domingo, 16 de noviembre de 2014

Aires de Aira (y diarios musicales)







No me gusta Aira. La declaración no implica un juicio, salvo, tal vez, a mí mismo y mis limitaciones. Conozco mucha gente cuyos gustos y posiciones estéticas respeto a los que sí les gusta Aira. E incluso, algunos, lo consideran un genio. Yo no. Prefiero otra clase de literatura y de escritores. Y entiendo como valor todo (o casi todo) lo que Aira pone en tela de juicio. He leído algún libro suyo que me gustó (La luz argentina, El mármol, Los fantasmas) y otros que me parecieron pésimos. Pero, claro, la airicidad excluye la posibilidad de lo bueno y lo malo; hay un magma y una cosa le da sentido a la otra. Es un doble juego –que a mí me excluye y que me parece, al final, pedante– entre una obra individual que no existe como tal y un conjunto que sería el que le da sentido pero es inabarcable e, incluso, se critica a sí mismo. Gerardo Gandini odiaba a Aira. Y escribió un diario musical. A su manera: autocrítico, reconcentrado. El diario de quien tarda varios días en escribir –y en sacar, pulir, reducir, encontrarle el núcleo– lo que corresponde a uno solo. Esteban Insinger, un compositor más joven que Gandini, que acaba de estrenar una obra en el Centro de Experimentación del Teatro Colón (hoy, domingo 16, es la última función, a las 17) llamada Hércules en el Mato Grosso y compuesta junto a la escritora Pola Oloxairac (en rigor, Caracciolo), escribe, también, un diario musical.
El suyo es estricto: una pieza por día, desde el 4 de abril de 2009.  Y hay allí, un concepto aireano. Y así como no me gusta el diario literario de Aira, donde nunca sé qué buscar ni dónde, y a cuyo conjunto me rehúso (lo que resulta irrelevante porque, aunque no lo hiciera, nadie, probablemente ni el mismo Aira y mucho menos yo, sepa todo lo que éste incluye y sea capaz de leérselo todo) me interesa el de Insinger (este es el enlace para escucharlo, en todo –improbable– o en parte: insingermusicaldiary.bandcamp.com). Creo que lo que diferencia a ambos es que el de Insinger es posible. Que cada pieza tiene un valor en sí mismo, que es posible entrar y salir, y ordenar y recortar, de muchas maneras (pueden escucharse todas las piezas escritas a comienzos de mes, por ejemplo, o todas las que coinciden con algún acontecimiento importante –Martín Liut buscó la que se correspondía con el día en que el tren del F. C. Sarmiento se estrelló en Plaza Once, a ver si algo de eso sonaba allí– o las que fueron compuestas con luna nueva). Y la idea de que hay muchas más para escuchar, lejos de convertirse en una piedra atada al cuello, es un estímulo y una pequeña alegría. 
En cuanto a la ópera, los que puedan darse una vuelta por el CETC háganlo. Musicalmente hay momentos muy bellos –la escritura para las dos sopranos, alguna de las casi canciones–, y la interpretación es perfecta. A mí no me interesó el texto, me parece que a partir de una buena historia (contada en parte por Aira, en Un episodio en la vida del pintor viajero) se queda en el dato ingenioso –y a veces petulante–, que no abunda en nada (ni siquiera en el tema de la fijación de la imagen, que es uno de los núcleos), no da espesor a los personajes y termina ofreciendo poco más que el lugar común del hombre y la mujer serpiente (la bothrops newiedi, más conocida como jararaca y pariente cercana de la yarará, es recurrente en el texto). Pero, ya se sabe, a mí no me gusta Aira.

miércoles, 20 de agosto de 2014

Moledo






Lo conocí hace mucho. Él era el padre de un alumno de cuarto grado, en el Instituto Independencia. Yo era maestro de tercero. Creo haberlo visto, en ese entonces, en el bar de Acuña de Figueroa y Corrientes, a la vuelta de la escuela, donde varios de los maestros y maestras nos reuníamos antes y después de las horas de clase. Allí, Roberto, en cuyo grado estaba el hijo de Leonardo Moledo, me habló de él. Y allí lo encontré un par de veces, hace muy poco. Entre ambos momentos, en una época en que las redacciones de los diarios todavía eran lugar de reunión, cafés (cigarrillos, cuando todos fumábamos) y conversaciones, coincidimos en Página/12, donde él dirigió el suplemento Futuro. Hablábamos de ciencia-ficción, por supuesto. Y compartíamos la pasión por algunas músicas: la ópera Treemonisha, de Scott Joplin, que él me grabó; el Trío "Fantasma" de Beethoven.
En 1999, cuando fui editor de Revista Clásica, él fue uno de los primeros que convoqué para una sección llamada "Cuentos con música". Su cuento, "Taxi", era extraordinario y casi en el principio de este blog, lo recuperé en estas páginas. El 9 de agosto pasado, Moledo murió. Lo supe uno o dos días después, leyendo el diario en el que ambos escribíamos. Vuelvo a transcribir aquí aquel cuento. Y el taxi tal vez sea el mismo que en la foto, tomada en el bar de Acuña de Figueroa  y Corrientes, parece esperarlo detrás de la ventana.

Por Leonardo Moledo

Cada vez que salgo a la calle se me acerca un taxi. Puede ser en la puerta de mi casa o a unos metros de ella, o cerca de la parada del colectivo donde pretendo llegar: el taxi se acerca sigiloso (o repentino) y estaciona a mi lado. Lo tomo (¿qué otra cosa podría hacer?) y me lleva directamente a la Compañía, del otro lado de la ciudad, donde muestro mi pase y me sumerjo en un plácido mundo de escritorios arrullados por un parlante que transmite música funcional. A veces salgo por la puerta trasera del edificio, que da a una calle con poco tránsito, pero, igualmente, apenas pongo un pie en la vereda, un taxi se arrima al cordón, dispuesto. Tampoco importa la hora, puede ocurrir al mediodía o a las dos de la mañana porque algún llamado urgente me despertó, o porque recordé un lugar a donde debía ir, o simplemente porque decidí salir a dar un paseo, pero apenas salgo, un taxi se aproxima y me lleva a la Compañía. Nunca es el mismo taxi, y, que yo recuerde, jamas se han repetido. 
Los modelos son variados, y no pude encontrar nada entre los taxistas que se aproxime a una regularidad que pudiera darme alguna pista concreta. Alternan las marcas, los años de los coches y las edades de los taxistas: a veces son hombres –y algunas mujeres– maduros, a veces el conductor me parece casi un niño; rara vez, por lo que creo, los vi armados. El interior varia dentro de los limites un tanto estrechos de la decoración convencional, a veces una estampita, un retrato de Gardel, un zapatito colgando, en ocasiones nada. Pero invariablemente me llevan a la Compañía, en el otro extremo de la ciudad, que se alza en el medio de un descampado –es un edificio rectangular de tres pisos y líneas arquitectónicas modernas, aunque un poco pasadas de moda– y que mantiene sus luces encendidas tanto de noche como de día y en cuya entrada hay una barrera. Allí pago al taxista, desciendo del taxi, deslizo mi pase por una ranura magnética, la barrera se levanta y recorro a pie los cien metros que me separan de la entrada principal, donde el pase debe ser utilizado nuevamente, esta vez bajo la mirada fija y amenazadora de un guardián, que aunque no esta armado parece estar respaldado por una retaguardia invisible de gente peligrosa. El taxista, sea quien fuere, no me pregunta nada durante el trayecto, salvo algunos comentarios sobre el tiempo que hace, o el estado del tránsito que nos rodea, que son reiterativos, o, más que reiterativos, siempre iguales. 
La radio está siempre prendida y se escucha únicamente música, nunca un partido de fútbol o un noticiero; a veces cuando subo, y a veces recién cuando llegamos a la Compañía, un locutor anuncia lo que acabamos de escuchar y lo que oiremos a continuación. La voz del locutor me hace acordar a los taxistas anteriores: ahora oiremos el ciclo de La Chanson de Roland, de Chris de La  Tour, trovador del siglo XIV, a continuación transmitiremos el Libro V de madrigales de Monteverdi, pero los taxistas, del mismo modo que los coches, jamas se han repetido ni se conocen entre sí, ni nadie les ha indicado que vinieran. El taxi no recorre siempre el mismo camino, a veces se desliza por avenidas y a veces toma sólo calles laterales; generalmente, cuando cruzamos por debajo de algún puente o tomamos la autopista, la voz del locutor irrumpe para anunciar un coral de Buxtehude, o una obra de Corelli, o un concerto grosso de  Heinz: nos acercamos, muy lentamente y a lo largo de los años, del renacimiento al barroco. 
Muchas veces, cuando hace frío o llueve, trato de disfrazarme, cubriéndome con un impermeable, tapándome la cara con una  bufanda y ocultando todo mi cuerpo tras un enorme paraguas, pero aun en medio de la más intensa tormenta, y vestido así, apenas salgo, un taxi, siempre distinto de todos los que he tomado, se arrima y estaciona al lado mío, junto al cordón de la vereda: adentro me espera un ambiente confortable y sereno, un taxista algunas veces locuaz y la radio encendida y deslizándose, paso a paso a  través de la interminable serie de sinfonías–canción de Werner, haciendo equilibrio entre el barroco temprano y el tardío, hasta que llegamos a la Compañía, con su ritual de barrera, pase, puerta de entrada y guardián, que según la hora, atenúa su mirada brutal o a veces está durmiendo apoyado en su arma. La Compañía, como siempre, tiene todas las luces encendidas. Una vez me enfermé de cierta gravedad y no salí a la calle durante casi seis meses; fue un periodo de relativa felicidad, pero el primer día que decidí dar un paseo, apenas alcance la vereda, se acercó un taxi manejado por un muchacho de no más de 16 años que me llevó directamente a la Compañía. La radio estaba recorriendo ya la obra de Juan Sebastián Bach: "Wachet auf, ruft uns die Stimme", y al día siguiente, "Von Himmel da komm Ich Hier". Ni los taxistas ni los locutores parecían registrar el paso de las estaciones, ni los cambios del lenguaje o la moda; para la época en que la radio había dejado atrás a Stamitz, Semmel y Cwoe, y transitaba la última sonata de Beethoven, los jeans habían sido sustituidos por pantalones de poliester con tachas metálicas, pero los taxistas, fueran jóvenes o viejos, hombres o mujeres, vestían igual que el primer día, ya lejano en el tiempo, y ni el portero de la barrera ni el guardián parecían notarlo. 
Durante mucho tiempo, dejé de hablar con los taxistas y de escuchar la música y traté de elaborar una estrategia para confundirlos (deslizarme por una ventana, saltar la verja del fondo, subir a la terraza y moviéndome de terraza en terraza aparecer por un lugar inesperado), pero apenas ponía un pie en la calle, el taxi se acercaba y me llevaba a la Compañía acompañado por la música atonal de Schönberg o el Cuarteto Nro. 25 de Adjus Trajk, que ya exhibía avances minimalistas. Había, a la vuelta de mi casa, un baldío que terminaba en una explanada de baldosas rotas, donde permanecía desde tiempo inmemorial, incongruente, un aljibe. Me oculte en el aljibe después de haber introducido una chapa que me sirviera de plataforma, y descubrí que dos metros por debajo de la boca se abría un túnel penoso que recorrí con miedo, un túnel larguísimo que a veces se estrechaba hasta casi impedirme el paso y otras veces se ensanchaba como para permitir el paso simultáneo de tres personas; lleno de botellas rotas, jeringas en estado de avanzada descomposición, partes de algunas aves embalsamadas por un taxidermista hábil, y el rumor lejano del agua que corría por la cloaca máxima de la ciudad. Prendiendo un encendedor, de a ratos pude avanzar y al cabo de unos días vi que el túnel desembocaba en una escalera desgastada, asimétrica y angosta, al final de la cual se distinguia un puntito de luz. 
Subí pegado a la pared para que nadie me viera y salí, –cautelosamente– al centro mismo de la plaza de un barrio completamente desconocido para mí, rodeado de grandes edificios, y delimitada por cuatro avenidas de tráfico intenso y de doble mano. Con precauciones, busque un semáforo con la vista y cuando vi que se encendía la luz roja me dispuse a cruzar. Entonces se me acerco un taxi. Subí y me deje caer en los asientos, que estaban forrados de plástico. La radio estaba transmitiendo música que inmediatamente reconocí, era el final del Agnus Dei, de la Misa de Réquiem en Si, de Isak Dynsen: yo estaba cansado por la travesía y por todo el tiempo transcurrido, pero cuando el coro emprendió el Dona Nobis Pacem, comprendí, de repente, que nadie vendría a buscarme mañana ni nunca más para llevarme a la Compañía, pero ni el taxista ni los que manejaban el mar de coches que nos rodeaba se daban cuenta. El taxi se deslizaba sin inconvenientes por la  avenida atestada, el tiempo transcurría por última vez, pero a nadie parecía preocuparle, y era como si nevara.

lunes, 21 de abril de 2014

Ella, Elis.









En 1978, Elis Regina presentó un espectáculo llamado Transversal do tempo. El origen, según contó ese año a la revista Veja, había sido un embotellamiento: “Helicópteros de un lado, caballos del otro, gente corriendo por todos lados. Y yo estaba allí, embarazada, adentro de un taxi. Se imaginan salidas, pero el camino no se abre. Entonces, simplemente, una está en una transversal del tiempo, esperando”. Muy poco después, apenas cuatro años más tarde, ella moría, aparentemente, de una mezcla entre cocaína y alcohol. En su último show, bautizado Tren azul, recitaba, premonitoria: “Ahora retiran de mí el velo de carne, escurren toda la sangre, afinan los huesos en haces luminosos y ahí estoy, en el salón, las casas, las ciudades, parecida a mí. Un esbozo. Una forma nebulosa, hecha de luz y de sombra. Como una estrella. Ahora soy una estrella”.
El 19 de enero pasado, de manera silenciosa, se cumplieron ya treinta y dos años de esa muerte. Y recientemente, también casi en secreto, apareció en algunas disquerías de Buenos Aires, a muy buen precio, una cajita importada por Warner con cinco discos de su último período. Discos extraordinarios e inéditos o prácticamente inconseguibles desde hace décadas: Elis, essa mulher, su álbum de estudio de 1979, Montreux Jazz Festival, registrado ese mismo año en vivo y con el acompañamiento de Hermeto Pascoal, Elis, hasta ahora inédito, con su presentación en el Palácio do Anhembí, también ese año pero con su grupo habitual conformado por Crispin del Cistia y Ricardo Silveira en guitarras, Camargo Mariano en teclados, Nené en bajo, Luis Moreno en batería y Chacal en percusión, Saudade do Brasil, una edición doble con la grabación realizada en 1980 de su show en Canecão, y una antología bautizada Elis por Ela que incluye tomas en vivo de los discos antes mencionados pero, también, tomas de estudio inéditas. En el marco de una discografía dispersa, caótica –muchos de sus discos se llaman igual, Elis– y abandonada en gran medida por los sellos responsables, esta publicación funciona como un verdadero oasis. Y da la posibilidad –la única posibilidad en la Argentina, en rigor– de volver a escuchar –o de descubrir, quizás– a una de las más grandes artistas de la historia de la música de tradición popular.
Elis Regina fue no sólo la cantante más extraordinaria que pueda imaginarse sino la descubridora, impulsora –y la musa inspiradora– de mucho de lo mejor compuesto en Brasil durante dos décadas. Alcanza, por ejemplo, con revisar la lista de autores de los temas incluidos en el primero de sus discos bautizados Elis, de 1966, cuando ninguno de ellos tenía aún una carrera significativa: Gilberto Gil, Caetano Veloso, Edú Lobo, Chico Buarque y Milton Nascimento. Para muchos, su voz es la que acompaña la extraordinaria escena de la torera en Hable con ella, de Almodóvar (la canción es “Por toda minha vida” y está incluida en el disco Antonio Carlos Jobim & Elis Regina, editado por Verve). Voz enigmática y seductora, con tesitura grave –gravísima– y la transparencia de un timbre de soprano, la de Elis Regina está ligada, además, a la búsqueda de una música popular que diera cuenta tanto de las raíces musicales brasileñas –y no sólo de la Bossa Nova– como, también, del rock y el jazz-rock, que en esos años se convirtieron en lengua universal. Eso que en países como la Argentina intentó llamarse “rock nacional” y que en Brasil se nombró, a secas, como MPB, las iniciales de “música popular brasileña”. En particular en la producción posterior a 1970, con la aparición como arreglador de quien fue su último marido, César Camargo Mariano, y con el creciente protagonismo, dentro de su repertorio, de la dupla João Bosco-Aldir Blanc, sumada a los siempre presentes Gilberto, Milton y Caetano y a nuevos hallazgos como Ivan Lins (“Qualquer Dia”, “Cartomante”) y Renato Teixeira (“Romaria”), se hizo evidente este despegue de la figura de folklorista –una folklorista inmensamente personal, desde luego– que había tenido en la década anterior.
En aquella entrevista en Veja, Elis Regina decía: “Tuve una fase infantil, o juvenil, eminentemente romántica. Fue cuando llegué a Río de Janeiro y comencé a cantar músicas que se parecían mucho a lo que se oía por la televisión y la radio. Y, como toda persona que está saliendo de la escuela, que no participa efectivamente de nada y no se lanza con profundidad en nada, se acaba siendo superficial. Para mí era correcto porque era lo que había oído que estaba bien. Pero después sucedió algo, que tuvo que ver con una especie de pasión de los demás por el sonido de mi voz. Yo era una persona estrábica, bajita, gordita, pobre y de repente me convertía en Cenicienta. Y con un hada madrina que era la TV Record. Allí empecé con el programa A fino da bossa. Pero las personas no dan tiempo ni disculpan el infantilismo. De repente yo tenía mi zapatito de cristal calzado en el pie pero ni sabía cómo caminar. Y empezaron polémicas en torno de mi persona. Terminó siendo una presión demasiado fuerte”.
Era gaúcha, de Porto Alegre, pero vivió en San Pablo y cantó con acento carioca. Su primera canción, según recordaba, era “Adiós Pampa mía”, que entonaba a los cuatro años. La llamaban eliscoptero por la manera en que movía sus brazos al cantar. O pimientinha, debido a su carácter. “Nuestros ídolos todavía son los mismos / las apariencias no engañan, no / vos decís que después de ellos / no apareció ninguno más...”, cantaba en “Como nossos pais” (“Como nuestros padres”), la canción de Antonio Carlos Belchior que abría Falso Brilhante, el disco que recorría el repertorio del espectáculo que con ese nombre había estado haciendo durante 1975 y 1976. Y allí completaba: “Mi dolor es percibir que a pesar de todo lo que hemos hecho / todo, todo, todo lo que hicimos / todavía somos los mismos y vivimos / todavía somos los mismos y vivimos / como nuestros padres”.

miércoles, 9 de abril de 2014

El jazz según...(1998)


Steve Lacy





Quizá ya no haya un jazz sino muchos jazz posibles. Un mundo en el que caben desde las experiencias de Anthony Braxton y de John Zorn hasta el neo a-gogó de Medeski, Martin & Wood, Piazzolla (tocado por él o por sus herederos), Dino Saluzzi o el acordeonista francés Richard Galliano. En las últimas décadas –y tal vez desde mucho antes– el jazz, más que un lenguaje preciso, fue una especie de continente en el que cabía casi cualquier música que incluyera la improvisación (o el espíritu de la improvisación, aunque se tratara de música escrita) y alguna referencia, a veces muy lejana, a estructuras formales o partículas rítmicas o melódicas de origen afroamericano.
En 1998, la revista francesa Jazz Magazine, había publicado una encuesta entre músicos populares de distintos géneros, aunque asociados con el jazz. La asociación, como en el caso del acordeonista argentino Raúl Barboza ­–una estrella en Francia–, era bastante vaga. No obstante, las respuestas a la pregunta “¿Se reconoce en el jazz?”, dadas en ese momento –algunos de los músicos consultados ya han muerto–, sirven, todavía, para evaluar el nivel de protagonismo adquirido por esta música en el imaginario de la música popular actual.
Los músicos del género, obviamente, eran, como puede esperarse, mucho más lineales. El saxofonista Steve Lacy, por ejemplo, decía, como si se prometiera en matrimonio: “Sí, con todo mi corazón y para toda la vida”. El trompetista Lester Bowie, más politizado, explicaba: “En el origen, el jazz fue la gran música creada por los afroamericanos de los Estados Unidos. Nosotros (los negros, claro) nos referimos al jazz como una Gran Música Negra. Pero en la actualidad, se ha convertido en la Gran Música del Mundo o, a secas, La Gran Música”.
Entre las respuestas cabía el humor de John Zorn (“Me reconozco sólo en la primera y la última letra: JZ”) o la aventura genealogista del notable compositor, creador (y ex baterista de Soft Machine) Robert Wyatt: “Me siento el hijo ilegítimo de la cantante de jazz Betty Carter y el compositor comunista Hans Eisler, nacido de un breve encuentro en un motel de la Highway 61, y luego abandonado en el Orfanato del Rock’n Roll”. El clarinetista y saxofonista Michel Portal, un importante músico de jazz y, también, con una larga trayectoria como músico clásico que, además, suele tocar el bandoneón, aseguraba: “No me reconozco como jazzman pero el jazz me ha dado la libertad de expresión en la música. Yo bailo con el jazz y yo amo bailar”. La respuesta de Barboza era la siguiente: “El jazz es una música que posee libertad de espíritu. Me gustaría tocar con cualquier músico dentro de ese espíritu de libertad sin fronteras. Lo que yo hago no es jazz y, al mismo tiempo, está dentro del universo del jazz. Están las improvisaciones, las síncopas y el misterio”.
En tanto, el experimentalista –por llamarlo de alguna manera– Fred Frith prefería preguntar, a su vez: “¿El jazz se puede reconocer en mí? Esta música es sujeto casi permanente de polémicas, de definiciones y contradefiniciones, de miniguerras, al punto de que algunos demandan que los músicos como yo seamos invitados a los festivales de jazz. Yo pienso al jazz como Henri Cartier-Bresson a la fotografía: una manera de gritar, de liberarse. Allí sí me reconozco”.

martes, 8 de abril de 2014

El día siguiente









La tapa de su último disco mira al pasado. Lo hace, sin embargo, con un comentario desde el presente. Y el título, sin duda, enfoca al futuro. The Next Day comenta Heroes, uno de sus discos canónicos. Tacha la palabra del título (ya no hay héroes) y cubre la cara del músico con un cuadrado blanco en el que aparece el nuevo título: el día siguiente. Treinta y seis años separan aquella pieza, parte central de la trilogía berlinesa que tuvo a Brian Eno como cómplice (y que se completaba con Low y Lodger) de este disco que llegó después de diez años de silencio, después de un infarto y después de que su autor hubiera cumplido los 64 anunciados por los Beatles. Y también los 65. David Bowie, un hombre maduro (ahora ya tiene 67), se pregunta por el futuro e, inevitablemente, por el de una música que ligó su mitología a la idealización de la juventud.
En todo caso, su respuesta estética aparece muy alejada de la de ciertos caballeros de la reina casi septuagenarios que, por conveniencia o cálculo comercial, son capaces de seguir pregonando una insatisfacción ya poco creíble. Bowie fue psicodélico en su disco Man of Words, Man of Music, que mucho después pasó a llamarse como su tema más exitoso, Space Oddity (peculiaridad del espacio, en lugar de la odisea de Stanley Kubrick y Arthur Clarke). Sonó cerca del soul en Young Americans, de cierto experimentalismo en la trilogía de Berlín, y de una suerte de jazz glam junto a Pat Metheny, en la magnífica “This is not America”, compuesta para el film The Falcon and the Snowman de John Schlesinger. Fue Ziggy Stardust y el “delgado duque blanco”. Y también puede ser Bowie a secas que, en realidad, es otra invención, la de David Jones, nacido en el barrio londinense de Brixton en 1947, que debió cambiar su nombre debido a la fama de otro impostor, el verdadero Davy Jones que formaba parte del grupo más falso de la historia –por lo menos antes de los reallity shows–: The Monkees. Transformer que produjo Transformers, de Lou Reed, que descubrió al tecladista Rick Wakeman –aparece en Man of Words..., de 1969–, y al guitarrista Steve Ray Vaughan –que tocó en Let’s Dance, de 1981–, Bowie fue el impensado tecladista de Iggy Pop y el actor de The Hunger –un film de vampiros dirigido por Tony Scott–. Y, además, el protagonista de un film de vampiros propio, en su revisita a “I Got You Baby”, un viejo éxito de Sonny & Cher, con una Marianne Faithfull disfrazada de monja –o algo así– y cercana a la reencarnación de Marlene Dietrich quien, de paso, también trabajó con él en la película Just a Gigolo. Bowie, o Stardust, o David Jones, o el Mayor Tom, decía, perdido en el espacio, “El planeta Tierra es azul, y no hay nada que pueda hacer”. Hoy, todavía vivo después de todos estos años, canta, promediando el tema que encabeza y da título al disco, "Aquí estoy/ no exactamente moribundo/ mi cuerpo abandonado para que se pudra en un árbol hueco/ sus ramas arrojando sombras/ sobre mi patíbulo/ y el día siguiente/ y el siguiente/ y otro día".
Como en el tachado Heroes está aquí Tony Visconti, que aparece como guitarrista y productor. Robert Fripp, en cambio, declinó la invitación. También están Tony Levin y el notable guitarrista David Torn, entre otros, logrando un sonido de rara contundencia. Una de las más bellas canciones del disco, “Where are Now?”, remite a escenas berlinesas y, claro, a la cercanía de la muerte. La sigue otro de los puntos altos de un disco notablemente homogéneo, “Valentine’s Day”, que nada tiene que ver con los enamorados sino con un día en la vida de un tal Valentin, y lo hace con ese estilo al borde del music hall que, también, Bowie supo patentar. Aquel que inventó la primera gran voz teatralmente masculina del rock, en una época en que reinaba el agudo, y lo hizo con un cuerpo feminizado al máximo, ya no tiene aquella voz pero sigue cantando como los dioses. Y ante cualquier sospecha de falta de coherencia originada en la variedad de estilos por los que ha transitado y por los que todavía transita (incluyendo un buen coqueteo con el heavy en “(You will) Set the world on fire”), habría que recordar no sólo la naturaleza enciclopédica que el rock tuvo a partir de The Kinks y de Revolver, de The Beatles, de la que Bowie es deudor, sino la del propio músico, uno de los primeros en clasificar y ordenar el saber del género –mucho antes que Costello, en todo caso– como muestra Pin Ups, de 1973, desde donde relee, entre otros, a The Who, The Kinks y Pink Floyd. En las canciones de Bowie hay algo que él aprendió en la historia. En la del rock y también en la que, consciente o inconscientemente se revisitaba desde este género: la de la balada inglesa. El rock, cuando Bowie empezó, podía adueñarse de todo. En esos pequeños mundos de tres minutos –que después, desde ya, se alargaron–- cabían desde la cita a Bach hasta el experimento electrónico y desde la referencia folklórica a la distorsión. Era una música omnívora. Vampírica. Y Bowie, como en el film de Scott, podía ser, y aún lo es, en su disco número veintisiete –que, incidentalmente, vendió más de noventa mil unidades sólo en Gran Bretaña y en apenas un mes–, el mejor de los vampiros.

jueves, 30 de enero de 2014

Estado de gracia


1967. Pausa en la grabación de Ravel. No diré nada. Para aquellos que saben de lo que hablo, sobran las palabras. Y para aquellos que no lo saben, las palabras no alcanzarían jamás.

Como decíamos ayer

...y, agrego, los Motetes de Bach dirigidos por Gardiner (Soli Deo Gloria), Cuadros de una exposición, de Mussorgsky, y Visiones fugitivas, de Prokofiev, por Steven Osborne (Hypèrion), Functional Arrhytmias, de Steve Coleman & Five Elements (Pi Recordings), Vértigo, de Escalandrum (Epsa), El imperio de las luces, de Andrés Hayes (Sofá Records), Improvocaciones, de Pablo Ledesma y Agustí Fernández (independiente), O cair da tarde, de Ney Matogrosso (un disco de 1997, dedicado a Villa-Lobos y Jobim, que nunca había escuchado antes y me deslumbró), y The Next Day, de David Bowie.



martes, 21 de enero de 2014

Algunos

No pretenderé, a esta altura de mi vida, nombrar todos, ni asegurar que son los mejores, ni, mucho menos, darles un improbable orden de mérito. Tampoco me ceñiré a un número fijado de antemano. Ahora mismo no sé si serán treinta, cien o doscientos treinta y ocho. Esta será, simplemente, una lista (podría haber otras y tal vez las haya) de algunos de los discos que me gustaron mucho en 2013. Se tratará, sobre todo, de Cds publicados en ese año pero habrá algunos de 2012, dos o tres que sólo pueden bajarse de Internet –de manera paga, desde ya–, algunas reediciones y, también, algunas re escuchas y re descubrimientos, en el sentido más cabal del término. Por lo pronto, hay dos discos en los que toca el vibrafonista Jason Adasiewicz que no llevaría a una isla desierta, porque allí no sabría qué hacer con ellos salvo arrojárselos a las gaviotas con la esperanza de decapitar alguna con vistas a una buena cena solitaria e insular, pero que sin duda están entre mis preferidos del año: Unknown Known, del contrabajista Joshua Abrams (en el sello Rogue Art, con un grupo que completan David Boykin en saxo tenor y Frank Rosaly en batería) y Aquarius, de la notable flautista Nicole Mitchell con su grupo Ice Crystals, que, curiosamente o no, es casi el mismo del anterior –Adasiewicz, como se dijo, Abrams y Rosaly– (en el sello Delmark).
  Antes de entrar en algunos terrenos más o menos polémicos y en otros que requieren (creo) algunas explicaciones, vienen a mí algunos discos de música de tradición académica que no deberían perderse de vista (y de escucha): la edición que el sello Naxos está publicando de las muy subestimadas sinfonías de Heitor Villa-Lobos, por la Sinfónica de San Pablo con dirección de Isaac Karabtchevsky, el disco con obras de Henri Dutilleux que publicó Deutsche Grammophon poco antes de la muerte del compositor, con luminosa dirección de Esa-Pekka Salonen y la deslumbrante actuación solista de la soprano Barbara Hannigan y el cellista Anssi Karttunen, los cuartetos para cuerdas de Salvatore Sciarrino, por el Cuarteto Prometeo (Kairos), el Sexto Libro de Madrigales de Carlo Gesualdo por La Compagnia de Madrigale (Glossa), los Conciertos Brandeburgueses de Johann Sebastian Bach por el Dunedin Consort (Linn), la versión del Concierto para cello y orquesta de Antonin Dvorak por Steven Isserlis y la Orquesta Mahler dirigida por Daniel Harding, las obras tardías para piano de Ferruccio Busoni por Marc-André Hamelin y las geniales canciones incluidas en La Voir Dit, de Guillaume de Machaut, por el Orlando Consort (los tres en Hypérion), y el disco con canciones de Hanns Eisler por el barítono Matthias Goerne, junto al Ensemble Resonanz y el pianista Thomas Larcher (Harmonia Mundi).


En el terreno del jazz argentino, las cuidadísimas ediciones de Rivorecords tuvieron como protagonistas a Paula Shocrón en See See Rider, un excelente disco solista, Adrián Iaies, también solo, en Goodbye, donde logra una suerte de síntesis reconcentrada de sus rasgos estilísticos, Backstage Sally, de Alan Zimmerman y Sergio Wagner y, lejos del último lugar en importancia, una producción saludablemente atípica para la Argentina. Con muy buenos arreglos y magníficamente tocado, Hot House, del trompetista Mariano Loiácono al frente de su noneto, tanto por su calidad como por la excepcionalidad, cambió el nivel de medida para el jazz argentino. Hay una subcategoría a la que siempre le tuve un poco de tirria, lo confieso: la de las cantantes. La desconfianza tiene que ver con ese aroma, hasta ahora inevitable para mí, a cantante de tango japonés. Es decir, por más bien que una cantante haga lo mismo que antes hicieron Abbey Lincoln, Shirley Horn, Carmen McRae o la Santísima Trinidad (Billie, Ella y Sarah), ¿cuál es el sentido? Dos ediciones del último año me obligan a poner entre paréntesis mis cuestionamientos. Walkin', de Barbie Martínez (un repertorio inteligentísimo y lecturas notables de "Peace" de Horace Silver y del tema que da título al CD, de Mary Lou Williams), y Suddenly, de Georgina Díaz (resulta difícil olvidar su "Amor y decepción", de Sergio Mihanovich, con la introducción del contrabajo tocado con arco por Damián Falcón y el magnífico solo de Rodrigo Agudelo en guitarra) con buenos músicos, espacio para la interacción y estilos propios hacen que sus versiones valgan la pena. Y, de paso, una generación y un fenómeno nuevo: discos que sólo pueden descargarse de Internet (en FLAC o MP3). El de Rodrigo Agudelo y La Salamanca (composiciones tan interesantes como sus desarrollos, o lo contrario, lo que, en cualquier caso, es mucho y bueno), Amon, del trío del pianista Santiago Leibson con Maximiliano Kirszner en contrabajo y Nicolás Politzer en batería, Sonora, de Mauricio Dawid, y el originalísimo y complejo El límite de la consciencia, de Fran Cossavella (también toca allí Leibson, junto a Juan Manuel Bayón en contrabajo y Juan Presas en saxo tenor), están entre lo más interesante de los últimos tiempos. Y vayan, como bonus tracks, dos producciones que, por unos u otros motivos, exceden los límites del jazz (pero los incluyen): el muy buen trabajo de Juan Cruz de Urquiza alrededor de Charly García (Indómita Luz, Vinilo Discos) y Al sur del Maldonado, del siempre creativo –y abierto musicalmente y pertinazmente porteño– Pollo Raffo (PAI).
  En el ámbito del jazz internacional hay alguna que otra discusión que suele agitar las tranquilas aguas por las que transitamos los que compramos discos de jazz (y, diría, en particular los que los compramos en Minton's, en la Galería Apolo, Corrientes entre Uruguay y Talcahuano, y formamos parte de una misteriosa cofradía en la que priman la amistad y el respeto por los desacuerdos –a pesar de la mala fama de alguno de los contertulios–). Una de ellas es el lugar que tiene (o no tiene) el sello ECM en el actual concierto estético del género. Los argumentos en contra, que no discutiré, son que hay otros sellos (Clean Feed, Rogue Art, la serie New Talent de Fresh Sound entre los más notorios) por donde pasan las verdaderas novedades del momento y que ECM, incluso cuando incluye en su catálogo a algunos de los músicos más emparentados con las tendencias más modernas, lo hace una vez que ya han sido convalidados por una cierta corriente central del mercado. Mi argumento es que, si al momento de recordar qué discos nos movieron el piso, nos emocionaron o nos brindaron infinito placer a lo largo de todo un año, siempre hay cuatro o cinco de ECM y eso sucede, además, desde hace unos cuarenta años, de manera continuada, se trata de un gran sello, sin perjuicio de la existencia (bienvenida) de tantos otros. Mis ECM del año son, en todo caso, unos cuantos: The Sirens, de Chris Potter con Craig Taborn, David Virelles, Larry Grenadier y Eric Harland,  Chants, del trío de Craig Taborn (con Thomas Morgan y Gerald Cleaver), Hagar's Song, de Charles Lloyd y Jason Moran, Somewhere, del trío de Keith Jarrett, 39 Steps de John Abercrombie en cuarteto con Marc Copeland, Drew Gress y Joey Baron, Wislawa, del siempre admirado Tomasz Stanko con David Virelles, Thomas Morgan y Gerald Cleaver, y Snakeoil, de Tim Berne (otra de las polémicas del año, en parte motivada por una actuación en Buenos Aires que, para algunos resultó total o parcialmente decepcionante; en mi caso, más allá de que valoro, y mucho, lo que hace Berne, extrañé un mejor sonido de sala, que me permitiera escuchar con más claridad la interacción de los músicos, si es que la hubo). También pertenecen a ECM dos reediciones notables, las dedicadas a Special Edition y a Paul Motian. Otro disco sobre el que hemos discutido entre amigos es Prism, de Dave Holland junto a Kevin Eubanks, Craig Taborn y Eric Harland. Se trata de una revisita consciente –y magistral, desde mi punto de vista– al jazz rock de los '70. Será por razones generacionales y de educación sentimental, como diría Flaubert, pero a mí es uno de los discos que más me gustó escuchar. En otro orden, varias ediciones sorprendentes, desafiantes e inmensamente placenteras ligadas a las tendencias más modernas del género; City of Asylum, de Eric Revis, Kris Davis y Andrew Cyrille (Clean Feed), Illusionary Sea, del septeto de la fantástica guitarrista Mary Halvorson (FH), Tornado, del cuarteto Kaze (Satoko Fuji en piano, Natsuki Tamura y Christian Pruvost en trompetas y Peter Orins en batería, publicado por Libra Records), Nourishments, del quinteto de Marc Dresser (Clean Feed), Dysnomia, de Dawn of Midi (Thirsty Ear) y One From None, del saxofonista Michael Blake junto al sobresaliente trombonista Samuel Blaser, Russ Lossing en piano, Michael Bates en contrabajo y Jeff Davis en batería (Fresh Sound New Talent). También, tres grandes nombres: Wayne Shorter en Without a Net (Blue Note), Gil Evans (in absentia) en el fenomenal trabajo de rescate de Ryan Truesdell en Centennial (ArtistShare) y John Coltrane en la reedición de Afro Blue Impressions. Y, en el final, un disco que hacía mucho que no escuchaba y que ha sido eclipsado por su ilustre antecesor, The Blues and The Abstract Truth. Pero, ¿qué disco podría no ser eclipsado por él? Créanme, More Blues and The Abstract Truth (Impulse), obviamente también de Oliver Nelson, debe volver a ser escuchado. Grabado en 1964, tocan allí Ben Webster, Phil Woods, Pepper Adams, Thad Jones, Roger Kellaway, Richard Davis y Grady Tate. Y las composiciones y arreglos, empezando por el perfecto "Blues for Mr Broadway", de Brubeck, son de primer orden.








sábado, 11 de enero de 2014

Videos














En la galería llamada Enkiklos Paideia, situada en la columna de la derecha de esta página, se han actualizado y restaurado los enlaces y se han agregado algunas novedades. Miles Davis con Wayne Shorter, Herbie Hancock, Ron Carter y Tony Williams en la televisión alemana, en noviembre de 1967, entre ellas.

miércoles, 8 de enero de 2014

Playlist







Alex Ross asume públicamente su entusiasmo –y hasta reivindica la función "random"–. Y conozco a varios para los que la playlist se ha convertido en la forma predominante de escucha. Para aquellos educados sentimentalmente en la era del disco hay algo de sacrílego. Y es que el disco, y aún más el CD, llevó hasta su propio extremo un cierto cambio en la idea de lo que es la obra que, de alguna manera, había comenzado con las pinacotecas renacentistas y se había cristalizado durante el último Romanticismo. Para la industria fonográfica, de los setenta hasta el nuevo siglo, primó el integralismo. La obra dejó de ser un preludio con su fuga y pasó a ser la totalidad de El clave bien temperado. Y, en algún sentido, sobre todo algunos conjuntos de composiciones altamente significados por el mito de la música absoluta –los Cuartetos o las Sonatas para piano de Beethoven, los Cuartetos de Bartók o, llegando desde otro campo, las Grabaciones Dial de Charlie Parker, por ejemplo– pasaron a convertirse en obras de obras, en cuerpos casi indivisibles, como si el sentido –y el placer de la escucha– del Cuarteto Op. 130 de Beethoven, o de "Out of Nowhere", por Parker, no hubieran sido ya posibles sin su relación de figura y fondo con el resto de la "obra". En paralelo, y dentro del terreno de la música pop, el mercado cometió un pecado que lo llevaría a una crisis sin precedentes: abandonó el que había sido su gran sostén a lo largo de décadas, el disco simple (o single).
La playlist, en todo caso, restituye una forma de escucha más humana. Más cercana a la manera en que la música fue escuchada durante siglos. Los "jardines musicales", los "banquetes musicales" o los "florilegiium" del Renacimiento o el barroco no eran otra cosa que playlist. Nadie esperaba que un grupo de madrigalistas cantara de un tirón todo un libro de Marenzio o D'India. O que un grupo de cantantes e instrumentistas se despachara, durante una fiesta, con todas las canciones de John Dowland. El Musicall banquet del otro Dowland, Robert, era una antología, al igual que las Lecciones para consort de Thomas Morley, de las que los intérpretes elegían (¿en función random?) lo que tocarían cada noche. Y, casi con certeza, ni a Johann Sebastian Bach ni a nadie en su época se le hubiera ocurrido que las Variaciones Goldberg eran una obra. Bienvenido, eventualmente, el regreso de la playlist. Un regreso que, claro, está lejos de ser inocente y conlleva, inevitablemente, la marca de una derrota: la de la idea del Gran Arte con la que la música alemana edificó su propio monumento.