sábado, 30 de abril de 2011

Guitarra y bandoneón










Ya se ha hablado aquí del notable Cuarteto Típico de Aníbal Troilo, con Roberto Grela en la primera guitarra, que grabó para el sello TK una serie de discos en 78 rpm, en la década de 1950 -en algunos casos en trío, aunque no se indicaba- y un LP en 1962, para RCA. Los primeros registros se consiguen, con sonido ejemplar, en un álbum doble de la serie Grandes del Tango bautizado Aníbal Troilo 4, que recoge todas las grabaciones instrumentales realizadas para TK. El segundo está incluido en la edición completa de la discografía del bandoneonista para RCA, con el título de Pa' que bailen los muchachos. Troilo reeditó la instrumentación en 1968 pero con Ubaldo De Lío en guitarra eléctrica. El disco se llamó originariamente Nocturno a mi barrio pero en esta serie, tan rica en arbitrariedades, fue publicado como Toda mi vida. Menos mentado que el de Troilo hubo sin embargo otro cuarteto excelente, también con Grela en primera guitarra y con Ernesto Báez en guitarrón y Rafael del Bagno en contrabajo, el Cuarteto San Telmo, con Leopoldo Federico en bandoneón. El grupo grabó un disco para Columbia en 1966, Tangos de siempre (reeditado recientemente por Sony) y dos más para Music Hall aunque ya con el nombre de Cuarteto Federico-Grela y con Román Arias en el contrabajo. Esos dos discos, llamados originariamente Hombres de tango (1968) y Tangos para un patio sin tiempo (1969) eran inconseguibles desde hace tiempo (el primero había tenido una edición en Cd aunque estaba largamente agotado y el segundo, hasta donde sé, nunca se había publicado en este formato). Ahora, acaban de ser reeditados como Cuarteto Federico-Grela  Volumen I. Tangos y Volumen II. Valses, Milongas y Selecciones. El agrupamiento y el orden de los temas es caprichoso -hubiera sido mejor respetar los discos originales-, en el segundo volumen repiten, de manera incomprensible, cuatro tangos del primero ("como bonus-track", dicen las muy poco ilustrativas notas de Oscar del Priore) y la presentación es horrible pero la música compensa tales iniquidades con creces.

martes, 26 de abril de 2011

Qué bardo












Un simple pretexto. Un cumpleaños. El 26 de abril de 1564 fue bautizado William Shakespeare (en realidad nació, según parece, el 22). Y, también en estos días, se cumplió (o se cumplirá) el aniversario de su muerte, el 23 de abril o el 3 de mayo. El culto a su figura comenzó en 1769, cuando el Great Shakespeare Jubilee instituyó la pequeña plaza del mercado de Stratford in Avon como lugar de peregrinaje. Ningún poeta ni dramaturgo inspiró tanto a los músicos como él y difíclmente pueda asociarse más música con otro escritor que no sea él. La lista empieza por las canciones de la época que Shakespeare incluyó en sus obras, de las que había una bella antología cantada por Catherine Bott, editada en su momento por L'Oiseau Lyre pero hoy descatalogada y otra, llamada Shakespeare Songs and Dances, por el Deller Consort con Desmond Dupré en laúd, que Harmoni Mundi reeditó en una de sus series baratas y es posible que se consiga en Zival's. Hay también un Cd muy recomendable donde Philipp Pickett, al frente de un grupo llamado oportunamente Musicians of the Globe, interpreta piezas de Robert Johnson, John Dowland, William Byrd y Giles Farnaby, entre otros, con el título de Shakespeare's Musick (Songs & Dances for Shakespeares's Plays) –publicado por Decca/Philips. El mismo grupo registró la música para La Tempestad, de Locke, para representaciones de obras de Shakespeare durante la Reforma y, por supuesto, de Henry Purcell. En el sello Hypèrion hay numerosos discos con música de Purcell y sus contemporáneos, de Thomas Arne y de Thomas Linley the Younger, basada en obras de Shakespeare y existen dos canciones de Schubert que toman sus textos de Shakespeare (aunque traducidos al alemán): "Hark, hark the lark" y "Who is Sylvia?" (ambas se encuentran en el volumen 26, An 1826 Schubertiad, de la edición completa de sus canciones publicada por Hypèrion y dirigida por el pianista Graham Johnson, cantadas por John Mark Ainsley y Christine Schäfer. Una lista no exhaustiva debería incluir, de Héctor Berlioz, la Sinfonía Dramática Romeo y Julieta y, por qué no, la Sinfonía Fantástica (inspirada no es Shakespeare pero sí en una actriz shakespereana). Para mí las versiones de John Eliot Gardiner son insuperables pero, ya se sabe, es una cuestión de gustos. Curiosamente otra obra con Romeo y Julieta como protagonistas, Capuletti e Montecchi, de Vincenzo Bellini, no se basa en la obra de Shakespeare, un autor prácticamente desconocido en Italia, a comienzos del siglo XIX, sino en un texto anterior que, aparentemente, el propio Shakespeare habría tomado como fuente. Sueño de una noche de verano cuenta con la música incidental (y la genial Obertura) de Felix Mendelssohn –recomiendo Herreweghe– y, mucho después, con una ópera de Britten –mi elección es Sir Colin Davis, con Sylvia McNair, Ian Bostridge y Brian Asawa (el contratenor que cantó en El gran macabro en el Colón) a la cabeza del elenco. Hay tempestades de Tchaikovsky (Abbado) y Sibelius (Vänska), hay Romeos y Julietas de Tchaikovsky (nuevamente Abbado) y Prokofiev (Gergiev) y hay Otellos de Rossini (nueva edición crítica dirigida por Fogliani, en Naxos) y, obviamente, Verdi (la vieja de Domingo, con Scotto y Milnes y dirección de Levine, entre varias otras posibilidades). También de Verdi, Falstaff (versión reveladora de Gardiner, con Lafont, Martinpelto y Mingardo) y Macbeth (Domingo y Cappuccilli dirigidos por Abbado). Salteo a Walton y me detengo en la música compuesta por Michael Nyman para el film Prospero's Books, de Peter Greenaway (su versión de La tempestad). Nyman no es santo de mi devoción pero las canciones, cantadas por Sarah Leonard y una joven Ute Lemper, valen la pena. Por último, aunque lejos del último lugar en importancia, señalo el disco que Ellington dedicó a Shakespeare, Such Sweet Thunder (1957), y, en particular, el tema "The Star-Crossed Lovers" con su exquisito dúo entre Johnny Hodges en saxo alto (Julieta) y Paul Gonsalves en saxo tenor (Romeo). Y para quienes quieran escuchar otra gran versión de este tema, la del quinteto de Pepper Adams y Zoot Sims (en saxos barítono y tenor respectivamente) con Tommy Flanagan en piano, Ron Carter en contrabajo y Elvin Jones en batería, incluida en el disco Encounter! (Prestige, 1968) es extraordinaria.

domingo, 24 de abril de 2011

Incorrección





Me enteré esta semana de que un escritor bastante pedante tuvo un serio problema por escribir supuestas ingeniosidades que, en realidad, escondían –no demasiado– una importante cuota de violencia contra una mujer. El motivo era un artículo en que se hablaba de una campaña en contra de los piropos que denotaban machismo. La respuesta del pensador de marras era que le gustaría encontrarse con la responsable de tal campaña para "romperle los argumentos a pijazos". Como chiste, he conocido otros más graciosos. Y como piropo, he escuchado alguno más seductor. La consecuencia más inmediata fue el retiro de publicidad de dos grandes empresas para el diario que se vio envuelto en el affaire (El Guardián, que es promocionado en las calles por personas con uniformes militares de fajina y cuyo propietario es Moneta, aquel socio de Menem). Pero la cuestión se liga con la absoluta corrección que conlleva en ciertos ambientes la supuesta incorrección política. Es cierto, las actitudes superficiales de defensa de minorías y cosas como preocuparse por las palabras terminadas en "o" o en "a", el llamar afroamericanos a los negros estadounidenses o el denominar "capacidades especiales" a las más espantosas de las discapacidades, se presta a burla y suele acompañar las más flagrantes hipocresías. Pero eso no significa que discriminar sea mejor que no hacerlo o que insultar sea más deseable que expresar cierto respeto. Seré incorrecto. Defenderé la corrección. Si es sincera, mejor. Pero, si no, por lo menos será correcta.

Abril en París II












Alberdi y San Martín, Mansilla y Alberdi, Cadícamo y Gardel. Cortázar (que alguna vez dijo que "un uruguayo es un argentino que no fue a París"). Y una ciudad que es mucho más que un fondo. París aparece casi en tantos tangos como Buenos Aires. Y Jorge Fondebrider, en La París de los argentinos la recorre con la meticulosidad, el gusto por la exhaustividad y la excelente prosa que acostumbra. París –ese espejo en que un poco insensatamente se busca el reflejo– aparece a través de testimonios en parte recopilados de archivos y en parte especialmente solicitados para este libro, que publicó bellamente Ediciones Bajo la luna.

jueves, 14 de abril de 2011

SSwing







Al nazismo no le gustaba el jazz. Benny Goodman, era "el judío del swing" y las radios tenían prohibida su difusión. Tampoco estaba permitido sintonizar radios extranjeras y las penas por ese delito iban de los 5 a los 10 años de cárcel. Pero a los alemanes, como a todo el mundo en los 40, el jazz no sólo les gustaba sino que eran capaces de desafiar la prisión con tal de escuchar los programas de la BBC, donde las noticias se alternaban con bandas de swing. Entonces Goebbels, el Ministro de Propaganda, tuvo una idea: hacer programas en inglés que reprodujeran ese modelo. Si los alemanes escuchaban radios inglesas, a escondidas, la idea era que los ingleses hicieran lo mismo. Se trataba de un proyecto de inteligencia –por llamarlo de algún modo– destinado a la desmoralización del enemigo, aprovechando el avance de las transmisiones de onda corta. Y como los ingleses escuchaban jazz, lo que les estuviera destinado debía, por fuerza, incluir esa música. El más exitoso de esos programas fue "Alemania llamando". Lo conducía William Joyce, un estadounidense hijo de irlandeses, miembro de la Unión Británica de Fascistas, luego fundador de la Liga Nacional Socialista de Inglaterra y, obviamente, emigrado a Alemania en 1939, cuando se enteró de que en Londres lo arrestarían.  Y la música la proveía una banda especialmente formada para tal fin: Charlie y su orquesta. Los arreglos musicales eran de Lutz Templin y reproducían, en gran medida, los estilos de Tommy Dorsey y Glenn Miller. Y el cantante, que daba nombre al grupo, era Karl "Charlie" Schwedler. El escribía, también, las letras de las segundas estrofas en los éxitos que se interpretaban. Estos –"Stormy Weather", "After You've Gone", "Bye Bye Blackbird"– empezaban bien. Pero, en la repetición de la estrofa iban mezclados mensajes acerca del judaísmo de los amigos de Churchill, insultos a Roosevelt e invocaciones a lo bella que sería Europa sin guerra y con los alemanes volando libremente por los cielos de Londres. Una encuesta de la BBC a fines de la década de 1940 reveló que un 26 % de los oyentes ingleses habían escuchado regularmente ese programa. Pero la razón del éxito parece no haber sido la música (los ingleses tenían opciones bastante mejores, empezando por el violinista Stéphane Grappelli, que había huido de la Francia ocupada) sino el hecho de que el programa pasaba los mensajes a sus familiares de los prisioneros británicos. Para aquellos interesados en escuchar a la orquesta de Charlie, puede hacérselo aquí (si Jarrett nos perdona el uso de Youtube).

martes, 12 de abril de 2011

La búsqueda de la idea








Ya en la edición de los setenta del viejo libro de Joachim-Ernst Berendt acerca del jazz, se hablaba de Jarrett como “pianista romántico”. Y eso era cuando Jarrett todavía no era totalmente Jarrett. Cuando apenas podía vislumbrarse el gesto lírico, la pasión melódica, por debajo –y al mismo tiempo– que la vorágine. Cuando era el pianista de uno de los grupos de jazz más pop que dio el género, el cuarteto de Charles Lloyd a mediados de la década de 1960, o cuando, en 1968, publicaba  Somewhere Before, su primer disco en trío, con el contrabajista Charlie Haden y el baterista Paul Motian; cuando Facing You, grabado en noviembre de 1971, inauguraba la idea de la improvisación al piano como viaje y del jazz más como paisaje que como gramática. Cuando Keith Jarrett, en 1973, editaba su álbum triple Solo Concerts Bremen/Lausanne, con el registro de sus actuaciones de marzo y julio de ese año. Cuando todavía no existía Köln Concert, ese álbum doble de 1975 que llegó a convertirse en el best seller más inesperado de la historia, con una venta de más de tres millones y medio de copias.
  Alguien, alguna vez, decidió que el romanticismo era una frase como “amar es nunca tener que pedir perdón”. Que se encontraba en los teleteatros y en las peores canciones. Lo romántico, sin embargo, estaba en otra parte. En la escena en que el padre cabalga enloquecido con su hijo enfermo en brazos, mientras el niño le cuenta, entre delirios, cómo la muerte lo llama insistente, en la canción “El rey de los alisos”, de Schubert y Goethe. En la noche de Novalis y la locura de Hölderlin. O, más cerca de Allentown, Pennsylvania, donde Jarrett nació en 1945, en los personajes de Scott Fitzgerald y en el amor mayúsculo de las historias minúsculas de Carson McCullers. Y, es claro, en sus largas improvisaciones al piano que diseñó como mapa y radiografía del desgarro, y donde, además, románticamente, se coloca a sí mismo –como Lord Byron, como Héctor Berlioz– en el lugar de la obra de arte. Esas improvisaciones al piano fueron cristalizando, con los años, en un género en sí mismo. Un género que incluía su realización en grandes salas de concierto; un diálogo con la tradición que terminaba de completar lo que sucedía con la música. La Scala, la Salle Pleyel de París, el Carnegie Hall o la Staatsoper de Viena fueron las huellas y las señales de esa travesía. Y hoy a la noche, el Teatro Colón se agregará a la saga. Aquí, en uno de los teatros con mejor acústica del mundo, en esa especie de Alla Scala ampliado imaginado en un puerto del fin del mundo por la megalomanía de las clases dominantes de comienzos del siglo XX, actuará el pianista que convirtió a la búsqueda de la idea –y no sólo a su hallazgo– en una de las bellas artes.
  En Jarrett está ese gesto tan chopiniano de la tensión, de la voz que sujeta al tiempo (y se sujeta en él) mientras otra lo enmascara y desdibuja, lo bordea y difumina. Y está también su gestualidad, ese canturreo junto a las notas que puede convertirse en grito o en profunda aspiración o explosiva exclamación, en su hamacarse en el aire, y sacudirse y temblar, desde el único punto de apoyo de sus dedos en el teclado. Y está, también, su propia biografía: una vida que ncluye, como la de todo romántico, la enfermedad. Jarrett enfermó. No era una enfermedad externa. Era la propia enfermedad del alma: la fatiga crónica. Un eufemismo aceptado por todos para designar un brote psicótico. Y se dijo que Jarrett ya no tocaría. El artista, consumido por sí mismo, abandonaba el mundo antes que su cuerpo, tal vez sólo para poder mirar como los otros lo miraban; cómo veían su retiro y cantaban sus alabanzas. Cómo hacían para vivir sin él. Y entonces comenzó su otra historia romántica, la historia de fantasmas. De los que han dejado su vida inconclusa y deben seguir rondando, grisáceos y tan incorpóreos como inevitablemente visibles, para atar los hilos sueltos. O, simplemente, como aquel extra encarnado por Peter Sellers en The Party, incapaz de aceptar que la muerte del personaje había concluido con su escena. Jarrett, entonces, volvió para empezar a despedirse. Actuó con su extraordinario trío –él, Gary Peacock en el contrabajo (con cáncer) y Jack De Johnette en la batería (con una espantosa tendinitis crónica en una mano). Las últimas publicaciones del grupo eran siempre grabaciones de unos años atrás y la última de ellas se llamaba, sintomáticamente, Yesterdays (2001). Hubo, también, melancólicos conciertos solistas, en Tokio y en el Carnegie Hall. Como siempre, el pianista lograba que lo habitual sonara cada vez distinto. Y entonces llegó un conjunto de discos tan extraordinario (tres CDs y más de dos horas de música) que hizo palidecer a todo lo anterior. Que reunía las grabaciones de los conciertos en Londres y París en noviembre y diciembre de 2008. Y al que se nombraba como Testament.
  La música era la de un músico joven, dispuesto a abalanzarse sobre el mundo. Nada había allí de la resignación o del reciclaje. Cuando ya nada parecía poder inventarse, Jarrett volvía a crear las leyes de lo que él mismo había gestado como género casi cuatro décadas atrás. Todo empezaba de nuevo. Pero, por otra parte, estaba ese título, “testamento”, tan final. Es cierto, podría ser el comienzo de una nueva despedida. Y la despedida podría ser larga. No obstante, ya se sabe, lo importante no es que las cosas se digan sino el hecho de que alguien considere importante el hecho de que sean dichas. Que este testamento incluyera una música irremisiblemente nueva (aunque al mismo tiempo tan indefectiblemente jarrettiana) no podía ser ignorado. Y, tampoco, lo podían ser las extrañas notas incluidas en el cuadernillo del álbum por el pianista –es decir consideradas por él como esenciales a la música–. No se trataba tanto de colocar la desventura personal como parte de la música como, al contrario, incluir a la música en el discurso del desgarro. “Entonces mi mujer me dejó (fue la tercera vez en cuatro años)”, cuenta, por ejemplo. O, más adelante: “No había tocado solo en Londres, creo, desde hacía 18 años. Era mi primera actuación solista desde que mi mujer me había dejado y estaba en un estado de increíble vulnerabilidad emocional”. El pianista que había creado y desarrollado el concepto de la música como tránsito –o, más bien, en un sentido más cercano a Gurdieff, de quien Jarrett fue (o es) seguidor, de travesía o atravesamiento– se veía compelido a contar ese otro tránsito, el de su vida personal y sus desventuras amatorias, como parte de la misma música. Un relato y otro, eventualmente, concurrían. Si en el estilo de Jarrett siempre habían tenido un papel preponderante la deconstrucción, la fragmentación, la explosión de un motivo en miles de motivos y la posibilidad de que cada pequeña célula proliferara en un gigantesco magma, en estas actuaciones que el pianista realizó bajo el signo del abandono y, según él mismo dijo, del dolor más lacerante, el estilo se constituía en su exacto espejo. No había certezas. No había un orden prefijado. Todo podía desaparecer en cualquier momento. No se trataba, desde ya, de una música puerilmente narrativa. Tal vez ni siquiera hubiera allí un trabajo consciente en lo formal para que el desarrollo sonoro creara la sensación de abandono –y, también, de salvaciones providenciales–. Se trataba, más bien, de llevar aquello que siempre se había parecido a tocar sin red hacia un estado de verdadero desamparo y expectativa; de auténtica intemperie. Jarrett no jugaba al abandono. Estaba abandonado. No aparentaba, ni coqueteaba con los territorios inseguros. Se encontraba, literalmente, en un territorio que era todo temblor, todo anticipación.
  Si el jazz es siempre irrepetible, es posible que estas improvisaciones sin clisés de ninguna índole, sin esas fórmulas que actúan como las grampas y los clavos de los andinistas, para sujetarse a una idea, a una región armónica, a ciertos patrones rítmicos, lo sean en extremo. Que Jarrett, por la fuerza de su pathos, haya llegado allí a un punto de depuración –y de abismo– absolutamente único. En el libro Mi deseo feroz, que recoge una serie de conversaciones de Jarrett con Kunishiko Yamashita y Timothy Hill, el pianista habla de cómo quedarse en un acorde de La Menor y aceptar lo que ese acorde es, sin intentar disimularlo ni investirlo de ninguna pretensión. Habla también de evitar los lugares comunes, de no caer en esos movimientos casi automáticos que se hacen para embellecer un acorde. “Es fácil agregarle una sexta o una novena para que suene más atractivo o más jazzístico. Lo verdaderamente interesante es, en cambio, mantenerse ahí, dejarse ganar por el color del acorde hasta que uno sepa que de ahí puede ir a cualquier lado.” Acerca de sus improvisaciones en el piano, lo que dice es revelador: “No debo tener ninguna idea previa para no ser víctima de mis condicionamientos más superficiales”. La idea se completa casi a la perfección con lo que aseguró en una entrevista realizada por Página/12, cuando llegó por primera vez a Buenos Aires, en 1994, para tocar con su trío: “Lo más importante es olvidarse de todo antes de tocar. Y, sobre todo, no empezar con un tema. Eso sería demasiado condicionante. Trato de que el punto de partida sea siempre mínimo. Cuanto más insignificante, más caminos abre”. En un sentido, a esas largas improvisaciones en que las transiciones, lejos de estar disimuladas, son expuestas sin culpa, podría caberles lo que Theodor Adorno descubre en las últimas sonatas de Beethoven: la falta de embellecimiento como acto supremo de creación. Jarrett exhibe los mecanismos para desarrollar una idea y también allí se hace cargo de un pensamiento esencial del siglo XX: el proceso es la obra.
  Héctor Berlioz había convertido, en una sinfonía a la que llamó “fantástica”, su enamoramiento por una actriz inglesa en una gesta donde el artista se enfrentaba a la insensibilidad del mundo burgués y acababa como parte de un delirante aquelarre. Jarrett llevaba su sinfonía fantástica al terreno del piano y de esas improvisaciones sin diseño previo en las que los momentos de búsqueda, las indefiniciones, los titubeos, las costuras, en lugar de ser escamoteados –como en el relato clásico– son expuestos. La idea de testamento, es decir de legado a la posteridad –tal vez, impregnado de denuncia hacia la incomprensión de su tiempo– parecía, por otra parte, absolutamente wagneriana. “Con esta nueva concepción mía me salgo por entero de toda relación con nuestros actuales teatro y público”, escribía el compositor alemán. “En el Rin construiré entonces un teatro e invitaré a una gran fiesta. Después de un año de preparación, representaré a lo largo de cuatro días mi obra entera; con ella daré a conocer a los hombres de la revolución la significación de su empresa en su sentido más noble. Este público me entenderá, el actual no puede hacerlo”. No debe olvidarse, en ese sentido, que Jarrett, a su manera –es decir a la manera del mercado discográfico y de la producción de un sello como ECM, que Manfred Eicher creó casi a su imagen y semejanza (la de Jarrett)– siempre tendió al wagnerianismo. En una época en que un álbum doble era un acontecimiento y los triples correspondían a los proyectos más descomunales de los grupos de rock más pretenciosos, Jarrett editaba dobles o triples como si nada y llegó a la desmesura de un álbum de diez discos de larga duración (la edición en CD abarca seis), con Sun Bear Concerts, grabado en 1976 en Kioto, Osaka, Nagoya, Tokio y Sapporo.
  Otra edición fuera de medida, los seis Cds que cuentan todo (absolutamente todo) lo que sucedió en cada uno de los seis sets de cada uno de los shows que el trío dio en el Blue Note a lo largo de tres días de 1994, dan cuenta de la misma idea, fractalmente ampliada, de sus improvisaciones. Allí todo cuenta. Y Jarrett cuenta también –y es por cierto más interesante que la historia del abandono de su mujer y la fragilidad emocional en que esto lo sumió– la historia de esas historias. En el mismo folleto de su testamento, dice: “A lo largo de los años, los conciertos solistas –y habría que decir solo concerts, casi una marca acuñada por Jarrett– se hicieron más abstractos y algo fue madurando desde las semillas que habían sido plantadas espontáneamente en el comienzo. Pero todavía estaban atadas a una extensión de 45 minutos, más o menos, entonces un corte, y después otros 45 minutos. Se trataba de una cierta clase de viajes épicos a lo desconocido. La arquitectura, sin embargo, y sobre todo a lo largo de los años, se hizo demasiado predecible para mí. Entonces dejé de hacer estos conciertos y me concentré en mis cuartetos y en mi escritura (se refiere a los cuartetos “americano”, con Dewey Redman, Charlie Haden y Paul Motian, y “europeo”, con Jan Garbarek, Palle Danielsson y Jon Christensen, y a las obras de cámara que compuso para discos como Bridge of Light, de 1993). Después de mi divorcio de Margot (su primera mujer, y nuevamente la biografía en el lugar del arte), viví treinta años con mi segunda mujer, Rosse Anne. Intenté, muchas veces, reinventar los solo concerts. Pero los dos años con el síndrome de fatiga crónica lo impidieron. La carga de energía que esos conciertos me demandan siempre me resultó asombrosa. Es como las Olimpiadas cada vez”.
  Esta actuación en el Colón llega después de un nuevo disco que fue, como todos los otros, imprevisible. En Jasmine, en dúo con el contrabajista Charlie Haden, como en The Melody at Night, With You –el primer disco que grabó después de su síndrome, en 1998– recurre a la simpleza más extrema. A una clase de desprendimiento sólo posible para el que ya ha estado en todas partes y lo ha aprendido y lo ha probado todo. “Deberíamos intentar por una vez hacer que lo ordinario nos resultara extraño”, escribía LudwigTieck, uno de los gestores del Sturm und Drang (tormenta e impulso) romántico de fines del siglo XVIII. “Estaba llorando en los camarines. Sentía, sin embargo, que empezaba una nueva posibilidad para mí”, decía Jarrett, en su romántico testamento.

domingo, 3 de abril de 2011

Manifiesto

Escucho Tropicalia. Ou panis et circensis, de 1969. Arreglos de Rogério Duprat, que llegaba de Europa y que allí había estudiado con Karlheinz Stockhausen y Pierre Boulez. "La música no existe más. Entretanto siento que es necesario crear algo nuevo", escribía en el disco. Caetano Veloso, Gilberto Gil, Nara Leâo, Gal Costa y, sobre todo, Os Mutantes (aquí se los puede ver en esa época, con una encantadora Rita Lee tocando –es una manera de decir– un salterio): trompeta "Penny Lane", psicodelia futurista y brasileña, a banda do sargento pimenta. Manifiesto antropofágico.