jueves, 28 de febrero de 2013

Modernismo















La literatura no necesitó ser antirromántica. O no lo necesitó a fondo. La música, como la pintura –aunque con menos suerte en el mercado– reivindicó, en los comienzos del siglo XX, la abstracción como virtud. Y, a diferencia de la literatura, en el mundo del sonido los que pretendían algún grado de representación –incluso representaciones populares– eran los reaccionarios. El progreso estaba del lado de quienes ignoraban connotaciones o funcionamientos sociales. Los revolucionarios (musicales) eran quienese negaban cualquier posible extramusicalidad. Lo que en otras artes estaba bien (hablar del pueblo, mostrar la cultura de la pobreza, defender las especificidades lingüísticas regionales) en la música era signo inocultable de decadencia. Lo que en la literatura significaba el enfrentamiento con las viejas academias, en la música implicaba la consagración de sus ideales. Escuchaba, hoy, Festa das igrejas, una magnífica (y algo delirante) pieza para orquesta y órgano compuesta en 1940 por Francisco Mignone, un brasileño nacido en 1897 y muerto en 1986. La escuchaba en la extraordinaria versión de la Orquesta de San Pablo editada por el sello sueco Bis (con publicación brasileña por parte de Biscoito Fino, la misma marca en la que actualmente editan su material Chico Buarque y Maria Bethania). Pensaba en una nueva posible lectura del nacionalismo musical en Latinamérica como movimiento modernista. Aun cuando sus cultores no lo fueran. O no del todo. O no conscientemente.

viernes, 8 de febrero de 2013

Hoy todo el hielo en la ciudad

Hace un año murió Luis Alberto Spinetta. Transcribo aquí lo que en esa oportunidad escribí en Página/12.

 







En la tarde de ayer, Silvio Rodríguez subió en su blog una foto y la letra de una canción. La foto era de Luis Alberto Spinetta y la letra la de “El anillo del Capitán Beto”. El cantante y compositor cubano, atravesado como tantos por el dolor, ponía de manifiesto una verdad incontrastable. Algunos, los mejores, pueden ser nombrados tan sólo con sus obras. Estaban los datos fríos: el cáncer de pulmón diagnosticado en julio del año pasado, los mensajes en Twitter de sus hijos, la noticia descarnada: Spinetta había muerto a los 62 años. Más allá de la biografía, de las minucias de un periodismo amarillo que tampoco esta vez estuvo a la altura de las circunstancias, de una privacidad que no debió ser invadida ni debería serlo tampoco ahora, para sus hijos, que estuvieron a su alrededor en los momentos finales y que lo cremarán en privado, hay una historia. Y esa historia les pertenece sólo a ellos. Para los demás, Spinetta no ha muerto porque allí está, y seguirá estando, su obra.
Las exegesis abundarán en fórmulas como “padre” o “fundador del rock nacional”. Limitar su importancia a la mera estadística de un género sería, sin embargo, una injusticia mayúscula. Porque de lo que se trata no es de quién llegó primero a ningún lugar ni del modesto valor que pudiera tener la invención del rock argentino. Todo eso existe, eventualmente, pero lo que Spinetta hizo, como antes Dames, Demare, o Falú, fue crear algunas de las canciones más significativas de los últimos cuarenta años. Ni “Ella también”, ni “Barro tal vez”, o “Los libros de la buena memoria”, o “Las golondrinas de Plaza de Mayo”, o “Laura Va”, “Durazno sangrando”, “A estos hombres tristes”, “Los elefantes”, “Hoy todo el hielo en la ciudad”, “La cereza del zar”, “Credulidad”, “Seguir viviendo sin tu amor”, “Tema de Pototo” o “Tu vuelo al final”, por sólo nombrar algunas de sus canciones, las primeras en ser recordadas, se agotan en los estrechos límites de un estilo ni de una generación. Cuando, en 1968, Leonardo Favio cantó “Tema de Pototo”, cambiándole el título por “Para saber cómo es la soledad”, entendía, en todo caso, que de lo que se trataba no era de una canción de rock sino, simplemente, de una gran canción.
“La música es algo que va más allá de si uno da recitales o no. Hay que librarse de todo eso y quedarse con la naturaleza del sonido, como para ver bien a qué jugamos con este lenguaje tan maravilloso”, decía Spinetta en una charla abierta ante estudiantes de música, hace once años. Y concluía con una de esas iluminaciones, esas metáforas desaforadas con las que lograba forzar las palabras, invadirlas de un ritmo propio y hacerles decir lo que nadie había dicho antes: “Y a mí, que me siento un pequeño músico, frente a músicas que son el cielo, me encanta poder difundir algunas ideas que creo que son válidas. Me encanta poder hablar de lo sagrado que tiene el sonido. De esa arcilla con la que, si se tiene la visión del cielo, se puede elaborar el cielo”.

Figuraté

El arte de Spinetta, en todo caso, siempre había tenido que ver con llevar los materiales –una melodía de una amplitud melódica inédita, una armonía que la recorría con un significado sorprendente, unos acentos que la convertían en elemento vivo– a su propio terreno, allí donde estaba “la cereza del zar impulsada por él”; allí donde se compelía a figurarse que se perdía “la cabezá”. Esos acentos a contrapelo en la canción “Figuración”, incluida en esa suerte de mapa de futuros territorios que fue el primer disco de larga duración de Almendra, son, en ese sentido, toda una declaración. Porque podría pensarse en un error; en una falta de pericia en la manera de conciliar música y letra; en un trabajo apresurado o demasiado autocomplaciente. Pero, en cambio, están las versiones anteriores de ese tema, escuchadas en vivo, donde todo cabía perfectamente y todavía “cabeza” no se había perdido en un nuevo acento. Y esas versiones muestran que no hay error sino decisión. Que la desnaturalización de la palabra era necesaria para crear un efecto.
El tiempo era veloz, en los finales de la década de 1960. Un día los Beatles sacudían al mundo con la Banda del Sargento Pepper y al otro ya no existían. De un disco a otro de The Who, Procol Harum, Moody Blues o The Hollies había universos de distancia. Y la historia del grupo que cambió para siempre la historia de la música artística de tradición popular en la Argentina también fue rápida. En 1966 The Larks, un grupo en el que tocaban Luis Alberto Spinetta y el baterista Rodolfo García, cambiaba de nombre por The Mods y luego se unía a Los Sbrirros, donde tocaban el guitarrista Edelmiro Molinari y el bajista Emilio Del Güercio, ambos compañeros de Spinetta en la escuela San Román. Después de un año de paréntesis, motivado por el servicio militar de García, en marzo de 1968 el grupo retomaba sus ensayos y cambiaba de nombre. Pensaron llamarse La Organización o El Tribunal de la Inquisición. Finalmente eligieron Almendra. Una conversación casual con el productor discográfico Ricardo Kleiman (también factótum del programa radial Modart en la noche, patrocinado por su empresa familiar), a la salida de un recital de Los Gatos en el teatro Payró, derivó en la firma de un contrato con la RCA Victor. En agosto, la revista Pinap –la primera dedicada casi exclusivamente a lo que todavía se llamaba “música beat” y destinada explícitamente, en la Argentina, a un público juvenil–, en su número 5, hablaba por primera vez de ellos. “Almendra se llama el conjunto que, seguramente, se va a convertir en la sensación de la próxima primavera porteña”, sentenciaba. “El capo del group (sic), José Luis (sic, de nuevo), según algunos de los más entendidos músicos beats de Baires está destinado a ser una especie de prolífico Lennon argentino: tiene alrededor de sesenta temas compuestos, ‘uno mejor que el otro’ según dicen. Almendra ya está grabando sus temas y el mes que viene RCA los lanzará al mercado.” Ya eran capaces de vaticinar el éxito y calificar la música del grupo, aunque nunca la habían escuchado, no sabían el nombre de Spinetta, y anunciaban grabaciones que, en rigor, recién comenzarían un mes después, con el registro, el 20 de agosto, de “Tema de Pototo”.

Fantasía en blanco y blanco

Pero hay una canción grabada apenas unos días después, el 2 de octubre, que alcanza para poner en escena, con toda su magnitud, el talento de este supuesto “Lennon argentino”. El tema ocuparía el lado A del segundo simple del grupo. Su nombre era “Hoy todo el hielo en la ciudad”. La sola mención de la ciudad en un título ya significaba algo. Y esa ciudad era, en este caso, una fantasmagoría. Una ciudad cubierta por el hielo. Un blanco profundo permanente, arriba y abajo; de nada servía perforar el hielo y remontarse al cielo: sólo se podía observar el hielo en la ciudad. Allí aparecía, muy tempranamente, una guitarra distorsionada. También un vibrafón –tocado por Mariano Tito– y un pitido electrónico à la Pink Floyd. Y además, una escena genial. Como sucedería más adelante con el Capitán Beto –esa brillante continuación de Trafalgar Medrano, el camionero espacial que había creado Angélica Gorodischer–, esta fantasía en blanco y blanco aparecía anclada en Buenos Aires, aun cuando nunca se la nombrara. No podía ser otra la ciudad donde “inmóvil ha quedado un tren, entre el hielo de la estación” y en que “mientras no hay nadie que pueda ayudar, los niños saltan de felicidad”. En la ciudad de la dictadura de Onganía, allí donde no se podía hablar y reinaba la censura, y donde el tango venía cantándole a una ciudad irreal –sin casas de departamentos ni migración interna– y a un barrio idealizado y convertido en mito desde hacía décadas, por primera vez esa geografía imaginaria era trazada desde otra parte. Eran los años en que Cadícamo llamaba “cretinos y turros” a los que “escuchan a los Beat’s” y Spinetta cantaba, a los 18 años, “cuánta ciudad, cuánta sed, y tú un hombre solo”.
En 1968, lo que después se llamó rock no entraba en los diarios. Es más, allí no había crítica de música popular. El pionero, en esa materia, fue Jorge Andrés, en sus notas para la revista Análisis y, un poco después, en el diario La Opinión. “Antes de seis meses, no menos de 30 grupos de virginal anonimato lograron un contrato de exclusividad con alguna grabadora o productor independiente”, diagnosticaba en un artículo publicado por Análisis el 30 de marzo de 1971. Allí citaba a un buscador de talentos de un sello grabador diciendo “en la Capital hay por lo menos un conjunto en cada manzana” y afirmaba: “Al cabo de dos años de imprudente utilización, el rótulo música beat comprende ahora cualquier tipo de grupo, con la condición de que sus participantes sean jóvenes, no importa si practican una cerrada investigación underground o se dedican a las tonterías más calculadoras”. Para ese entones, ya todo había sucedido. El 21 de noviembre del año anterior Almendra había actuado en el primer B.A. Rock, en el Velódromo, estrenando gran parte de los temas de su doble, que terminaría de ser grabado seis días después y se publicaría el 19 de diciembre. En esa ocasión, la canción “Rutas argentinas” había sido chiflada por gran parte de los asistentes. Era “música comercial” para los oídos de barricada azuzados por la revista Pelo y su taxativa división entre “progresivo” o “complaciente”. El 25 de ese mes sería la última actuación, en el cine Pueyrredón de Flores.

Distinto, nuevo, desafiante

El protocolo indicaba que los grupos debían separarse, y Almendra se separó. Vino Pescado Rabioso, con la explicitación de un mandato más carnal (y la influencia de Led Zeppelin a cuestas). Pero estaba Spinetta, claro, y entonces todo acababa siendo distinto. Y nuevo, y desafiante. Y ese lenguaje “de época” se mezclaba con una serpiente que viajaba por la sal, y con una de las clásicas e inquietantes –y dolorosamente bellas– melodías de su autor. Después llegó Invisible. Y Jade. Y Los Socios del Desierto. Pero la originalidad siguió siendo la misma. “Veo a la música como el cielo”, decía Spinetta en aquella conversación con estudiantes de música. “Con la complejidad, la magnificencia y la sencillez del cielo”. Allí decía: “Inventar es maravilloso. Porque tenemos esa gran posibilidad de descubrir algo y volverlo cien por ciento efectivo, como decía John Cage. Lograr el máximo de utilidad de una materia sonora que originalmente no fue pensada como instrumento. Cuando no hay catálogo, cuando uno desvirga una materia, todo se inventa y al no haber con qué comparar lo que hacemos, eso es el máximo hasta que venga otro y le saque otro juguito. La materia, en esa primera vez, da todo de sí”. Definía la creación como una “colisión entre uno y los materiales” y “un milagro”.
Dos de las palabras más usadas por Spinetta en sus canciones son “luz” y “mirada”. Pero uno de sus sellos de fábrica –y de todo el rock argentino a partir de él– fue siempre la utilización de palabras inusualmente largas (“desenvolverás”, por ejemplo, en “Abrázame inocentemente”). Palabras que obligan a usar varios acentos o, directamente, a desplazarlos. En una tradición que, en el español, se remonta a Juan de Mena y a Francisco de Quevedo y, más cerca, a Rubén Darío, Spinetta (y curiosamente, casi al mismo tiempo Juan Gelman, en Fábulas) ya desde el primer disco de Almendra forzaba la prosodia. La colisionaba. “Es muy difícil conmoverse con la obra de uno”, decía. Se emocionaba con “ese instante en que la música puede enmudecerlo a uno”. Hoy, enmudecidos de tristeza, los demás, aquellos para los que no ha muerto, se conmueven –y seguirán haciéndolo– con su obra. Esa que ya es capaz de nombrarlo para siempre.

miércoles, 6 de febrero de 2013

Frases










"...lo único que los hace sentirse vivos es algo que, sin embargo, lentamente, está destinado a matarlos. Los hijos para los padres, el éxito para los artistas, las montañas demasiado altas para los alpinistas..."
Alessando Baricco, Mr Gwyn.

"Odio la 'música clásica': no la cosa, sino el nombre. Éste encierra un arte tenazmente vivo dentro de un parque temático del pasado..."
Alex Ross, comienzo (muy buen comienzo) de Escucha esto.

"Quien no vive tiene miedo de la muerte"
Título de un disco publicado por Ney Matogroso en 1988

lunes, 4 de febrero de 2013

Edades













Es posible que la música ya no sea el lenguaje de la juventud. En todo caso, lo que es evidente es que ya no hay jóvenes de 16, 17 o 18 años como Miles Davis, Paul McCartney, John Lennon o Luis Alberto Spinetta esperando revolucionar el mundo. O por lo menos, no es en ese campo. Eventualmente, como hipotética imagen de un cierto descalabro, observo, en un concierto en el Festival de Cartagena, que el promedio de edad de quienes están en el escenario es quince o veinte años más bajo que el de su público. En la presentación de un grupo de rock sucedería lo contrario.