializada en música clásica, comenzó una curiosa encuesta entre sus lectores acerca de las peores tapas de discos (clásicos, obviamente) de la historia. Las respuestas mayoritarias refieren, más que a lo feo en sí, a aquellas cubiertas que apelan al erotismo y a las que muestran flagrantes faltas de pertinencia (por ejemplo, un Don Giovanni anunciado por un Bryn Terfel de mirada acuciante y vestido más de pirata que de otra cosa). Yo hago una convocatoria a los lectores de este blog, ampliando la cosa a discos de cualquier género, y comienzo con mi propia contribución, por ahora dentro de los clásicos (luego, nevas entregas). Hay tres inevitables, la gacela orinadora sobre una mujer embarazada para una versión de La mujer sin sombra de Richard Strauss (juro que la ópera no se trata de eso), el inclasificable dibujo del monstruito extraterrestre que ilustra la Aida dirigida por Claudio Abbado y el plato de pasta para un disco de arias italianas por Anna Moffo. Acompañan dos absurdos, ambos con Villa-Lobos como protagonista: el papagallo que Mihael Tilson Thomas acaricia en su ensueño de anteojos oscuros y el lobo que aulla en el disco de Marc-André Hamelin con música para piano del brasileño (se ve que no encontraron como ilustrar la villa y se limitaron al lobo). Y una más, también con Tilson Thomas y de la misma época, para un excelente disco con composiciones escritas por Stravinsky en los Estados Unidos. Director y compositor pasean, felices, en un auto bien feo. Sólo falta Pipo Pescador*







*Referencia local, sólo entendible, creo, por lectores argentinos.

sábado, 12 de marzo de 2011

Reducción







La reducción es lo que queda en la sartén o el fondo de la cacerola después de un cierto tiempo de cocción (en general se "levanta" esa reducción con vino, caldo o agua). Eran reducciones los lugares donde confinaban indígenas (se ve que lo que les reducían era el lugar donde vivir; una especie de ghetto pero aún más chico). Y existen las reducciones al piano, versiones de estudio y ensayo (no de concierto) de óperas. No se trata de transcripciones, por lo menos de lo que habitualmente se llama así, o de paráfrasis, a la manera de Liszt sino de verdaderas reducciones en un sentido estricto: el acompañamiento musical es el mínimo y se omite de allí cualquier detalle que distraiga a los cantantes. Está, digamos, apenas un escalón más cerca de la música que el metrónomo o los acordes tocados al comienzo de cada escala en las vocalizaciones. Se ha confirmado, aparentemente (este es un territorio donde todo lo confirmado tiende a la desmentida de la misma manera que lo provisorio busca su eternidad y lo definitivo se inclina a la fugacidad) que el Colón hará la ópera El Gran Macabro, de György Ligeti, sin orquesta. Un anuncio con bombos y platillos. Y poco más (dos pianos, se dice). Obviamente, no existe versión de El gran macabro para dos pianos y percusión. Se tratará de un ensayo ("tecnopiano", se llama, en la jerga teatral), aunque lo quieran vender como otra cosa. Se tratará de otra clase de reducción, más parecida a la que realizaban los jíbaros. Cuando Sergio Renán buscó programar esta obra, en 1997 o 1998, si no me equivoco, Ligeti no lo permitió porque la estaba reescribiendo. ¿Lo permitiría ahora, en estas condiciones totalmente alejadas de lo que es su composición original? ¿Lo permitirán los derechohabientes? ¿O será que el Colón busca la demostración de algo –vaya a saberse qué– mediante el conocido recurso de la reducción al absurdo?

miércoles, 9 de marzo de 2011

Estado de situación

El 2 de este mes, Clarín publicó un excelente reportaje al compositor Gerardo Gandini, realizado por Federico Monjeau. El artículo generó algunos debates en Facebook. Parte de la discusión se centró en la cuestión del título del artículo ("Es más fácil pensar en el ruido"), extracto de una frase donde el compositor fija su punto de vista en cuanto al uso de "prácticas extendidas" (uso no convencional de los instrumentos) por parte de los compositores más jóvenes. "...Es la ideología de Lachenmann (Helmut, compositor alemán nacido en 1935), de hace más de veinte años, y no creo que Lachenmann siga escribiendo así. Creo que de alguna forma es más fácil pensar en el ruido, en el efecto, que en la nota. Los tipos no piensan en notas, en sonidos. Es algo que yo no termino de entender. Hay algo que se me escapa en este asunto. Tal vez estoy viejo para estas cosas, o tal vez ellos se equivocan en algo. No puede ser que haya diez tipos y los diez usen lo mismo", decía allí Gandini. Más allá de la cuestión de cómo y quién titula en los diarios y de que en general se busca en esos casos, con mayor o menor fortuna, lo más espectacular, llamativo, extraño o revulsivo de la nota (y no lo más profundo, en todo caso), lo debatido se extendió a varios campos, dejando traslucir, en algunos casos, la disconformidad no con la nota en sí (un reportaje, en definitiva, es –o debería ser- una especie de retrato y mal podría serlo de otro que del reporteado) sino con Gandini, sus puntos de vista y, eventualmente, el hecho de que se lo reporteara. Tal vez no haya sido el centro de la tibia polémica suscitada pero creí entrever una cierta  cuestión generacional y una crítica velada al hecho de que el gran protagonista de la "nueva" escena musical argentina sea alguien de 74 años, algo de lo que, obviamente, Gandini no tiene la culpa. Lo cierto es que sucede algo en lo que no se ha reflexionado demasiado y con respecto a lo cual los compositores jóvenes, aun cuando despotriquen en mesas de café o en su extensión virtual a través de blogs o redes sociales, no han fijado posiciones públicas. Cuando Gandini, Kröpfl o Etkin, por nombrar sólo a los más notorios, eran jóvenes, el Colón era un lugar que, aun con reacciones, estaba mucho más abierto que ahora a las nuevas tendencias. Todos ellos tenían ya una carrera entre los 30 y los 40 años, varios (Kagel, Tauriello) trabajaron como maestros internos en el teatro y otros (Gandini) desarrollaron un oficio como pianistas de orquestas. Hoy, el "compositor joven" es Marcelo Delgado, de 55 años, una edad que en las décadas de 1960 y 1970 era la de los maestros consagrados. La cuestión no es privativa de la música. Cuando Oscar Aráiz fue llamado para dirigir el Ballet Contemporáneo del San Martín tenía alrededor de 30 años y fue, posiblemente, la última vez en que esa compañía fue conducida por alguien de menos de 50 o 60 (él mismo más adelante y algunos de los integrantes de aquel cuerpo originario, Wainrot, Stekelman, turnándose en el puesto). No debería pasar desapercibido que cuando Macri intentó nombrar a un impresentable titiritero como ministro de cultura y, sobre todo, cuando éste habló en contra de las tendencias más actuales de la plástica, los pintores y galeristas, con el diario La Nación como plataforma, pusieron el grito en el cielo e impidieron el nombramiento. Y que cuando Sanguinetti, el director del Colón elegido por el actual Jefe de Gobierno, dijo que en ese teatro debía haber "música linda" y ejemplificó la "música fea", sin tapujos, con una composición de Pompeyo Camps, nadie, absolutamente nadie, dijo absolutamente nada. Tampoco se dijo –ni se dice– nada acerca de la carencia de encargos a compositores menores de 40 –a los mayores tampoco, en realidad– ni al hecho de que la actual gestión a cargo del Colón haya nombrado como "compositor residente" a Mario Perusso. Quizá, sólo quizás, escribir ruidos sea la única manera de esperar que una obra sea tocada, cuando ni las orquestas ni los teatros oficiales (los únicos que existen) tienen a la música argentina en cuenta. O, tal vez, el ruido sea, también en esta ocasión, una forma de escapar del silencio.

domingo, 6 de marzo de 2011

Absurdo



 Fotografía exclusiva de la orquesta contratada para el estreno de la ópera El gran macabro, de György Ligeti.










El compositor Francisco Kröpfl me explico una vez que la historia de la música podía leerse como la de una creciente materialidad del timbre. ¿Qué quería decir eso? Que lo que en un comienzo era la vestimenta, más o menos intercambiable, de una música, concebida en abstracto, más allá de sus características sonoras, fue haciéndose más y más esencial. Podía pensarse, decía, una sonata de Bach tocada por violín o por oboe, o incluso una obra sinfónica de Beethoven o Schumann "reducida" al piano y sentir que la obra seguía estando allí aun cuando fuera obvio que algo perdía. Brahms transcribió toda su obra orquestal para dos pianos y Stravinsky llegó a hacer una versión para dos pianos de La consagración de la primavera, para tocarla en concierto junto a su hijo Sulima. Pero, decía Kröpfl, no podía pensarse en una versión para piano de Atmósferas, de György Ligeti. En ese caso, como en mucha de la música compuesta a partir del siglo XX, el timbre, y junto con él las densidades, las texturas, han dejado de ser vestimentas (arreglos, para tomar una palabra todavía en uso en el campo de las músicas de tradición popular) y se han convertido en la propia obra. En estos días, y ante la incapacidad para resolver un conflicto gremial que ha ganado dimensiones épicas, el Teatro Colón, es decir su dirección, encarnada por Pedro Pablo García Caffi y una pequeña corte conformada por ex preparadores de ópera y maestros internos –Reinaldo Censabella, Esteban Gantzer y el promisorio compositor residente de la casa, Mario Perusso– barajaron la posibilidad de contratar una orquesta extranjera y, luego, la de estrenar –sin por ello bajar un centavo el precio de las entradas, superior a los mil pesos en el caso de la platea– El gran macabro, de Ligeti, acompañada al piano. Escribí en su momento, no sin cierto éxito entre los amigos, que eso era más o menos como Deep Purple tocado por un conjunto de flautas dulces. Se ve que los atentos directivos del Colón lo leyeron porque el viernes pasado el maestro Censabella comunicó a la gente de La Fura dels Baus –responsables de la puesta cuyos ensayos, hasta ahora, han sido más mudos que película de Buster Keaton– que se prepararan para estrenar (cosa que a todas luces no sucederá en el previsto 29 de marzo– con la música tocada por dos pianos y percusión. Ahora sí que mostraron comprensión de la naturaleza musical de la obra.